Al oírle decir «Sé como el agua», tuve la impresión de que hablaba un extraterrestre, alguien que se mueve al margen de los esfuerzos y penalidades humanas. Esto me llevó -será el gusanillo periodístico- a indagar sobre su misteriosa muerte a los treinta y dos años en Hong Kong.
Según parece, tras una noche de sexo en el apartamento de su amiga Betti Ting Pei, a las dos de la tarde aproximadamente sintió un potente dolor de cabeza que le obligó a tumbarse. Su amante le proporcionó un analgésico y, acto seguido, el pequeño dragón entró en coma para nunca más despertar.
Ésa era la versión oficial.
Las causas de su fallecimiento estuvieron sin aclarar durante veinte años, hasta que un tal doctor Filkins lo atribuyó a un «síndrome de muerte súbita inesperada, derivada de una epilepsia Sudep». Nadie entendió qué significaba esto, pero sus fans parecieron satisfechos con esa explicación. El entierro en Hong Kong fue apoteósico y hubo desmayos masivos.
Tal como sucede con los grandes yoguis y santos, descubrieron que su cuerpo biológicamente sólo tenía dieciocho años. Además de millones de golpes, dejó frases memorables como: «Ustedes no saben lo que estoy a punto de hacer, pero yo tampoco». Sencillamente maravilloso.
Mientras recordaba todo esto, el oriental -no acertaba a decir si era chino o japonés- abrió los ojos y pareció asustado ante mi vigilancia.
Estuve tentado de decirle: «Be like water, my friend».
Las andanzas de Bruce Lee me habían distraído buena parte del trayecto, pero cuando apareció en el horizonte la espectral silueta de Montserrat me invadió un sentimiento de fatalidad.
Aunque había visto ya muchas fotografías del macizo, aquella formación de picos redondeados y retorcidos me pareció un escenario dantesco donde nada bueno podía suceder. Me dirigía hacia allí, con una responsabilidad claramente superior a mis fuerzas, en lo que con toda probabilidad era un mundo hermético lleno de trampas.
A medida que el tren se acercaba a la estación donde tomaría la telecabina, las montañas parecían cobrar formas humanas, como descomunales ídolos de piedra que amenazaban a todo aquel que se atreviera a penetrar en su territorio.
Mientras esperaba la salida de la góndola en una estación húmeda y oscura, me entretuve colocando a todos los participantes de aquella guerra en sus respectivos equipos.
Había asumido -tal vez infundadamente- que los tres motoristas trabajaban para el Cuarto Reino, así como quien había asesinado a Fleming, Takahashi y el coleccionista. En este último caso, eran los mismos agentes que habían obligado a Keiko a lanzarse al vacío.
Aparte de ella, no quedaba claro quién pertenecía a la línea blanda. Según Cloe, otro de ellos era Fleming. El coleccionista y Takahashi parecían ser simples mediadores. En mi esfuerzo por organizar ese galimatías, yo había completado esta terna caprichosamente con la Dama Bicolor.
Quedaban elementos por clasificar, como el alemán que había comprado el cuadro, que podía pertenecer a cualquiera de las tres facciones.
Respecto a la Fundación, aparentemente yo no contaba con más ayuda que Cloe, cuya misión parecía ser mantenerme debidamente vigilado y seducido.
Un aspecto de aquella guerra subterránea que me inquietaba era que no tenía la menor idea de quién dirigía ninguno de los bandos. ¿Quién era el líder de la Fundación? ¿Era yo su único agente, a quien movían como una peonza? No parecía razonable que una operación tan trascendente dependiera de una única persona que en cualquier momento podía ser neutralizada.
