– Me alegra saberlo, pero ahora tengo trabajo. Si me disculpa…
– Su actitud es de una descortesía insultante -dije ya fuera de mis casillas-. Podría hacer una excepción, sabiendo que soy extranjero y no voy a tener más oportunidades de venir por aquí.
– La estoy haciendo -dijo obstinada-, porque mi obligación sería llamar a seguridad y hacer que le echen de aquí a patadas.
Y volvió sin más a sus fichas, mientras yo salía del recinto dando un portazo que hizo levantar varias cabezas de sus mesas.
A las nueve de la noche llegué con mis mejores prendas -dentro de lo que permitía mi maleta- al Gran Café, un restaurante centenario de la calle Avinyó. Al parecer, Picasso había estudiado en la Escuela de Bellas Artes a pocos metros de allí.
Estaba muy lleno para ser un lunes por la noche, lo cual -gastronómicamente hablando- era una buena señal.
Nada más cruzar la puerta vi que Cloe se me había anticipado y ocupaba una mesa junto a un ventanal. Leía un grueso libro bajo la luz de las velas.
Me acerqué sigilosamente para poder observarla antes de ser detectado.
Ésa era una costumbre que había adquirido en mis tiempos de instituto, cuando me sentaba detrás de la chica que me gustaba para poder contemplarla a placer, aunque sólo fuera la nuca y los hombros.
Cloe estaba de frente, en este caso, pero se hallaba tan ensimismada en la lectura que no se dio cuenta de mi llegada. Volvía a llevar el pelo recogido en una cola y en el perchero colgaba el abrigo largo de cuero que había lucido la primera vez en el aeropuerto.
Al ocupar mi silla me advirtió y dejó sobre la mesa el libro, que se titulaba La mort de Venus.
– ¿Qué lees? -le pregunté mientras entregaba mi americana a un camarero.
– Una novela de fantasmas -confesó un poco incómoda, como si la hubiera cazado en una actividad clandestina.
– Últimamente me está interesando el tema -dije pensando en las fotografías de Himmler, un muerto que tanta influencia parecía tener ahora en el mundo de los vivos.
– Si quieres te traduzco algo, pero tendrás que elegir tú el pasaje. Un compañero de estudios de París siempre me decía que si abres un libro al azar te encontrarás con un mensaje que necesitas saber.
– Me gustan estos juegos -dije arrebatándole el libro, al que di varias vueltas antes de abrirlo con los ojos cerrados y marcar un pasaje con el dedo índice-. Voilá!
Cloe retiró con suavidad el libro y fijó sus ojos esmeralda en el pasaje seleccionado. Acto seguido, leyó con voz muy serena:
Lola comprendió que en aquel preciso instante había terminado algo. Pero también, con gran sorpresa, que otra cosa estaba a punto de comenzar. Y se dejó llevar mansamente hacia una luz que parecía cercana y lejana al mismo tiempo, y que brillaba, hermosa, con una intensidad sobrenatural.
Luego cerró el libro y me miró expectante antes de preguntar:
– ¿Cuál es el mensaje?
– No lo sé -admití-, porque sin conocer el contexto este pasaje resulta ambiguo. Puede tratarse de una experiencia mística o de la muerte. Me ha hecho pensar en ese túnel con una luz al final del que hablan los que han estado en coma.
– La muerte es una experiencia mística -dijo Cloe-. Pero te has quedado sólo con la segunda parte del párrafo. ¿Qué me dices de la primera?
Viajé mentalmente hacia ese pasaje apelando a mi capacidad de retentiva. Luego resumí:
– Una mujer comprende que algo ha terminado, pero también descubre que algo está a punto de empezar.
– Muy bien.
– Puesto que el pasaje elegido al azar me atañe personalmente -dije como un alumno aplicado-, supongo que esta mujer eres tú. ¿Qué ha terminado? ¿Mi fase de iniciación?
– Es posible -dijo con una sonrisa enigmática.
– Y lo que es más interesante -continué"-, ¿qué está a punto de empezar?
