Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Acto seguido me encaminé hacia el funicular de San Juan, donde unas treinta personas -básicamente familias y escaladores con el equipo a cuestas- se agolpaban junto a la puerta de acceso.

Pagué mi billete y me situé detrás de un grupo de vascos jóvenes que bromeaban entre ellos. Se notaba que estaban excitados ante la perspectiva de ver de cerca las moles de piedra.

Una vez dentro del funicular, que constaba de vagones cortos donde el pasaje iba mayormente de pie, me entretuve en revisar en la cámara la fotografía de Himmler que había desatado toda aquella locura. Lamentablemente, el retrato estaba tomado de tal manera que en la mitad inferior de la imagen se veía el sendero y el jefe de las SS ocupaba la mitad superior. Por consiguiente, no se veía al fondo montaña alguna que sirviera de referencia para situar el lugar de aquella enigmática excursión. Sólo un fondo neutro de piedra que podría estar en cualquier lugar de Montserrat.

Aun así, puesto que el periódico situaba la visita de Himmler en San Jerónimo, para sacar algo en claro me parecía necesario llegar hasta allí.

8

Al salir del funicular me encontré, ya a una altura considerable, en una pequeña explanada bajo el siniestro nombre de Explanada de las Tarántulas. Desde allí partían dos senderos: uno a la izquierda, hacia la cercana ermita de San Juan, y otro a la derecha, que llevaba hasta la cima de San Jerónimo.

Elegí esta segunda opción y me puse en camino sin demasiado entusiasmo, porque mis tiempos de boy scout quedaban ya muy lejos, y en Norteamérica tomamos el coche hasta para ir a la esquina. Por eso mismo no me di cuenta de que no llevaba el calzado adecuado hasta sentir los pedruscos afilados bajo las suelas de mis zapatos.

El sendero discurría primero en línea recta entre árboles que no dejaban ver el precipicio, para bordear enseguida los primeros picos, que desde la cercanía mostraban una piel de arenisca llena de perforaciones. Rodeé uno que estaba siendo escalado por dos hombres de peso considerable que se daban instrucciones a gritos. Por encima de ellos y de la montaña, en aquel momento un globo aerostático de color naranja pendía indolente bajo el sol.

Convencido de que aquél era un lugar demasiado visitado para que hubiera nada escondido, proseguí el camino admirando de cerca las diferentes moles de piedra, con formas caprichosas que recordaban a animales o personajes. Una de las más impactantes se asemejaba a un gigantesco obispo de aspecto amenazador.

Al otro lado del precipicio, en cuyo fondo el monasterio parecía una miniatura, divisé un par de ermitas. Estaban tan expuestas a la intemperie y al saqueo de desaprensivos que hubiera sido el último lugar donde se me habría ocurrido esconder algo valioso. Por lo tanto, ni siquiera consideré la posibilidad de acercarme a ellas en posteriores excursiones.

Cuando llevaba ya media hora larga de camino, un enorme pilar de piedra empezó a destacar entre el resto de montañas. Tenía la forma de un falo erecto, con un saliente en la roca donde crecía milagrosamente un pino. Parecía imposible que hubiera encontrado tierra suficiente entre el conglomerado para poder prosperar.

Era el célebre Cavall Bernat, que, según había leído, en tiempos muy anteriores a la fundación del monasterio ya había sido un lugar sagrado. Las tribus locales le rendían culto porque estaban convencidas de que promovía la fertilidad de hombres y mujeres.

En aquel momento, el globo naranja pasó encima del glande de piedra como si fuera un espermatozoide en lenta fuga.

Desde la ermita de San Jerónimo, cuyo interior era de una sobriedad desoladora -sólo podía entreverse por un ventanal-, un camino a la derecha partía hacia una gran antena roja y blanca situada en una cima. Contaba incluso con una pista de aterrizaje de helicópteros, por lo que debía de ser una instalación importante. A la izquierda, una cuesta se encaramaba trabajosamente hacia la cima de San Jerónimo.

