Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Sin duda, que ella hubiera saltado al vacío con la fotografía había encendido los ánimos de aquel par, pero me asombraba que me hubieran dejado con vida. Probablemente la situación se les había ido de las manos y habían preferido huir antes de que el cuerpo sin vida de Keiko atrajera un enjambre de policías.

Yo mismo me hallaba en el disparadero, así que aplacé cualquier lamento o reflexión sobre lo que había sucedido hasta que me encontrara bien lejos de allí. Con tres cadáveres de por medio, cada minuto de más que pasara en Japón aumentaba mis posibilidades de quedarme a vivir entre rejas con los chicos de la yakuza.

Evoqué con turbación el último beso, lo que me trajo a la memoria que tenía un recuerdo de ella bajo mi lengua. Me metí los dedos en la boca para sacar lo que Keiko había ocultado sin que ellos lo advirtieran. Era un rectángulo de plástico del tamaño de medio sello: el chip de una cámara digital. La fotografía estaba allí.

Lo guardé en el bolsillo menor de mi pantalón y salí corriendo. Para mi alivio, la puerta que conducía al interior de la torre estaba abierta. Con la mente puesta únicamente en huir de allí, bajé de dos en dos los peldaños de las escaleras mecánicas -ahora detenidas- hasta llegar al ascensor de la planta 34.

Pulsé el botón de llamada y me refugié entre las sombras, porque temía que cuando se abrieran las puertas apareciera la policía con sus linternas. En ese caso, sin embargo, no tenía escapatoria posible, así que acabé encarando el ascensor dispuesto a afrontar lo que viniera.

Llegó vacío y salté a su interior, dando gracias al cielo por aquel golpe de suerte. Faltaba ver lo que sucedería cuando llegara a tierra. Como no dependía de mí, cerré los ojos durante mi bajada particular al infierno, que era en lo que se había convertido mi vida desde que acepté trabajar en la Fundación.

En el minuto escaso que duró el viaje recordé la cena con Keiko en el club de jazz, la vieja canción de amor, su espalda blanca, el delicado peso de su cuerpo entre mis brazos. Noté que se me saltaban las lágrimas, pese a que trataba con todas mis fuerzas de mantener el control en aquella situación desesperada.

Para infundirme moral, me prometí que si no me cazaban a la salida del ascensor, correría a buscar un taxi para ir al hotel, bajaría la maleta y saldría zumbando hacia la estación del shinkansen. Ya no me detendría hasta llegar al aeropuerto de Narita, donde tomaría el primer vuelo a California aunque tuviera que invertir todo mi dinero en el pasaje.

Se abrieron las puertas y entró una unidad móvil de televisión mientras yo salía corriendo. Tal vez incluso habían tomado imágenes del principal sospechoso de aquella defenestración -es decir, yo-, porque estaba seguro de que los dos tipos de la yakuza habían puesto tierra de por medio antes de que llegara la policía.

Bajo el Umeda Sky se había congregado un centenar de curiosos que señalaban la plataforma del Jardín Flotante y el punto donde había aterrizado aquel ángel trágico a su manera, ahora acordonado por la policía.

«No mires atrás», fue la consigna que me di mientras abandonaba a pasos rápidos el gentío hasta llegar a una calle lateral. Desde la lejanía vi un taxi libre y lo detuve con la pasión de un náufrago que divisa una embarcación.

17

Tuve que esperar hasta las seis de la mañana para tomar el primer shinkansen hacia Tokio y de allí a Narita.

Logré llegar al aeropuerto poco después de las nueve sin ser detenido, lo cual ya era todo un logro. Al mezclarme entre los ejecutivos que surcaban el pabellón de salidas por todas direcciones me sentí relativamente a salvo. No es que hubiera muchos occidentales entre el gentío, pero eran suficientes para que mi presencia no llamara demasiado la atención.

Si salía aquella misma mañana del país, tal vez la policía no llegaría a difundir datos sobre mí que, sin duda, ya obraban en su poder.

