Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– Su esposa lo ha estado esperando en su habitación hasta hace unos minutos -dijo servicial-, pero ha tenido que irse.

Tras el sobresalto inicial que me produjo esta noticia, me encontraba demasiado cansado para dar una vuelta de tuerca más a aquella farsa, así que repliqué severo:

– No era mi esposa. Vengo de cenar con ella.

– Pero…

– Nada de peros -le corté-, no debería haberla dejado pasar. ¿Le ha mostrado su documentación acaso? ¿Qué le ha hecho pensar que se trataba de la señora Yahalom?

– Estoy abrumado -dijo el empleado-. Lo cierto es que su esposa realizó la reserva por teléfono y no tuve ocasión de verla, pero la señorita parecía tan…

– ¿Tan qué?

– Quiero decir que parecía una señora con mucha clase, no una vulgar ladrona.

– ¿Puede describírmela? -dije sin aflojar.

– Era una mujer alta de aspecto nórdico: rubia con el pelo corto. Vestía de Burberrys, creo. Por eso no pensaba…

– No piense y siga: quiero más datos sobre la mujer que ha entrado en mi habitación.

– Tenía algo muy particular -continuó entre ofuscado e intimidado por mi interrogatorio-, me he dado cuenta cuando se ha acercado al mostrador a recoger la llave.

– ¿Qué era?

– Sus ojos. Primero me han parecido azules, pero al acercarse he visto que tenía uno de cada color: uno azul y otro gris. Ahora que lo dice -añadió súbitamente animado-, este dato puede ser significativo para la denuncia. No debe de haber muchas delincuentes así. En cualquier caso, el hotel le abonará el valor de lo sustraído.

– Hagamos un trato -dije tomando las riendas del asunto-. Yo no informaré a la dirección del hotel de su torpeza y usted no mete a la policía en esto, ¿de acuerdo? De cualquier modo, no había nada que robar excepto mi ropa sucia. Lo llevo todo encima.

– ¿No quiere presentar denuncia? -preguntó asombrado.

– Le contaré un secreto -repuse con una seguridad que me sorprendió a mí mismo, mientras comprobaba que nadie nos escuchaba.

El recepcionista se acercó temeroso de que le acabara metiendo en un lío. Pero yo tenía la historia idónea para reconducir la situación a los lugares comunes:

– Lo cierto es que tengo una amante que responde a esa descripción. Por eso se lo he pedido. En mis viajes hago que se pase por mi esposa para no levantar suspicacias, ¿me entiende? Por lo tanto, no ha habido ningún robo. Ahora que sabemos que es ella, podemos estar tranquilos.

– Entonces hice bien entregándole la llave -dijo el recepcionista pasmado.

– Sí, pero no vuelva a entregársela. Mi esposa está al caer y no quiero que me pille con las manos en la masa, ¿entiende? Es extremadamente celosa.

– Entiendo -dijo, pero por su mirada supe que no entendía absolutamente nada.

Bordé mi papel de cretino poniendo un billete de cincuenta euros sobre la mesa antes de soltar el colofón:

– Esto es por las molestias.

Al abrir la puerta de la habitación, me di cuenta de que la supuesta amante con la que estaba dando el salto a Cloe, mi esposa, se había empleado a fondo en la tarea de desbaratar la habitación. Toda mi ropa estaba por los suelos, así como las sábanas e incluso el colchón.

Mientras recogía mis cosas tratando de no alarmarme, me preguntaba a qué facción debía de pertenecer la rubia con un ojo de cada color. También me preguntaba si era sensato permanecer en la habitación, ahora que había sido detectado y después de que Cloe se cargara al motorista.

Puesto que ambas cosas habían sucedido al mismo tiempo, mi deducción era que se trataba de grupos distintos. Prosiguiendo con mis cabalas, para tranquilizarme estimé que los motoristas eran esbirros del Cuarto Reino y la dama bicolor -como la llamaría a partir de ahora-, una agente de la facción a la que pertenecía Keiko, cuya misión parecía ser publicar la fotografía en la prensa.

