Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Contrariamente a lo que me esperaba -que se levantara ofendida y me dejara en paz-, la treintañera provocadora estalló a reír. Ya me temía un contraataque dialéctico por su parte, cuando dijo:

– Eso ha estado bien. Tanto que estoy tentada de invitarte a un café para seguir peleándome contigo.

– Jamás lo permitiría -dije, dispuesto a seguirle el juego-. Soy un caballero norteamericano que necesita invitar a las mujeres para sentirse importante.

– Como quieras, entonces -sonrió divertida-. Te acepto ese café. ¿En tu mesa o en la mía?

– Tendrá que ser en la mía, porque las mañanas que no hago pilates el lumbago no me deja moverme. Tengo la espalda tiesa como una plancha de surf.

A la bibliotecaria pareció encantarle la broma, ya que abandonó inmediatamente su mesa y se sentó junto a mí, mientras decía:

– Me llamo Aina, ¿y tú?

– Leo. Por cierto, tienes una bonita forma de hacer amigos -dije súbitamente relajado.

– Tú tampoco eres manco. Entraste en la biblioteca como un elefante en una cacharrería. Y sigues en la misma línea.

– ¿Por qué lo dices?

– Cuando una chica te dice su nombre debes saludarla con dos besos. ¿No lo sabías?

– Eso tiene fácil arreglo -dije justo antes de rozar con los labios sus mejillas pecosas-. Pero deja de chincharme y pidamos ese café.

La conversación siguió en un tono sorprendentemente agradable, sobre todo a partir del momento que le conté mi filiación con Barcelona, como si eso me hiciera menos norteamericano y estúpido, y más digno de ser iniciado en la cultura ancestral que había perdido.

En un momento de la charla le pregunté:

– ¿No te parece extraño que nos hayamos encontrado dos veces en menos de 24 horas?

– Eso en Barcelona ocurre constantemente -explicó Aina-. La ciudad ocupa en realidad un espacio bastante pequeño, porque está encerrada entre el mar y la montaña. Eso hace que no sea raro cruzarte con gente que conoces cuando sales.

– Hablando de montañas, necesito documentación sobre Montserrat para un artículo que debo escribir -mentí-. ¿Crees que puedo encontrar algo en inglés que merezca la pena?

– Dime lo que buscas y miraré qué puedo conseguirte.

Antes de responder a lo que era una propuesta de colaboración en toda regla, calculé hasta dónde podía llegar para no levantar sospechas sobre mis actividades. Finalmente dije:

– Me interesa la historia contemporánea de la montaña y el monasterio.

– ¿Qué quieres decir con contemporánea?

– Desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Aina me miró a través de sus gafas con una curiosidad mal disimulada. Desde que habíamos roto el hielo, la encontraba mucho más guapa, aunque la ropa que llevaba no ayudaba demasiado a realzar su atractivo.

– Vamos a repartirnos el trabajo -propuso de repente-, tú visitas la librería que tiene la abadía de Montserrat en Barcelona y yo buscaré en la biblioteca algunos artículos que te sirvan, ¿de acuerdo?

– Genial. Tendré que pagarte por ese trabajo.

– Te va a salir caro -dijo con una mueca maliciosa-. De momento, puedes esperarme a las ocho en el Ateneo barcelonés. Es mi hora de salida. Pero en la puerta de la calle, ¿está claro?

– Clarísimo -repuse con la lección aprendida-. No soy socio y tengo la entrada vetada.

– Así me gusta.

Y me imprimió un beso en la mejilla antes de dejarme sentado en el café.

Pedí otra cerveza con limón para disolver mis dudas, pues sospechaba que la entrada de Aina en escena sólo lograría aumentar el nivel de complicación de todo aquel asunto.

11

Mientras me perdía deliberadamente por los callejones del puerto -como hubiera hecho en mi adolescencia tras conocer a una chica interesante-, me dije que Cloe se hubiera puesto histérica de saber que me había buscado una ayudante, aunque no le hubiera revelado detalle alguno sobre la misión.