En aquel momento, Cloe llamó al camarero y dijo:
– De momento empezaremos por un buen vino. Luego veremos.
La cena transcurrió bajo una extraña calma, como si algo terrible se ocultara tras un velo de voluptuosidad. A medida que avanzaba la noche me daba cuenta de que aquella mujer ejercía un poder indescriptible sobre mí. Con la desdichada Keiko había sentido -apenas tres días antes- una mezcla de ternura y atracción que con el tiempo podría haberse convertido en amor. En cambio, la fascinación que ejercía Cloe en mí era como la que sientes cuando un precipicio se abre bajo tus pies. Sabes que en el fondo te espera la muerte -con luz brillante o sin ella-, pero aun así el abismo te atrae a su seno.
Por todo esto, casi me alegré cuando encontré un punto para reconducir la conversación al negocio que me había traído hasta allí. Cloe me había pedido que le hablara de Ingrid.
– Déjame decirte algo antes -dije repentinamente tenso-. Al principio me tranquilizó saber que ella está ahora con su madre, pero no me gusta la manera como ha llegado hasta allí.
– ¿Qué quieres decir?
– No me gusta que Ingrid esté controlada por la Fundación. Pensar que teníais más información sobre ella que yo mismo me resulta inquietante. De hecho, aún no entiendo cómo lograsteis localizarla en esa maldita escuela de circo. Y tengo que aclarar con ella cómo se rompió la pierna.
– ¿Estás insinuando que le podríamos hacer daño? -repuso Cloe aparentemente molesta-. ¿Crees que le pasaría algo si te salieras del guión, por decirlo de algún modo?
Aquellas preguntas, que eran amenazas disfrazadas, sofocaron de golpe la llama de deseo que había ardido en mí durante toda la cena.
– No estoy insinuando nada -contraataqué-, pero quiero que sepas que si algo le sucede a mi hija, voy a salir de este mundo llevándome a alguien por delante.
– Yo, por ejemplo -dijo sin mostrar el menor miedo.
– Sólo quiero dejar clara una cosa: mi hija debe quedar al margen de todo esto, ¿entendido?
– Perfectamente, por lo que respecta a la Fundación, aunque sólo te hemos liberado de una preocupación para que te centres en el trabajo. Pero piensa que el futuro de Ingrid, como el de todo el mundo, depende también del secreto de Montserrat.
– Creo que dais una importancia excesiva a lo que pudiera esconder Himmler ahí arriba -dije más tranquilo tras haber expresado mis dudas-. Ese objeto de poder no pasará de ser una curiosidad para los historiadores, aunque en una subasta pueda valer una fortuna. ¿Es eso lo que buscáis?
– La Fundación no necesita vender baratijas nazis en una subasta. Tiene sus propios medios de subsistencia.
– Entonces se trata del síndrome persecutorio que afecta a los judíos desde el Holocausto.
– Mide tus palabras -me advirtió Cloe-. Hablas como los negacionistas que cuestionan Auschwitz. ¿Sabes que en Alemania eso es motivo de cárcel?
– No estoy cuestionando nada -me defendí-. Simplemente, me resisto a pensar que el arma secreta de Hitler haya estado guardada impunemente durante casi setenta años. En cualquier caso, sea lo que sea, dudo que a día de hoy represente una amenaza.
– Esperemos que no, Leo -dijo Cloe cubriendo repentinamente mi mano con la suya-. Pero nuestra obligación es comprobarlo.
– Comprobarlo… -repetí sofocado al sentir el contacto de su piel-. Por tu manera de hablar, parece que ya sepáis lo que ocultó Himmler. ¿Trabajáis con una hipótesis? Tal vez Hitler no murió, como cuenta la leyenda, y se oculta bajo el hábito de un monje de Montserrat. Aunque en ese caso sería inofensivo, porque tendría unos ciento veinte años.
– No vas desencaminado -dijo apartando la mano con una sonrisa, tras lo que pude volver a respirar-. Nuestra hipótesis, como bien has adivinado, es que Hitler sigue vivo, pero no de la manera que crees.
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