Antes de comprar mi vuelo a Los Ángeles, no pude resistirme a la tentación de buscar en una tienda de fotografía una cámara digital compatible con mi chip. La dependienta lo tomó con la punta de los dedos y, tras examinarlo a distancia, respondió algo en japonés. Luego señaló una vitrina donde había varios modelos.

Elegí la de menor precio y salí con la caja de la cámara en dirección al mostrador de la United Airlines, donde se había formado una pequeña cola, mayormente de norteamericanos.

Con la seguridad que me daba estar rodeado de los míos -grave error, porque en caso de búsqueda, empezarían por allí-, me atreví incluso a desenvolver la cámara para probar el chip de memoria.

Poner las baterías fue una operación bastante sencilla, pero quedaba lo más importante: cambiar el chip que venía de fábrica por el de Keiko. Tras varios forcejeos, logré realizar el cambio. Luego pulsé «power» y seleccioné la opción para visualizar las fotos. Sólo había cuatro imágenes.

Si ver las fotos tomadas a un muerto es como encontrar su fantasma, aquellas cuatro instantáneas equivalían a robar los ojos de Keiko, la mirada de alguien que estuvo pero ya no está.

Para mi sorpresa, la primera era yo mismo y Takahashi -otro fantasma- en el restaurante revólver de Shibuya. En la imagen, el intermediario llenaba mi vaso de cerveza mientras yo charlaba con cara de sueño. Tuve la impresión de que había pasado una eternidad desde aquello.

La segunda retrataba mi salida de casa del coleccionista de Harajuku, con la cara roja por la tensión.

La tercera mostraba las siniestras torres de Umeda Sky con el ojo encendido bajo el Jardín Flotante.

Antes de pasar a la cuarta imagen contuve la respiración porque, dependiendo de lo que saliera, aquella desgraciada aventura no habría servido para nada. Cuando se iluminó el pequeño monitor con la imagen en blanco y negro casi lancé un grito de entusiasmo. Keiko había tenido la precaución de retratar -probablemente en el ascensor o en un lavabo- la fotografía número 11 con su cámara.

La imagen mostraba el mismo grupo de oficiales nazis en el monasterio de Montserrat, pero una figura estaba separada del grupo. Con el corazón acelerado, utilicé el botón del zoom para ampliar ese detalle. Pude ver que era Himmler que, mientras se alejaba del resto de oficiales, los miraba a través de sus gafas redondas.

Utilicé las flechas para ver otro detalle de la fotografía. Himmler cargaba con una caja metálica rectangular y se dirigía en solitario hacia algún lugar del macizo de Montserrat.

Aunque era demasiado pronto para extraer ninguna conclusión, salí de la cola y me dirigí a un café para intentar calmarme. Justo cuando me sentaba a la mesa sonó el teléfono, lo cual me recordó que debía devolverlo antes de embarcarme.

Antes de contestar ya sabía que Cloe estaba al otro lado.

– Misión cumplida -dije-. Tengo la foto conmigo y posiblemente toda la policía de Japón buscándome por mi relación con tres asesinatos. ¿Estás satisfecha?

– Más que satisfecha, estoy impresionada con tu trabajo. Te has hecho imprescindible para la Fundación. Ahora mismo eres nuestro mejor hombre.

– Por poco tiempo, porque regreso a casa esta misma mañana. Creo que ya he hecho suficiente.

– ¿Qué hay en la fotografía número 11? -preguntó ella obviando lo que le acababa de decir.

– Lo que te avancé por teléfono, pero ahora tenemos un detalle más. Himmler se alejó del grupo para llevar una caja hacia algún lugar de Montserrat. Aunque me cuesta creer que esta información sea nueva para la Fundación. De hecho, aún no entiendo por qué me habéis hecho pasar por todo esto.

– Digamos que necesitábamos una constatación, y tú has obtenido la prueba definitiva. Probablemente en estos momentos eres el único que dispone de esta imagen. En la ropa de la japonesa no han encontrado ninguna fotografía. Sólo una cámara sin el chip de memoria. Nuestra hipótesis es que destruyó el original.

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