Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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También ella debía de estar perdida en sus pensamientos ya que, tras dirigirme una mirada picara, cerró los ojos plácidamente. A través de sus labios entreabiertos asomaba una dentadura perfecta.

Esta imagen me llevó a un pensamiento que me sorprendió a mí mismo: dentro de las farsas que se pueden vivir, tenía que reconocer que aquélla era de las menos malas.

Cada vez que un empleado de Japan Rail entraba en un vagón, hacía una cumplida reverencia dirigida a todo el pasaje, que se dedicaba básicamente a devorar su cena o a hablar por teléfono.

Keiko siguió durmiendo profundamente por espacio de una hora. Su respiración era profunda y agitada, como si llevara varias noches sin pegar ojo.

Aproveché esta relativa intimidad para sacar de mi bolsillo las fotografías que había robado al muerto -técnicamente era así- y hacerme una idea del terreno que estaba pisando.

Empecé por las del montoncito que estaba junto a la serie del coleccionista. Por las etiquetas vi que las primeras imágenes correspondían a una expedición al Tíbet ordenada por Himmler -jefe de la policía nazi- en 1938.

Recordaba haber leído un libro sobre ese episodio en mis tiempos de estudiante, una etapa en la que es difícil no sentir cierta fascinación por el mundo simbólico y oscurantista del nazismo. El líder de esa expedición fue el capitán honorario de las SS Ernst Scháfer, un aventurero que había matado a su esposa en un accidente de caza y que fue el primer occidental en abatir -por puro afán deportivo- un oso panda antes de embarcarse en el viaje al Tíbet.

Himmler buscaba allí los orígenes de la raza aria: el llamado Reino de Agartha, el Shangri-La nazi. Tras nueve meses de travesía, la expedición hizo su entrada triunfal en Lhasa, donde se dedicaron a filmar las ceremonias lamaístas y a medir cráneos, entre otras actividades. Regresaron a Alemania como héroes del III Reich con una carta del regente del Tíbet para el Führer y un perro de raza autóctona que se les murió por el camino.

El personaje de Scháfer me había llamado la atención, porque salió bastante bien librado de los juicios de Nürenberg, ya que en 1950 se instaló libremente en Venezuela, donde viviría dedicado a la biología. También pasó por África, donde rodó para el monarca belga Leopoldo un documental para celebrar el 50 aniversario de la anexión del Congo.

Tras todos estos esfuerzos, se había retirado a un balneario del norte de Alemania, donde moriría de viejo en 1992.

Entre las insólitas expediciones de Himmler, también había encargado la búsqueda del martillo de Thor -el dios del trueno- porque estaba convencido de que esta arma legendaria desvelaba el secreto de la electricidad.

Después de repasar -casi como una curiosidad histórica- el reportaje de la expedición al Tíbet, pasé a la serie de 31 fotos que el difunto coleccionista había dispuesto sobre la mesa.

Una de las primeras era un retrato muy sobrio de Himmler con sus gafas redondas y la gorra con la calavera bajo el águila nazi. Las imágenes que seguían eran de 1940 y pertenecían a diversas visitas oficiales, como un retrato del encuentro entre Hitler y Franco el 23 de octubre, en el andén de la estación de Hendaya.

Observé que la foto número 9 estaba tomada en esta misma fecha: mostraba nuevamente a Himmler, rodeado de oficiales y con el brazo derecho en alto. Al descifrar en mi rudimentario francés la descripción de la etiqueta, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Repasé varias veces aquella acotación, como si no pudiera creer lo que estaba leyendo:

23 de octubre de 1940. Himmler visita el monasterio de Montserrat para rastrear el escondite del grial y otros secretos de la montaña. Los abades Marcel y Escarré se han negado a recibirlo, por el maltrato sufrido por los católicos alemanes, y finalmente el papel de cicerone ha recaído en el padre Ripol, que domina perfectamente el alemán.

