Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– Llevo tres días sin descansar, así que podría dormir hasta en un piso franco de la yakuza. ¿No llamáis así a los sicarios como los que me esperaban en casa del coleccionista?

– Sería una lástima que no diéramos un paseo por Osaka -dijo Keiko sin hacer caso de mi comentario-. No hay ciudad en Japón con una vida

nocturna más vibrante. ¿Has visto la película Black Rain?

– Creo que sí -repuse, mientras salíamos del ascensor y recorríamos un largo pasillo-. ¿Va de un policía norteamericano que quiere capturar a un mañoso en Japón?

– Ésa es. Las escenas nocturnas las filmaron en D6-tombori, el barrio donde cenaremos esta noche, si invitas a tu guardaespaldas.

Tras decir esto, me guiñó el ojo y abrió la puerta de nuestra habitación, que era muy pequeña y tenía un único tatami a nivel de suelo.

Ella no pareció darle importancia a este detalle -que sin lugar a dudas era premeditado-, ya que se llevó su pequeña maleta al baño y antes de cerrar la puerta dijo:

– Tomaré una ducha rápida. Es una de las ventajas de mi nuevo peinado, ¿sabes?

Emití un gruñido como toda respuesta y me tumbé vestido sobre el colchón japonés, que era bastante duro. Instantes después oí cómo corría el agua y me imaginé a Keiko bajo el chorro. ¿Deben cantar las japonesas en la ducha? Su aspecto andrógino no había despertado en ningún momento mi libido, aunque tuviera los ojos grandes y la piel reluciente, pero aun así me resultaba violento compartir cama con una extraña, cuyas intenciones en aquel asunto desconocía por completo.

Este pensamiento me puso en guardia y me incorporé de un salto. Aproveché que en la habitación había un teléfono para llamar a Ingrid, con quien todavía no había conseguido hablar. Sólo le había dejado un par de mensajes para comunicarle mi retraso.

Calculé que en Santa Mónica debían de ser las seis de la mañana. Aunque la despertara de su primer sueño, prefería que me respondiera a cara de perro a tener que imaginar por dónde se metía mientras yo trataba de salir de aquel lío.

Pero todo lo que obtuve fue un mensaje nuevo en el contestador:

Hola, papá; hola, amiguetes. La que os habla no está aquí, pero regresará en un par de semanas. Me he ausentado temporalmente del instituto para unirme a una escuela de circo de Seattle. Papá, no te enfades. Los demás, deseadme suerte. Os quiero a todos.

Aplasté el auricular contra la base del teléfono y lancé unos cuantos exabruptos. Luego marqué su número de móvil, pero estaba desconectado. Por unos momentos estuve tentado de llamar a su madre, pero al final no lo hice: primeramente, porque temía su reacción a las seis de la mañana; en segundo lugar, porque diría que soy un necio y un irresponsable por haber emprendido un viaje dejando a Ingrid a su aire.

Y lo peor es que tendría razón. Ahora más que nunca era urgente que concluyera aquel trabajo turbio y regresara para poner orden, aunque tuviera que volar directamente a Seattle y llevármela a casa a rastras.

El sonido de la puerta de la ducha interrumpió estas reflexiones de padre con sentimiento de culpa.

Al girarme creí ver a otra persona. Keiko se había pintado los labios y llevaba una camiseta roja provocadoramente ceñida, con guantes largos del mismo color. Minifalda de cuero negro y botines a juego. Por encima de esta combinación, una gabardina roja que de tan larga amenazaba con barrer el suelo. El cuello levantado tras su cabeza pelada le daba un aire de princesa sideral, o como mínimo de una atractiva androide de la película Blade Runner.

Orgullosa del efecto que había causado en mí, dijo:

– ¿Vamos?

13

Tomamos un taxi hasta el puente de Ebisubashi, un punto de reunión de jóvenes extravagantes que se dejaban fotografiar por los turistas. Como telón de fondo, edificios enteros convertidos en potentes anuncios luminosos que anunciaban marcas de cerveza, sake y otros artículos de primera necesidad.

