Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– Prueba a ver.

– Aina, estoy metido en un asunto muy sucio, no puedes imaginar hasta qué punto. Es algo que debo solucionar solo, porque los que caminan a mi lado traspasan la puerta al otro mundo con una rapidez alarmante.

– Creo que ésta es la excusa más patética que he oído en mi vida.

Dicho esto, se levantó indignada y abandonó el restaurante a grandes zancadas sin ni siquiera mirar atrás.

15

Lo único bueno de la escena que acababa de vivir era que, de camino al hotel, pude dejar de pensar en la investigación y sus catástrofes. Tal vez por eso de que deseamos lo que ya no podemos tener, de repente Aina me parecía una criatura deliciosa que me hubiera gustado estrechar en mis brazos.

Sin novedad en la recepción ni en la habitación, me tumbé en la cama con el placer de estar viviendo una normalidad donde lo más raro era que un hombre se negara a acostarse con una chica guapa. Con este sentimiento agridulce, finalmente me dormí.

Por efecto del alcohol, que activa un despertador en nuestro interior al cabo de cuatro horas, me desvelé con la primera luz de la mañana. Pese al doble cristal de las ventanas, un suave rumor de tráfico me dijo que la ciudad se había puesto en marcha otra vez.

Con un poco de esfuerzo habría logrado volver a dormirme y mantenerme en el limbo hasta el mediodía, pero había algo aún por definir que me lo impedía. Sentía que se había producido un cambio en la habitación mientras dormía, aunque no acertaba a saber qué era. Algo que no había estado y que de repente estaba allí.

Cerré los ojos para potenciar mis sentidos, que parecían concentrar sus energías en las fosas nasales. Eso era: un olor. Aspiré profundamente y me llegó un aroma conocido de especias con notas dulces. Cuando acabé de procesar la información, me incorporé con terror.

Cloe estaba en la habitación.

Como una aparición, de repente la vi sentada en el sillón junto a la ventana. Llevaba un sedoso vestido rojo y apoyaba los pies descalzos sobre la mesita.

Entendí que llevaba tiempo en la habitación y vigilaba desde allí mi sueño. Pese a la voluptuosidad de aquella visión, había algo terrible en esa escena que me puso en alerta.

– Podrías haber llamado antes de entrar -dije desde debajo de las sábanas, porque dormía desnudo como era mi costumbre.

Sin siquiera dignarse mirarme, Cloe respondió:

– Tu esposa ha hecho uso de la llave de su habitación.

Entendí que estaba furiosa y que muy probablemente tenía conocimiento de mi cita con la biblioteca-ria. Sin embargo, yo no estaba dispuesto a presentar ningún tipo de excusas, así que me limité a decir:

– Supongo que el recepcionista te ha pedido la documentación para darte la llave. Últimamente se cuela gente en mi habitación que se hace pasar por mi esposa.

– Deja de hacerte el gracioso y explícame qué hacías ayer con Aina García, que trabaja en el Ateneo barcelonés y vive en un estudio de Diagonal Mar. ¿Quieres que te dé más datos?

– No es necesario, pero te ruego que no metas a Aina en esto.

Cloe se giró hacia mí por primera vez en la conversación. Lo hizo con todo su cuerpo.

– Por favor, Leo, eres quien la ha metido en esto. Por lo tanto, tendrás que ayudarme a buscar una solución.

– Eso ha sonado a solución final.

– No podemos permitir que circule por ahí difundiendo lo que hacemos -dijo-. Tú le has puesto la soga al cuello.

– Puedes olvidarte de Aina García -dije tratando de ocultar mi inquietud-. No sabe nada de ti, ni de la Fundación, ni de la fotografía inédita de Himmler. Sólo le he pedido periódicos de la época. Piensa que soy un turista metido a Indiana Jones de pacotilla. No tiene ni puñetera idea de lo que llevamos entre manos.