La fotografía número 10 mostraba al ilustre grupo subiendo una escalinata. En el reverso leí:

Himmler se niega finalmente a visitar la basílica católica, porque prefiere explorar el mundo oculto de la montaña. El encargado de comunicarlo a los religiosos es el general Wolf, quien advierte al padre Ripol: «Disculpe, pero a Su Excelencia no le interesa el monasterio sino la naturaleza».

Más allá de estas rarezas históricas, la tercera aparición de Montserrat arrojaba una nueva luz sobre la investigación que había estado llevando a cabo, e incluso sobre la muerte de Fleming Nolte.

Mis sospechas se vieron confirmadas cuando vi que la imagen número 12 era un primer plano de Himmler ya de regreso de la visita a Montserrat. No era difícil suponer que la fotografía desaparecida -sin duda inédita- retrataba la excursión por la que el jefe de las SS había dejado de lado el monasterio.

La fotografía número 11 debía de mostrar algo altamente comprometedor cuando había causado ya dos asesinatos -quizá tres- y movilizaba los recursos de dos organizaciones, una de las cuales me tenía como agente.

Tuve que pensar en la camiseta del ángel y el demonio suizo que llevaba en la maleta. De repente entendí que me movía en un terreno extremadamente pantanoso, porque podía estar trabajando para el propio diablo y no me daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

11

Faltaban pocos minutos para llegar a Osaka cuando una llamada en mi teléfono móvil acabó de despertar a Keiko, que llevaba un rato cabeceando sobre mi hombro.

Me levanté y pulsé la tecla para hablar mientras atravesaba el pasillo hasta la zona de conexión entre vagones. Tal como había supuesto, Cloe estaba al otro lado.

– ¿Todo bien? -me preguntó, recuperando la intimidad que había inaugurado en la anterior llamada-. Me tenías preocupada tras los últimos incidentes.

– Como mínimo sigo vivo, lo cual no es poco dadas las circunstancias. Pero he hecho grandes progresos en la investigación.

– ¿Ah, sí? Sorpréndeme.

– Sé lo que busca el jefe: una fotografía inédita de Himmler en Montserrat que fue tomada fuera del monasterio y nunca llegó a publicarse. También sé dónde encontrar esa reliquia, si es que no la han hecho desaparecer junto con la persona que la custodia.

– Bravo. Veo que la Fundación no se equivocó al depositar su confianza en ti.

– Aún no tengo la fotografía. De hecho, Takahashi me dijo antes de morir que yo debía negociar su precio. Pero ¿con qué dinero?

– Eso déjalo de nuestra cuenta. Tu misión es encontrar la fotografía, el resto será coser y cantar.

– No será tan sencillo cuando me habéis asignado un guardaespaldas -protesté.

– ¿Un guardaespaldas? No digas tonterías.

– Cloe, te rogaría que nos dejáramos de juegos. Tú misma planeaste que esa chica, Keiko, me recogiera con el Toyota Corolla.

– Sí -dijo tratando de ocultar su turbación-, pero su misión terminaba en Tokio. ¿Está en el tren contigo?

– ¡Pues claro! Ya te he dicho que es mi guardaespaldas.

– Leo, presta mucha atención a lo que voy a decirte: no te fíes de ella ni le entregues nada. Sobre todo no debe apoderarse de la fotografía. Ahora mismo no podemos saber para quién está trabajando, pero te aseguro que no lo hace para la Fundación.

– Pero entonces…

Tuve que cortar la llamada a media frase. Keiko había cruzado el pasillo y me miraba fijamente desde el otro lado del cristal.

12

Llegamos a Osaka pasadas las diez de la noche y nos alojamos en un hotel funcional cercano a la estación. Mi acompañante se ocupó de hacer la reserva, así que tuve que esperar hasta llegar a la planta once para saber dónde dormiría y en qué condiciones.

– Espero que no te importe compartir habitación con tu guardaespaldas -dijo con una sonrisa maliciosa en el ascensor de aluminio.

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