– Ha dicho que esta ermita está conectada con el monasterio. Si me pudiera indicar el camino, haría usted un gran favor a mis huesos.
Al oír esto, Hunter se despabiló de golpe y empezó a menear el rabo. Estaba claro que no me resultaría fácil desprenderme de él.
– La llamamos «la escalera derecha» -dijo el ermitaño-, pero lamentablemente está vetada a cualquier persona ajena a la comunidad. De hecho, pocos monjes tienen acceso a ese pasaje.
– Entonces tendré que buscar mi camino en el bosque en plena noche -dije decepcionado.
– Un momento -me detuvo el ermitaño-. Hay una manera para que un profano baje por la escalera derecha.
Aguardé expectante la solución que me permitiría poner fin a aquel día agotador. Tras incorporarse con dificultad, el anfitrión concluyó:
– Voy a tener que vendarte los ojos.
Bajé la misteriosa escalera derecha a ciegas después de rodear la ermita. Todo esto sólo lo suponía, ya que el ermitaño me guiaba del brazo silenciosamente. De no ser porque oía delante de mí el sonido de las patas de Hunter, me hubiera temido alguna desgracia al final del negro camino.
Aunque acabábamos de conocernos, nuestra corta convivencia me decía que ese perro no permitiría que me sucediera nada malo.
En algún momento de la bajada llegamos a una puerta de hierro donde el ermitaño hizo girar su llave. Al principio temí que me iba a encerrar en un lugar del que ya no saldría, pero me tranquilicé al notar al otro lado de la puerta el mismo aire fresco en el rostro.
Así pues, pensé, la escalera que conectaba con la ermita estaba cerrada celosamente. Por lo tanto, también el monasterio guardaba sus secretos.
Cuando terminaron los peldaños, el guía me condujo por un largo pasillo que olía a cera quemada; luego torcimos un par de veces. Finalmente, por la intensidad del viento, noté que habíamos salido a un lugar más abierto y desprotegido. En ese momento el ermitaño me dijo:
– Ya puedes quitarte la venda.
Hice lo que me decía y me sorprendí al encontrarme, de repente, en la explanada de las farolas que precede a la entrada a la basílica. Tenía la impresión de haber saltado de un mundo a otro en un abrir y cerrar de ojos.
Las celdas estaban muy cerca de allí, así que me despedí del ermitaño, estrechándole la mano mientras le decía:
– Muchas gracias, padre.
El hombre levantó ligeramente la palma de la mano, como si no se sintiera merecedor del agradecimiento, y respondió:
– No olvides el lugar donde se guarda el grial.
Acto seguido, volvió sobre sus pasos y desapareció bajo el arco de entrada a la basílica.
Hunter ladeó la cabeza y me miró interrogativamente, como si me dijera: «Ahora te corresponde a ti guiar».
El problema no era pequeño, ya que estaba seguro de que en aquellas celdas estaba estrictamente prohibida la entrada de animales; por otra parte, no me parecía bien dejar a la intemperie a quien me había sacado de las profundidades del bosque.
– Vas a tener que ser muy buen chico -le susurré al oído-. Si ladras una sola vez, nos pondrán a los dos de patitas en la calle.
El perro pareció entender perfectamente lo que le decía, ya que a continuación avanzó en dirección a las celdas como si conociera el camino.
Para no tropezar con algún cliente tardío del restaurante del hotel, decidí subir por una escalera exterior de metal que utilizaban los limpiadores de las celdas. De esta manera, Hunter y yo logramos llegar a la puerta 405 sin ser detectados.
Encendí la luz para comprobar que todo estaba tal como lo había dejado. Contento por el final feliz de aquella larga travesía, saqué de la nevera un bocadillo de embutido que no me había comido y se lo serví a Hunter en un plato, junto a un cuenco con agua.
Me derrumbé sobre la cama mientras escuchaba los bocados que el perro asestaba al bocadillo. Medio minuto después se lo había zampado y corría sigilosamente hasta mí.
– Puedes ponerte al pie de la cama -le dije.
Al parecer, aquel perro además de latín debía de entender el inglés, ya que al oír esto brincó sobre mis pies y emitió un gemido de dolorosa satisfacción.
Apagué la luz con la ilusión de haber sobrevivido un día más, porque no podía vanagloriarme de haber obtenido más logros. Al pensar en la llamada de teléfono no contestada, la bronca de Cloe y la invitación a cenar de Hermann a la que no había acudido, llegué a la conclusión de que mi principal mérito hasta el momento había sido descontentar a todas las partes en litigio.
Y la pregunta seguía siendo la misma: ¿por qué alguien insignificante y claramente incapaz como yo era pretendido -y hasta cierto punto protegido- por todos los bandos?
Me abandoné al sueño con la seguridad de que era mejor no saber la respuesta. Algo me decía que mientras me mantuviera en la ignorancia absoluta seguiría vivo.
Debía de llevar una hora escasa durmiendo cuando un suave golpeteo en la puerta atravesó la fina membrana del sueño y la acabó rompiendo. Me incorporé con el corazón agitado, dudando de si había sido una pesadilla o efectivamente habían llamado a la puerta.
Al ver a Hunter montando guardia junto a la entrada, me incliné con gran alarma por esta segunda opción. Tres golpecitos suaves en la madera lo acabaron de confirmar.
Salté de la cama y, tras ponerme los pantalones, llegué justo a tiempo de cerrar con la mano el hocico al perro, que estaba a punto de romper su pacto conmigo con una buena sarta de ladridos.
Me agazapé a su lado mientras acababa de decidir si abría o no la puerta. Por la delicadeza con la que había llamado sospechaba que era Hermann, dispuesto a castigarme por mi no asistencia a la cena, donde probablemente quería hacerme alguna propuesta.
Finalmente hablé en voz baja, como el ermitaño:
– ¿Quién anda por ahí?
Nadie contestó, pero tenía la certeza de que el intruso seguía allí. Casi podía notar su calor al otro lado de la puerta.
A punto de perder los nervios, tomé un cuchillo de la cocina y me dispuse a abrir la puerta de golpe para intimidar a mi oponente. Hunter seguía mis preparativos en posición de ataque, sin apartar ni un instante la mirada de la llave que yo estaba a punto de girar.
Sin esperar más, abrí la puerta de golpe y un grito rasgó la oscuridad.
Con el cuchillo aún en la mano y la frente empapada de sudor, encendí la luz para ver quién era.
– ¡Idiota! Me has dado un susto de muerte -exclamó Aina, que se sujetaba temblorosa al marco de la puerta.
Como si estuviera viendo una aparición, miré atónito a la bibliotecaria que me había montado el número en el restaurante. Luego consulté mi reloj: las doce y cuarto de la noche.
– Pero… -balbucí mientras dejaba, avergonzado, el cuchillo en la cocina.
– ¿Vas a dejarme aquí fuera? -preguntó impertinente.
Hunter había entendido que se trataba de una presencia amiga, ya que no dudó en abalanzarse sobre Aina y lamerle la cara.
– Tendrías que aprender de este perro -dijo mientras le meneaba la cabeza-. Él sí que sabe cómo recibir a una chica.
Antes de que despertáramos a toda la planta, tiré del brazo de Aina y la metí en la celda mientras cerraba la puerta suavemente.
Ella se plantó en medio de la cocina y observó desdeñosamente un par de platos sucios en el fregadero. Luego avanzó curiosa por el pasillo, metió la cabeza en el baño, y finalmente llegó al dormitorio, donde la recibieron mis prendas esparcidas por el suelo.
– Felicidades -dijo-. Sólo has necesitado dos días para convertir este lindo apartamento en una pocilga.
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