Me fijé en un grupito de adolescentes cubiertos de tatuajes y piercings. Los chicos llevaban tupés que desafiaban la ley de la gravedad, mientras que las chicas vestían kimonos de vinilo. Una de ellas, sin embargo, llevaba una bata de enfermera con grandes manchones de sangre, o al menos eso era lo que pretendía ser.

– ¿Te gustan los ángeles trágicos? -me preguntó Keiko al ver mi interés por la fauna local.

– ¿Se llaman así?

– Bueno, es uno de los nombres genéricos que reciben, porque en realidad hay cientos de tribus y subtribus. Muchas se inspiran en personajes de manga.

– Aja -dije fingiendo interés, mientras notaba que mi estómago empezaba a gemir de hambre.

Keiko pareció leerme el pensamiento, ya que sin más espera me indicó que torciéramos por un callejón vigilado por un gigantesco cangrejo rojo, símbolo de un restaurante especializado en crustáceos.

– Conozco un sitio donde se come de maravilla -anunció.

– Perfecto, pero que no sirvan pez globo.

El local en cuestión resultó ser un angosto club de jazz donde servían platos en la barra. Miré con desconfianza las cestitas humeantes que los camareros iban repartiendo entre la clientela, donde predominaban los trajeados de Armani y las femmes fatales que rondaban la treintena.

Una de ellas parecía el vivo retrato de Audrey Hepburn -sólo que con ojos rasgados- y fumaba levantando elegantemente su cigarrillo, mientras echaba la cabeza hacia atrás en actitud de desmayo.

Miré a Keiko, que se había sentado a mi izquierda

y, tras dar instrucciones a la camarera, encendió su propio cigarrillo. Aunque su estética se apartaba del glamour clásico, pensé que tampoco desentonaba en aquel ambiente donde yo era el único gaijin.

Antes de que llegara la comida, delante de nosotros aterrizaron dos vasos grandes llenos de sake hasta los topes.

– ¿Quieres emborracharme? -dije alarmado-. En mi país, el sake se sirve en chupitos.

– Será porque allí te dan matarratas -repuso Keiko con insolencia-. En Japón el sake es como el buen vino y se bebe para apagar la sed. Pruébalo, es mi marca favorita.

Dicho esto, chocó su vaso con el mío y me susurró al oído:

– Kampai.

Repetí esta fórmula para el brindis y la sorprendí acercando mi vaso a sus labios. Ella tomó un sorbo entre risas y dijo:

– ¿No te fías de mí? Eres como esos monarcas que daban a probar todo a sus criados por miedo a que los envenenaran.

– Digamos que soy un hombre precavido que no se fía de su guardaespaldas.

Keiko tomó un buen trago de su sake y, acto seguido, se encaminó hacia los aseos con un suave movimiento de caderas, probablemente obligada por los altos tacones.

– Espero que vuelvas -dije-. La última persona que se fue al baño en mi presencia se quedó frita.

La respuesta a este chiste sin gracia fue un beso que ella depositó en su palma y luego sopló en dirección a mí.

Al quedarme solo, me entregué al placer de contemplar aquella hoguera de vanidades. Las camareras vestían kimonos de seda y sus peinados recordaban al de las geishas. Por extraño que parezca, aquel estilo combinaba a la perfección con el humo de tabaco y la música de jazz.

Observé que en un rincón de la sala había una foto enmarcada de un contrabajista negro, el cual arrancaba notas de su instrumento con la mirada en el limbo. Supuse que era ciego. Hay algo muy inquietante en la mirada de los ciegos, quizá porque -como Edipo rey- el que no ve es quien primero se entera de lo que está sucediendo.

El regreso de Keiko coincidió con un cambio súbito de música, como si ella hubiera esperado a este momento para reaparecer. Los cuartetos de jazz ahora habían dejado paso a una balada japonesa de aire algo infantil.

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