Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– Parece que todo el mundo quiere que salga de los lugares esta mañana -susurré-. Pero ahora no puedo: hay gente en la puerta.

– Lo sé -dijo para mi sorpresa-, por eso debes hacer lo que te digo. A la izquierda de la ventana hay una puerta metálica que da a la escalera de emergencia. Abajo te espera un Toyota Corolla.

Cuando corté la comunicación, el viejo ya venía hacia mí seguido de dos tipos trajeados de negro con cara de pocos amigos. Sin esperar más acontecimientos, me precipité sobre la puerta metálica, que se abría bajando una barra horizontal. Antes de que se cerrara a mis espaldas oí la voz quebrada del viejo, como si tratara de interceder a mi favor. Un segundo después, se escuchó un disparo.

Mientras volaba literalmente escaleras abajo, pude oír cómo los hombres de negro habían cruzado la puerta y bajaban a darme caza haciendo restallar las botas por las escaleras. No tenía duda de que en cuanto me tuvieran a tiro apretarían el gatillo, como habían hecho con el coleccionista.

Sin embargo, antes de que eso ocurriera, logré cruzar la puerta de la calle y salí dispuesto a pedir ayuda a gritos. Un coche rojo en doble fila con la puerta trasera abierta hizo que reservara mis fuerzas para la carrera final. En menos de dos segundos logré introducirme en el coche, que arrancó sin esperar a que cerrara la puerta.

Miré un momento atrás. Uno de los dos sicarios me escrutaba desde la puerta del edificio y se pasó el dedo índice de un lado a otro del cuello para indicarme que era hombre muerto.

9

Había tardado unos segundos en advertir que quien conducía era la japonesa andrógina del restaurante. Por efecto de la conmoción, había estado un buen rato mirando hacia atrás para comprobar si nos seguían, pero la intensidad del tráfico a aquella hora no parecía hacer viable una persecución.

Para corroborar esta impresión, la conductora dijo: -No te preocupes: el peligro ha pasado. Al menos por ahora.

La estudié unos segundos en silencio a través del espejo central. Efectivamente, era la muchacha del restaurante. El mono gris y la cabeza rapada al cero le daban desde la lejanía un aspecto amenazador, pero vista de cerca era tan femenina como cualquier otra chica de Tokio.

– ¿Trabajas para Cloe? -le pregunté mientras girábamos por una avenida igualmente atestada de coches y camiones.

– No exactamente. Digamos que las dos trabajamos para la Fundación, sólo que en mi caso es una colaboración puntual. Trabajo por mi cuenta.

– Dos fiambres en una sola mañana -dije aparentando una frialdad que no tenía-. ¿Te das cuenta de que éste puede ser tu último trabajo?

– Por mí no sufras -dijo mientras se encendía un cigarrillo corto y fino-. Y tampoco debes temer por tu vida. Ha habido un par de imprevistos, es cierto. Pero ahora lo tenemos todo bajo control. Estás protegido.

– ¡Y un cuerno! -me salió del alma- Llévame al hotel ahora mismo. Recogeré mi maleta y desapareceré para siempre. No diré nada a nadie de lo que ha sucedido, aunque de todos modos no me creerían.

– Ya he pensado en eso y tengo tu equipaje en el maletero. El hotel donde te has alojado no es el lugar más seguro para ti aquí y ahora. Lo entiendes, ¿no?

– Desde luego. Espero que podamos, al menos, llegar al aeropuerto sin sembrar el camino de cadáveres.

– No vamos al aeropuerto.

– ¿Cómo has dicho?

Estaba dispuesto a abrir la puerta del coche en el primer semáforo y bajar aunque tuviera que renunciar a mi equipaje. Pero ella había previsto esta reacción y dijo:

– Tampoco es un buen lugar para ti. Los cadáveres de los que hablas aún están calientes y el aeropuerto de Narita será un campo de minas ahora mismo. Hay que dejar pasar un poco tiempo, y sobre todo movernos. Mientras nos movamos estaremos a salvo.

– No me vengas con filosofías ahora. Si la Fundación ha decidido no dejarme marchar hasta que me haga con esa maldita foto, llévame hasta allí y acabemos de una vez.

