Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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El influjo de Montserrat llegó hasta Schopenhauer y Wagner, que en los decorados de la ópera Parsifal -la historia de un caballero que busca el Santo Grial- para su estreno en Bayreuth encargó reproducir estas montañas.

3

El timbre del teléfono fijo interrumpió mi lectura y dio al traste con una calma que apenas había durado una hora. Convencido de que en ningún caso serían buenas noticias, descolgué esperando encontrar a Cloe al otro lado con nuevas instrucciones.

Pero, para mi sorpresa, en lugar de la tersa voz de Cloe surgió la de un anciano que hablaba inglés con fuerte acento local:

– Señor Leo Vidal, ¿se encuentra usted ahí?

El solo hecho de que pronunciara mi verdadero nombre en vez de Rob Wilson era ya altamente preocupante -qué poco había durado mi anonimato- y me hizo sentir como un ladrón pillado con las manos en la masa.

– ¿Cómo sabe mi nombre? -pregunté a la defensiva.

– Simples averiguaciones. Me gusta saber cómo se llama la gente a la que ayudo. De este modo resulta, ¿cómo se lo diría?, más personal.

– Creo que se equivoca -repliqué-, porque no recuerdo haber pedido ayuda a nadie. Además, ¿quién es usted?

– No sea orgulloso, señor Vidal, todos necesitamos ayuda de vez en cuando. Usted especialmente. Y yo puedo ofrecérsela. -Su voz era débil y quebradiza, pero expresaba una personalidad lúcida. Decidí no llevarle demasiado la contraria hasta averiguar quién era, una cuestión que eludía constantemente.

»Digamos que soy su ángel de la guarda. Por lo tanto, puede llamarme Ángel, si se siente mejor así.

– Juega con ventaja, porque conoce mi identidad y en cambio usted no se quiere identificar. ¿Le manda Cloe? ¿Es acaso el jefe de la Fundación? -dije dispuesto a saltarme los preámbulos.

– Frío, frío.

– ¿Tiene algo que ver con el Cuarto Reino?

– Helado.

– ¿Quién es entonces?

– Se lo he dicho antes: alguien que le quiere ayudar.

– Ya -repuse tratando de ocultar mi aturdimiento-. Fijemos entonces una cita para hablar de esa ayuda.

El anciano pareció reír entre dientes antes de decir:

– ¿Para qué fijar una cita? Ya estamos hablando, ¿no?

– Entonces dejémonos de rodeos y vayamos al grano -dije alzando la voz-. No tengo tiempo que perder: mi tiempo aquí es limitado.

– Como para todo el mundo, no se crea que en eso es usted especial. Entiendo que quiera resolver sus asuntos en Montserrat lo antes posible, y mi ofrecimiento es justamente para acelerar ese proceso. Debe de estar deseando regresar a California con su hija. Sé que le ha salido un poco rana, pero en las fotografías parece una criatura adorable.

Al oír esto se encendieron todas mis alarmas, que probablemente era lo que buscaba mi invisible interlocutor: intimidarme para tenerme a su merced.

– No siga por ese camino o se las va a tener conmigo -le advertí-, aunque deba ir a buscarle a las profundidades de la tierra.

Tras decir esto me sentí súbitamente ridículo, como si estuviera interpretando un papel de duro que me iba grande. Pero, al parecer, mi interlocutor no pensaba lo mismo.

– Ahora ha hablado usted con propiedad -repu so el anciano con entusiasmo-. ¿Sabe que es usted muy intuitivo? Justamente iba a hablarle de las profundidades de la tierra.

Antes de proseguir la conversación quería valorar el grado de peligro que corría Ingrid, así que le pregunté:

– Dígame al menos desde dónde me habla. ¿Está usted en Barcelona?

– Caliente tirando a tibio.

– Es decir, está cerca pero no demasiado. ¿Me habla desde Montserrat?

– Caliente hirviendo.

– ¿Se aloja acaso en las mismas celdas que yo?

– Estoy ardiendo de gusto. ¿Ve cómo es intuitivo? Actualmente lo llaman tener pensamiento lateral.