El uso del tiempo verbal «llevamos», primera persona de plural, había sido deliberado. Con ello quería transmitirle a Cloe -aunque sólo fuera un ardid para salvar a mi fallida seductora- mi complicidad con la Fundación, a la que me unía ciegamente en acción y pensamiento.

Al parecer había surtido efecto, ya que Cloe se levantó del sillón y, caminando lentamente hacia mi cama, dijo:

– Tu conducta ha sido muy poco profesional, ¿lo reconoces?

– Sí, pero no sucederá más.

No podía bajarme más los pantalones. Sobre todo teniendo en cuenta que estaba desnudo y Cloe se había sentado ahora en el borde de la cama, desde donde me miraba con preocupación como a un niño travieso.

Me hubiera bastado con alargar el brazo para tomarla por la cintura y arrastrarla bajo las sábanas. Pero eso también habría sido poco profesional, así que me limité a adoptar el aire de resignación de un interno de hospital al que visita su enfermera favorita.

Cloe me miraba desde el borde de la cama, mientras su rodilla bellamente formada escapaba de la fina seda roja del vestido.

Yo empezaba a entender su psicología, y aquella provocación -estaba seguro de que no sucedería nada- era sólo un castigo. Quería hacerme sufrir por haberme salido del guión, con el agravante de que había habido otra mujer por medio.

Reuní fuerzas, dispuesto a repeler el ataque sensual.

Cloe apretó levemente sus labios carnosos y se pasó la mano por la melena suelta antes de decir.

– ¿Te has fijado en que de Leo a Cloe sólo hay una C de diferencia?

– Es verdad -dije cohibido-'. ¿Tendrá un significado? Tal vez en la consonante que nos separa esté la respuesta. C de coincidencia.

Cloe sonrió para sus adentros antes de decir:

– C de cuentista.

– C de calculadora -me defendí.

Para añadir más leña al juego, Cloe se inclinó sobre mí como una gata y clavó los codos a lado y lado de mi cuerpo. Un efecto buscado para que pudiera ver a través de su escote unos pechos formidables, apenas contenidos en un sujetador negro.

– C de cruel -dije sin aliento.

– C de caso -concluyó mientras bajaba de la cama y, ya de pie, se alisaba el vestido, repentinamente seria-. Te espero abajo. Sales ya hacia Montserrat.

16

Mientras Cloe conducía el coche de alquiler hacia la estación, me dije que ni en mil años llegaría a conocerla. Había saltado del castigo erótico a una fría exposición de los detalles prácticos sobre mi misión.

– Tienes una celda reservada bajo otro nombre -dijo al girar por la Gran Vía en dirección a Plaza España-. Así te mantendrás un tiempo en el anonimato. Te aconsejo que acudas a los oficios, visites la Virgen y todo eso que hacen los peregrinos.

Mientras la escuchaba, sostenía un sobre con mi nueva identidad y los últimos pagos que me adeudaba la Fundación.

– ¿Cómo sabes que no huiré de noche montaña abajo, como un ladrón?

– Pese a tu torpeza, seguimos confiando en ti. Además, sabes que el premio gordo está al final del camino.

No le pedí que me concretara esto último, que podía significar mucho más dinero o la gloria de salvar el mundo de un peligro que no acertaba a adivinar. También podía ser la promesa de una noche con Cloe.

Para apartar este pensamiento turbador de mi cabeza, le recriminé:

– Si me hubieras consultado antes te hubiera pedido que reservaras la celda donde se alojó Fleming Nolte. Por cierto, nunca hemos hablado de él.

Dicho esto, saqué el recorte del periódico suizo y lo puse en el salpicadero para que lo viera. Cloe sonrió tenuemente y, tras echar una breve mirada a la fotografía amarillenta, declaró:

– Te he reservado la celda de Nolte. Nunca hubiera pasado por alto una oportunidad así.

– ¿ Oportunidad?

– Tenemos motivos para pensar que tu amigo Fleming descubrió algo importante antes de que lo asesinaran. Por eso te hemos asignado su celda. Cualquier rastro suyo puede llevarte al grial.

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