– A todo el mundo puede pasarle -dije achispado por la cerveza-, incluso a Himmler.
– Fuentes no oficiales de la época -prosiguió Ama- aseguraron que en la cartera de Himmler había justamente un plano con el lugar exacto donde había estado el grial. Al quedarse sin este mapa, la visita a Montserrat no sirvió de nada. Fue una simple pantomima. ¿Qué te parece?
– Es un buen dato, pero hay que tomarlo con pinzas. En todo lo relativo al grial hay muchas habladurías sin ningún tipo de base. Necesito documentos fiables para empezar por algo.
– También he conseguido ese tipo de información, pero te va a salir cara, ya te avisé.
– ¿Cuál es el precio?
– Una cena en el Hotel Neri. Está en una pequeña plaza detrás de la catedral.
– ¿Por qué allí precisamente? -pregunté intrigado.
– Allí se alojó John Malkovich cuando vino a dirigir una obra de teatro en Barcelona.
– ¿Y sólo por eso hay que cenar ahí?
– Es mi amor platónico -dijo desinhibida, con espuma de cerveza en los labios.
– ¿No eres un poco mayorcita para amores platónicos? ¿Qué edad tienes? ¿Y qué tengo que ver yo con John Malkovich?
Aina clavó sus enormes ojos marrones en los míos, como si estuviera dudando de si debía enfadarse o no. Finalmente dijo:
– Contestaré a tus tres preguntas. Uno: nunca se es mayor para amores platónicos o de cualquier especie. Dos: tengo la edad de Cristo crucificado. Tres: no te pareces en nada a John Malkovich, pero tienes una gran ventaja respecto a él.
– ¿A sí? -pregunté sorprendido-. ¿Cuál es?
– Estás aquí.
El restaurante del Hotel Neri resultó ser un local de decoración cuidada -tirando a austera-, pero sin estridencias, muy propio del diseño catalán, donde el buen gusto priva sobre el golpe de efecto con fecha de caducidad.
Al ver la carta entendí que aquella cena iba a suponer un buen sablazo a mi cartera, así que pedí a Aina que me entregara la información fiable de la que me había hablado.
Ella puso una portada de periódico sobre la mesa y dijo:
– He fotocopiado La Vanguardia del día de la visita de Himmler. ¿Quieres saber lo que pone?
– No puedo esperar al primer plato para saberlo -bromeé.
Acto seguido, Aina leyó la noticia con el titular «S. E. Heinrich Himmler visita Barcelona» y empezó a traducir al inglés la letra pequeña:
Visita al monasterio de Montserrat
A las tres y media, terminado el almuerzo, el ilustre huésped salió, en automóvil, para Montserrat, acompañado de todos los asistentes al ágape.
En Montserrat visitó con todo detenimiento el Monasterio, y admiró las bellezas del paisaje, singularmente las que se divisan desde el funicular aéreo, en el que subió al pico de San Jerónimo.
El Reichführer y las personalidades alemanas que integran su séquito regresaron de la excursión muy satisfechos, para asistir a la recepción que en honor del primero dio el cónsul general de Alemania en su residencia.
Bajo esta noticia, en la misma portada de La Vanguardia Aina tradujo otro titular: «Presencia de España en el nuevo orden de Europa. El Canciller Hitier y el Generalísimo Franco celebran una entrevista en la frontera hispanofrancesa».
– ¿Qué te parece? -me preguntó Aina mientras nos servían un vino blanco helado.
– Esto del nuevo orden de Europa me suena a otro nuevo orden que cierto presidente americano quiso imponer hasta que le salió el tiro por la culata. Moraleja: no puede existir un nuevo orden, porque los seres humanos somos muy poco originales en esto de ejercer la tiranía. Como mucho, habrá nuevas órdenes.
– Muy bueno el juego de palabras -dijo Aina mientras brindaba con mi copa, que estaba intacta sobre la mesa-, pero me refería a la noticia sobre la excursión de Himmler.