– A eso he venido -replicó tras aspirar ruidosamente lo que quedaba de cigarrillo y expulsar el humo por la ventana entreabierta-. ¿Dónde es?

Le mostré las señas que me había dejado el coleccionista antes de pasar al mundo de los muertos.

– Umeda Sky… -dijo como si evocara un lugar mítico-. Eso está en Osaka. ¿Has viajado alguna vez en un tren bala?

Aparcamos el coche cerca de la estación central de Tokio, que es un enorme laberinto de pasillos, escaleras y hangares. Pero esta vez tenía a la mujer del mono gris que me orientaba entre la multitud. Yo corría un par de pasos por detrás de ella, que sorteaba los pasajeros con la gracilidad de una esquiadora de eslalon, y me costaba seguirle el ritmo.

Sin duda, antes de dedicarse a aquello -aún no tenía claro en qué consistía- había sido una buena gimnasta.

Nos detuvimos en un mostrador con varias azafatas que vendían billetes para el shinkansen, el tren que supera los 300 km por hora.

Mi acompañante se abalanzó sobre el primer mostrador vacío y dio rápidas instrucciones a la empleada, que imprimió dos billetes sin dejar de asentir a modo de reverencia.

– La misión sube de categoría -comenté irónico-, ahora tengo una guía local que me llevará por el buen camino. ¿O te han contratado para vigilar que no me escape?

– Soy tu guardaespaldas -dijo con una sonrisa de satisfacción-. La Fundación ha decidido que llegues vivo al final de esta historia.

– Y luego me liquidaréis, como a Takahashi o al coleccionista. ¿No te parece curioso que hayan muerto justo después de pasar la información?

– Eso lo puedes atribuir a la torpeza de nuestros enemigos, que siempre llegan demasiado tarde. No eres el único que quiere esa foto, ¿sabes? Por eso me pagan para protegerte.

– Debes de ser experta en artes marciales como mínimo -añadí con sorna-. ¿O vas armada? Por cierto, todavía no sé cuál es tu nombre.

– Me llamo Keiko. Fíjate en toda esta gente que corre a tomar su tren al aeropuerto, ¿te has fijado en que muchos llevan el mismo modelo de maleta?

– No me había dado cuenta -repuse sorprendido por el rápido cambio de tema-, pero me encantaría tomar ese tren.

– ¿Sabes por qué hay tantas iguales? -prosiguió ella-. Porque los japoneses no compran maletas, las alquilan. Como la mayoría sólo viajan una vez o dos en la vida, les tiene más cuenta. Además, aquí los apartamentos son tan pequeños que no les cabría en casa. -Por primera vez miré a mi guardaespaldas con cierta ternura. Aunque el pelo rapado le confiriera un estilo marcial, los temas de conversación eran propios de una chica joven, veintipocos años en todo caso, que se entusiasma con las anécdotas y curiosidades-. Pero no nos durmamos -concluyó-. El sbinkansen a Osaka sale en diez minutos.

10

Segundos antes de la partida, los pasajeros corrieron a los quioscos del andén para proveerse de platos preparados para el viaje, presumiblemente porque eran más baratos que el catering de a bordo. Yo mismo me procuré una bandeja de sushi, porque llevaba sin probar bocado desde la mañana. Cuando el shinkansen arrancó, experimenté la ilusión de que dejaba en Tokio todas las calamidades que me habían perseguido hasta el momento, incluyendo las dos muertes que habían acaecido en mi opaca investigación. Acostumbrado al trabajo gris del periodista, desconocía aún que los muertos siempre acaban regresando.

A medida que adquiríamos velocidad, los bloques de Tokio parecían sombras fantasmales que pudieran desintegrarse en cualquier momento. Yo mismo me sentía como un espíritu obligado a vivir una existencia que no era la mía, a merced de los caprichos de unos contendientes que no llegaban a manifestarse. Que la enigmática Keiko estuviera sentada a mi lado no hacía más que confirmar que me hallaba inmerso en un juego del que desconocía las reglas.

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