Evalué la situación en un par de segundos que no parecieron impacientar al anciano, que me irritaba sobremanera. El escenario era el siguiente: alguien que conocía mi identidad y se alojaba allí mismo, tal vez en la celda de al lado, me amenazaba mencionando a Ingrid y al mismo tiempo me ofrecía sibilinamente su ayuda. Aquello apestaba a chantaje. Estaba claro que Montserrat no iba a ser para mí un remanso de espiritualidad.

Decidí dar un giro de 180 grados a aquel diálogo de besugos para explorar sus intenciones:

– He cambiado de opinión: acepto su ayuda.

– Celebro oírlo. Seguro que nos entenderemos. Por su propia seguridad, le aconsejo que no ponga en conocimiento de nadie esta conversación.

– De acuerdo. ¿Cuándo piensa ayudarme?

– Muy pronto.

Antes de que pudiera preguntarle cómo, cortó la comunicación.

Permanecí un minuto con el teléfono en la mano sin saber qué hacer. El aparato no disponía de un monitor que registrara el origen de las llamadas, así que simplemente acepté la posibilidad de que aquel ángel -o demonio- guardián estuviera muy cerca. Demasiado cerca.

Y no tenía un número para localizar a Cloe y explicarle que me hallaba al descubierto. Sólo ella podía decidir cuándo y cómo se ponía en contacto conmigo. Al parecer, mi sino en aquel juego siniestro era vagar a merced de los distintos elementos.

Por primera vez desde que había llegado, tomé conciencia de que aquélla había sido la celda de Fleming Nolte -y también su tumba-. Al pensar en la voz con la que acababa de hablar, de repente sentí un estremecimiento. Tal vez también Fleming había recibido la llamada del ángel exterminador antes de ser liquidado de un mazazo.

Como si relacionar ambas cosas me hubiera puesto en estado de emergencia, me dediqué a registrar cada rincón de la celda por si hallaba algún rastro de Fleming. Lo hacía sin demasiado convencimiento, ya que en la noticia quedaba claro que el asesino se había llevado los archivos informáticos. Sin duda, la policía -había un pequeño cuartel en el mismo recinto del monasterio- se había llevado el resto para analizarlo.

Aun así, abrí todos los armarios y tiré al suelo sábanas, almohadas y colchas. Estaban vacíos como mi inventario de ideas para la búsqueda del grial. Del espacio dedicado al dormitorio pasé al baño y de allí a la cocina, de donde saqué todos los cacharros, cubiertos y vasos de los armarios y cajones con el mismo resultado.

Luego levanté el colchón y palpé toda su superficie. Nada.

Finalmente tuve que darme por vencido: la celda estaba limpia.

4

Tras almorzar en un bar cercano a las celdas, me entregué a una siesta para ahogar una depresión que cada vez se hacía más patente.

Al menos en Barcelona tenía el aliciente de pasear por la ciudad -y, según Cloe, «pendonear con mujeres»-, pero allí no había escapatoria. Me encontraba solo en un lugar donde se venía a rezar o a perderse por fríos caminos de montaña. No me interesaba en absoluto ninguna de las dos actividades, pero menos aún la que me había llevado hasta allí, con el agravante de que ahora había un elemento nuevo dispuesto a complicar aún más la situación.

Las campanas que llamaban a misa me despertaron a las seis y media de la tarde, cuando una luz mortecina anunciaba la extinción del día. Aunque la perspectiva de ir a la iglesia no me seducía, lo último que deseaba era permanecer más tiempo en aquella celda, por mucho confort que me ofreciera. Por lo tanto, salté de la cama y me vestí apresuradamente.

En una hoja informativa sobre los oficios religiosos leí que a las 18.45 los monjes cantaban las vísperas, parte de la práctica diaria establecida por san Benito.

Según la Regla de los benedictinos, después de este canto litúrgico y de la misa, los religiosos se acostaban para levantarse a las doce de la noche, la hora de los maitines. Era el inicio de una austera rutina de oración y trabajo perfectamente organizado.

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