Sólo me tranquilizaba pensar que, tras el incidente con las motos -un eufemismo de asesinato-, lo más probable es que hubiera salido de la circulación por un buen tiempo.

Hasta aquel momento había intentado apartar de mi cabeza aquel episodio, aunque lo cierto es que Cloe añadía cada vez más preguntas a mi confusión. ¿De dónde había salido esa mujer? ¿Quién diablos dirigía esa fundación? ¿Qué otras personas había detrás?

Ni siquiera tenía clara mi propia opinión sobre ella. ¿Era una criminal o sólo había actuado para protegerme? ¿Qué se puede pensar de alguien va por el mundo con una moto de gran cilindrada y una pistola con silenciador?

La guerra encubierta a la que había asistido en Japón y ahora en Barcelona me decía que la visita de Himmler a Montserrat era mucho más que el sueño de un visionario buscador del grial.

Tras lo vivido hasta el momento, tenía mil razones para hacer las maletas y, sin avisar a nadie, regresar a California para siempre jamás; volver a la plácida rutina con la seguridad de que el día de hoy va a ser más o menos igual que el de ayer y no muy diferente al de mañana.

Pero por primera vez desde que había iniciado la investigación me sentía íntimamente vinculado a la misión. Había algo en esas montañas que me atraía irresistiblemente, aun sabiendo que cada paso que daba me metía un poco más en la boca del lobo.

Esta reflexión hizo que decidiera volver a visitar al pintor de cartones para charlar sobre el cuadro. Puesto que no tardaría en subir a Montserrat, quería tomar nota del punto exacto en el que caía aquel revelador rayo de sol.

Cuando llegué a la galería, el pintor ya estaba cerrando los portones de madera de la puerta principal. Me saludó muy efusivo, levantando el brazo.

– Debería pasar más a menudo por aquí -exclamó-. Me trae suerte.

– Creo que usted es el único que piensa así -dije haciendo balance de los últimos días-. Por cierto, ¿por qué lo dice?

– He vendido un cuadro diez minutos después de su visita de esta mañana.

– ¿Qué cuadro? -pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

– El de Montserrat. Y era uno de los más caros.

– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí colgado?

– Un año.

Instintivamente, miré a ambos lados de la calle, que en aquel momento estaba desierta. No necesitaba saber más para adivinar que, por la mañana, alguien me había seguido hasta la galería y había entrado detrás de mí. Tal vez ese alguien se alojaba en mi propio hotel y estaba al corriente de todos mis movimientos. Sin duda era la misma persona que había comprado el cuadro, bien porque le interesaba o bien porque quería apartarlo de otras miradas.

– Es una lástima, porque venía con la intención de llevármelo -mentí-. ¿Cómo era la persona que lo ha comprado?

El pintor me miró con estupefacción a través de sus gafas de concha. Luego se pasó la mano por la cabellera gris y dijo:

– Siempre me pasa lo mismo, basta con que venda un cuadro para que otras personas se interesen por él. Debe ser el destino humano: querer lo que no podemos tener. ¿Por qué le interesa saber cómo era el comprador?

– ¿Era un hombre?

– Sí, un alemán, algo más joven que usted.

– Pero, ¿qué aspecto tenía?

– De alemán. Los reconozco enseguida, porque mi esposa es de Hamburgo.

– Esa descripción es un poco vaga.

– ¿Qué más quiere que le diga? Un tipo rubio y bien plantado. Vestía como un dandi. Tampoco es tan raro en la gente que compra arte. Éste, además, era simpático: incluso hablaba en catalán -en este punto el pintor empezó a perder la paciencia-. ¿Quiere ver otra vez los otros cuadros? Tal vez encuentre otro que le guste.

– Gracias, pero soy de estos que usted dice: quiero lo que no puedo tener. Sólo una pregunta y le dejo en paz. ¿Dónde daba el rayo de sol que caía sobre el macizo? Caía entre dos montañas, una de ellas alta y…

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