Tomé esta última tras un grupito de amigas que ya no podían con su alma. Yo no estaba en condiciones mucho mejores, así que dejé que me adelantaran unos cuantos caminantes entrados en años que se abrían paso clavando el bastón en la tierra.

Tras quince minutos agotadores llegué a la cima, donde soplaba un viento salvaje. Aun así, el sol era lo bastante generoso para que una decena de caminantes descansaran al sol como lagartos.

Entre ellos estaba Hermann, que parecía encantado de mi llegada a la cima.

– ¡Mi buen amigo Rob, el norteamericano! -gritó teatralmente con la intención de que todos nos oyeran-. Estoy muy contento de encontrarlo, hoy que mi esposa se ha quedado en el hotel.

Levanté la mano a modo de saludo y me dejé caer al suelo antes de pensar cómo salía de aquélla.

A él, sin embargo, le faltó tiempo para correr a mi lado y ofrecerme su cantimplora, de la que bebí por no contrariarlo. Casi me atraganté al notar las cosquillas del agua con gas en mi garganta.

Hermann pareció notar mi sorpresa, ya que dijo medio riendo:

– ¡Oh! Lamento no haberle avisado de que era con gas. En Alemania y Austria casi no se encuentra de otro modo, es nuestra Mineralwasser.

– Lo sé -me atreví a decir-. Hice unos cuantos cursos de alemán en la universidad.

– ¡No me diga! Eso sí que es una buena noticia. A/50, sprecben wir auf Deutsch?

– Mejor que sigamos hablando en inglés, tengo el alemán un poco oxidado. ¿Por qué le parece tan buena noticia que lo estudiara?

– Llámeme chauvinista si quiere, pero Hanna y yo admiramos profundamente a los norteamericanos y europeos que deciden iniciarse en la lengua de Goethe. Es una muestra de gran ambición esforzarse por aprender una lengua tan complicada.

– En Alemania hay unos cuantos millones de turcos que han hecho este esfuerzo -dije para ponerle a prueba.

– Sí, pero ésos no cuentan -dijo Hermann, sin avergonzarse ni perder la compostura-. Los que lo hablan lo han aprendido porque no les quedaba más remedio. Son Gastarbeiter. Sabe lo que significa, ¿no?

– Perfectamente, algo así como trabajadores huéspedes. Me parece una expresión mucho más delicada que inmigrantes, como decimos nosotros.

– Veo que nos entenderemos -repuso exultante-. Esos millones de turcos llegaron a Alemania en calidad de huéspedes, en un momento en que la industria precisaba mano de obra. Puesto que desde la unificación hay millones de alemanes sin trabajo, principalmente del este, ¿qué sentido tiene que sigan en el país? ¿Dónde se ha visto una casa donde los huéspedes permanecen más allá de la conveniencia de los propios anfitriones? Si finalmente Turquía ingresa en la Unión Europea, la situación se volverá insostenible, ¿no cree?

– Sinceramente, Hermann, creo que no soy la persona más adecuada para emitir esta clase de juicios -dije tratando de mantener la calma-. Mi padre emigró a Estados Unidos a los dieciocho años, porque en la Barcelona de la posguerra sólo se podía sobrevivir. Creo que fue acogido correctamente y no encontró demasiadas trabas para trabajar. No sería ético por mi parte criticar ahora a otras personas que buscan su futuro lejos de su país.

Para mi sorpresa, en lugar de enfriar su discurso, mi argumentación sólo sirvió para que Hermann me pasara el brazo por el hombro y me dijera en tono paternal:

– No compare el caso de su padre, que seguro que se adaptó a la forma de vida de Estados Unidos y trabajó como el que más, con el de la inmigración que asola hoy Europa. Los que no viven de subsidios sociales que pagamos entre todos, a las primeras de cambio te están montando una mezquita. No aman nuestra cultura, créame. Es más: la desprecian. Sólo desean vivir en la suya y pretenden que paguemos nosotros las facturas. Si no hacemos algo ya, antes de lo que se imagina nos hallaremos como huéspedes indeseados en nuestra propia casa.

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