Muy acertadamente, no había volcado la imagen en el ordenador de la habitación y seguía recluida en el chip de mi cámara, que no se había movido de mi bolsillo.

Me dije que era improbable que volvieran a venir si no habían encontrado nada. Por otra parte, deduje que los del Cuarto Reino habían seguido a Cloe desde su alojamiento, pues de lo contrario ya me habrían liquidado allí mismo.

Equivocado o no, me apoyé en estas deducciones tranquilizadoras para acostarme y dormir, tal vez para siempre.

8

Amanecí con la sorpresa de estar vivo y con la convicción de que si nada había sucedido a lo largo de la noche, no había que esperar más problemas hasta que llegara el temido viaje a Montserrat.

Sin duda me movía en un terreno fangoso, pero mi intuición me decía que aún no había llegado mi momento de ser borrado del mapa. Tal vez interesara incluso a las tres partes que yo siguiera dando palos de ciego, mientras la gente a mi alrededor caían como moscas.

Habían tenido más de una ocasión para matarme, pero seguía en pie. Eso me infundía ánimos.

Mientras desayunaba en la cafetería del hotel, jugué a suponer qué razones podía tener cada una de las facciones para mantenerme en el juego. Cloe podía ser una criminal, pero parecía confiar en mí. Por otra parte, Keiko me había salvado la vida en el Umeda Sky. La parte opaca de este asunto estaba del lado del Cuarto Reino.

Al tomar mi segundo café con leche tuve una revelación en forma de pregunta: ¿y si el Cuarto Reino no había logrado dar con el grial o arma secreta?

Teóricamente, custodiaban algo ocultado por Himmler, pero por prevención el escondrijo debía de estar sólo en conocimiento del eslabón más alto de la logia. Si éste moría o lo quitaban de en medio, se verían obligados a buscar algo que les pertenecía como si fueran los propios usurpadores. En estas circunstancias, a la logia podía interesarle que un advenedizo como yo pusiera todos sus esfuerzos en hallar el objeto de poder. Una vez encontrado, me convertiría en un cadáver andante.

Angustiado por estas lúgubres predicciones, tomé un periódico local para distraerme mientras pensaba lo que haría a continuación. Aunque no entendía demasiado los titulares, por la fotografía de portada comprendí que hablaba del cambio climático y sus efectos catastróficos.

Mientras sostenía el periódico en las manos, de repente recordé el juego que Cloe me había propuesto en el restaurante.

«Si abres el periódico al azar, encontrarás lo que necesitas saber», me dije mientras pasaba las hojas con los ojos cerrados. Tal como había hecho con la novela, dejé que mi dedo aterrizara arbitrariamente entre el espeso bosque de noticias.

Al abrir los ojos vi que había acertado de pleno en un pequeño recuadro que anunciaba una exposición titulada: «Gérard Roses: el alma del cartón». Divertido por lo enigmático de la propuesta, salí del hotel dispuesto a pasarme por allí mientras aguardaba acontecimientos.

La galería donde se celebraba la exposición resultó estar sorprendentemente cerca del Gran Café, lo que me hizo pensar que tal vez no había sido tan absurda la elección de mi dedo índice.

Aunque de dimensiones modestas, la sala ocupaba un local con varios siglos de antigüedad, a juzgar por el bello arco de piedra de la entrada. Aquel martes por la mañana estaba vacío, lo que hizo que me sintiera como un forastero merodeador.

La exposición reunía una docena de cuadros de gran formato pintados sobre cartón de embalar. Al acercarme a la imagen idílica de una playa vi que el artista trabajaba con relieves; es decir, pegando diferentes capas de cartón para dar volumen a las figuras.

Con el lánguido adagio de Barber de fondo, me paseé un rato entre aquellas obras, que destilaban un placer de vivir que yo había perdido hacía tiempo. La mayoría eran paisajes o escenas bucólicas con gente pasándolo en grande, lo que sólo logró acentuar mi depresión.

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