La telecabina abrió sus puertas y ocupé mi lugar entre una docena de turistas -el doble de Bruce Lee entre ellos- que ya preparaban sus cámaras para cuando la góndola iniciara su ascensión por el cable. Antes de arrancar, aún tuve tiempo de otro juego. Cloe había hablado de una docena de posibles golpes de Estado inspirados por el Cuarto Reino. Aunque tal vez había sobredimensionado la capacidad de coordinarse de los neonazis, me entregué al ejercicio de buscar países idóneos para un golpe de esas características. Los candidatos podían ser democracias débiles o recientes, territorios ricos donde los blancos habían perdido poder -estaba pensando en Sudáfrica- o países con una fuerte presencia de la extrema derecha, como Países Bajos, Dinamarca o Austria. También Japón podía entrar en ese grupo.
Una fuerte sacudida me hizo desistir de mis cabalas geopolíticas.
Después de atravesar un precipicio de vértigo, la góndola aterrizó en una estación donde medio centenar de visitantes se agolpaban para iniciar el descenso de Montserrat. Sentí franca envidia de ellos, porque nada me garantizaba que pudiera bajar de las montañas como un ser con voluntad propia.
Al salir al exterior arrastrando la maleta lamenté haberme abrigado tan poco, porque la temperatura estaba unos diez grados por debajo de la de Barcelona. Un viento húmedo que calaba en los huesos descendía de los picos de conglomerado, que parecían observar mi llegada con hostilidad.
Me resultó fácil hallar el camino hacia las celdas Abad Marcet, donde Cloe había hecho una reserva bajo el nombre de Rob Wilson. No era una mala elección, porque en Estados Unidos debe de haber medio millón de hombres con ese nombre.
El edificio que albergaba las celdas era sólido y austero como un colegio mayor, y tenía su recepción en un despacho acristalado al lado de la entrada. Había esperado encontrarme allí a un cura o seminarista, pero me atendió una mujer de mediana edad que no tenía aspecto de estar ligada a la vida monástica.
Para mi sorpresa, junto con una tarjeta con el número de celda me entregó un mando a distancia de televisor.
– No se olvide de devolverlo cuando se vaya -me advirtió.
Subí en un reluciente ascensor hasta el cuarto piso sin entender cómo era posible que en celdas destinadas al retiro hubiera televisión. ¿Serían canales de divulgación cristiana?
Al abrir la puerta de mi celda, la 405, acabé de sorprenderme del todo. Era un acogedor estudio con calefacción, teléfono, cocina, baño completo, escritorio y cama. Había más confort que en mi propia casa. También contaba con televisor. Pulsé un canal al azar y por el monitor empezaron a desfilar modelos en un pase de lencería.
Apagué inmediatamente el aparato, como si estuviera cometiendo algún tipo de sacrilegio.
Luego me tumbé en la cama sin acabar de entender qué hacía allí. Desde la ventana podía observar las enormes moles de conglomerado que había visto desde la estación de la telecabina. La luz de la mañana ya se había ocultado tras las montañas, sumiendo el recinto del monasterio en una densa y fría sombra que no invitaba al paseo.
Cuando me cansé de mirar el techo y lamentarme de mi absurdo destino, saqué de la maleta un dossier en inglés que me había proporcionado Aina sobre la vinculación de Montserrat con el nacionalismo alemán. Era la traducción de una entrevista realizada al doctor Octavi Piulats tras la publicación de su ensayo.
En ella hablaba del origen del mito del grial por estos pagos. Al parecer, todo empezó con un viaje de Humboldt a Montserrat, que le impresionó profundamente porque se correspondía de manera fiel con lo dicho por Goethe en un poema sobre el grial. Aunque este autor nunca había estado allí, describe como poseído por una visión las ermitas y ermitaños, las cruces, las formas de la montaña y el monasterio mismo. ¿Vio todo eso en un sueño o se trataba de una poderosa sincronicidad? El caso es que este poema fijó en la tradición alemana el lugar donde debía ser encontrado el grial.
Acto seguido, Humboldt escribió un ensayo sobre el tema que fascinó a Schiller y al mismo Goethe. Ambos empezaron a reflexionar más seriamente sobre la trascendencia de estas montañas y las pusieron de moda, aunque Goethe nunca llegó a pisarlas.
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