– No me merece mucho crédito -dije sin intención de revelar la cuestión de la fotografía-. Primeramente, tengo entendido que Himmler no tenía ningún interés en visitar el monasterio, y menos aún con detenimiento.
– ¡Sí que has empollado! -rió.
– Por lo que respecta a esa visita de Himmler -dije después de catar el vino blanco-, yo empiezo a dudar de todo.
– Tal vez podríamos subir allí, a sanloquesea, y seguir el rastro de Himmler. Aunque estoy segura de que el único grial que estuvo en sus manos sería alguna copa que utilizó de cenicero.
Cerró estas palabras con un nuevo brindis, esta vez a dos manos. Afortunadamente justo entonces el camarero vino a servir los primeros y pude eludir su propuesta.
Estaba visto que, por algún tipo de miopía inexplicable -aparentemente no teníamos nada en común-, Aina se había fijado en mí. Esta certeza me había servido para reconducir la conversación, pero pronto entendí que debía ponerme en guardia.
Lo cierto es que ella también me iba gustando a medida que la conocía, tal vez justamente por lo distintos que éramos. No obstante, por todo lo que había sucedido, no podía permitirme liarme con una bibliotecaria dicharachera. Eso equivaldría a ponerla en el disparadero, tal vez incluso de las tres facciones.
Asumido esto, la primera insinuación por parte de ella no se hizo esperar:
– No llevas anillo.
– Correcto -respondí-. Lo hice fundir cuando me divorcié de mi mujer. El único que lleva anillo ahora es mi canario. Pero tengo una hija adolescente que tiene casi tan mal carácter como tú.
– Seguro que nos caeríamos bien. Yo también estoy libre, ¿sabes?
– Lo celebro -dije mientras atacaba un sorbete de limón con licor de cava-. Lo bueno de estar libre es que uno puede idealizar cómo es estar ocupado. En mi caso, ni eso. Lo hice tan mal en mi primer matrimonio que la ley del karma me ha condenado a buscar griales lo que me queda de vida.
Aina acercó su cara a la mía, como si esperara recibir un beso en breve. Podía sentir el olor a avena del champú con el que se había lavado el pelo.
– Con que encuentres un solo grial es suficiente -susurró-. Y yo puedo ayudarte a encontrarlo.
– «La búsqueda del grial es un acto solitario» -repetí de memoria.
Al oír esto, Aina pareció desfallecer, aunque por poco tiempo:
– No te entiendo, Leo. ¿Quieres que te diga lo que pienso de ti? Creo que tienes demasiadas pajas mentales. Así no encontrarás nunca el grial, ni siquiera la puerta de tu casa.
– Ahora lo has dicho -dije intentando dulcificar la situación con un poco de ligereza-. Sólo soy un pobre cojo que ha extraviado el camino.
– Yo también voy coja en muchos sentidos. Pero cuando dos cojos se unen…
– Se pegan el trompazo definitivo -terminé yo.
Este chiste fácil fundió la paciencia de Aina, que arrugó la servilleta de hilo y la lanzó a mi cara. Luego pegó su nariz a la mía y dijo:
– Estás siendo muy grosero conmigo, ¿sabes? No te estoy pidiendo que te cases conmigo o me pongas un anillo como a tu canario. Sólo quiero que subamos a una habitación de este lindo hotel y nos demos un buen revolcón. ¿O eres uno de esos malditos metrosexuales que necesitan consultar el horóscopo para echar un polvo?
Me quedé atónito. Desde que había salido de Santa Mónica, donde no se podía decir que fuera el rey del mambo, las mujeres habían decidido prestarme atención. Pero lo de Aina rebasaba todas mis expectativas. Tuve que reconocer ante mí mismo que estaba asustado, como casi todos los hombres cuando una mujer toma la iniciativa.
– Voy a serte sincero -balbuceé-. Me gustas y me caes bien. Nada me gustaría más que subir ahora mismo contigo a una habitación. Pero por motivos que no puedo contarte, ahora mismo es imposible.
– ¿Qué motivos? -preguntó pasmada.
– No te los creerías si te los dijera.
Читать дальше