Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– Por el contrario, Montserrat está plagado de cueva, túneles y grietas.

– ¡Exacto! -repuso entusiasmado-. Y la mayoría nunca han sido explorados. No se me ocurre lugar mejor para esconder el grial, lo que también explicaría la fuerza telúrica de este lugar. Es tal, que informes geológicos demuestran que la montaña se está deshaciendo, como si un vigoroso núcleo de fuego la hiciera temblar. Se trata de un poder que si no es liberado acabará destruyendo todo esto. Nos hallamos, sin duda, ante uno de los centros de poder de la Tierra, si no el más importante, amigo mío. Desde aquí se podría gobernar el mundo.

Afortunadamente para mí, cuando por efecto del alcohol mi interlocutor se ponía ya demasiado místico, su esposa irrumpió en el comedor para llevárselo a la cama. Lejos de contrariarle esa llamada a filas, Hermann parecía encantado de poder presentarme a la mujer de quien tanto me había hablado.

– Hanna, quiero que conozcas a Rob Wilson. Es un estudioso de la historia, además de excelente conversador.

– Encantado, señor Wilson -dijo Hanna ofreciéndome la mano.

Era extraordinariamente alta para ser una mujer, así que al estar sentado mi mirada necesitó unos instantes para ascender hasta su rostro, que era de una belleza fría y angulosa.

Tenía, además, una pequeña anomalía: uno de sus ojos era azul y el otro gris.

6

Me encerré en la celda con la sensación de estar completamente sitiado, como los cataros en la fortaleza de Montsegur durante el asedio. Además de Cloe, que no permitiría que me desviara ni un ápice de los planes de la Fundación, estaba vigilado por el hombre del teléfono y tenía encima a la Dama Bicolor y a su marido. ¿Formarían parte de la misma terna?

Sobre el tal Hermann, tenía razones para sospechar que era la misma persona que me había seguido en Barcelona y había comprado el cuadro de Montserrat.

Me notaba la cabeza demasiado turbia por el alcohol para situar nuevamente a estos personajes en el juego, así que me limité a leer otro de los artículos que Aina me había fotocopiado.

Éste era una traducción de un artículo del profesor Sebastián D'Arbó, el investigador más veterano de fenómenos paranormales en España, por lo que pude ver en la reseña biográfica. El texto pertenecía a la revista Nuevos Horizontes y se iniciaba aportando una ruta alternativa del Santo Grial que eludía su supuesta custodia en Montserrat:

Ciertamente, un Grial apareció en Huesca en el período anterior a la invasión árabe. Un tal Audaberto, obispo de Huesca, huyó en el 713 de su sede episcopal llevándose, entre otras pertenencias, el preciado Grial. Allí se fundaría el monasterio de San Juan de la Peña, que se convirtió en uno de los focos de la Reconquista. El 14 de diciembre de 1134 un documento consignaba que en dicho cenobio de San Juan de la Peña se custodiaba el Cáliz de Cristo. El rey Martín el Humano, encontrándose en Zaragoza, reclamó la copa. El documento de donación se conserva en Barcelona, fechado el 29 de septiembre de 1339. El Grial, custodiado en la Alfarería, pasó a la Capilla de Santa Ágata, en Barcelona, donde se encontraba el 31 de mayo de 1410, fecha de la muerte de Martín el Humano. De allí pasó al Palacio Real de Valencia bajo el reinado de Alfonso el Magnánimo. En 1924 fue trasladado a la Catedral, donde puede verse en la actualidad.

Al llegar a este punto me detuve a meditar. Si aquella versión de los hechos era cierta, la búsqueda del grial que habían emprendido miles de fanáticos, como los que emplearon dinamita en Montsegur, habría sido en balde.

Sin embargo, como periodista mi obligación era poner en duda también aquel itinerario del Cáliz. Al igual que con los pedazos que se conservan de la cruz de Cristo podría construirse una casa de campo de doce habitaciones, con los griales que debe de haber por el mundo -todos ellos supuestamente auténticos- se podría servir una mesa tan numerosa como la de la Santa Cena.

Antes de continuar leyendo, me pregunté si no debería ponerme en contacto con el profesor D'Arbó, aunque, según las informaciones apocalípticas que me había confiado Cloe, no era precisamente una copa lo que estaba custodiando el Cuarto Reino.

La siguiente parte del artículo hablaba de algo que había mencionado Hermann antes de la aparición de la Dama Bicolor: el mundo oculto de Montserrat. Al parecer, el macizo se asienta sobre un lago subterráneo del cual, pese a haber sido detectado por los geólogos, nunca se ha encontrado su acceso. En cuanto a las cuevas y túneles que lo surcan como un hormiguero, los que están conectados con el monasterio se habían mantenido en el más absoluto secreto:

Incluso hoy, cuando se produce alguna avería eléctrica en el Monasterio, en determinados lugares los electricistas bajan con los ojos vendados a cámaras subterráneas inaccesibles al público y a la mayoría de los monjes. Por causas difíciles de explicar, la propia comunidad de Montserrat quiere que determinadas cámaras subterráneas, a las que accede por el interior del propio monasterio, sigan estando ocultas.

7

Me desperté avanzada la mañana con los pliegos de papel junto a la almohada. Por lo visto me había quedado dormido durante la lectura, y el whisky, en lugar de desvelarme a medianoche como suele suceder, me había sumido en un pesado sueño.

Con la cabeza algo cargada, me levanté y pasé directamente a la ducha. El chorro de agua caliente me fue devolviendo, como si revelara una película, ciertos momentos de la velada anterior.

Vi la entrada de Hermann en el restaurante y cómo había pedido sentarse a mi mesa. Por sus modales exquisitos y la naturalidad con la que vestía ropa cara, era claramente un hombre acaudalado que había recibido una sólida formación, independientemente de cuál fuera su papel en aquella trama. Recordé lo que había dicho al final de nuestra conversación: Montserrat retiene en su seno un enorme poder que sí no es liberado acabará derrumbando las propias montañas.

Luego rememoré la entrada de Hanna, con sus ojos desiguales, que me habían mirado con una extraña condescendencia. El mensaje podía ser algo como: «Tu suerte está en nuestras manos».

Empezaba a intuir que en aquella guerra subterránea las mujeres habían tomado el papel protagonista y los hombres -yo entre ellos- no pasaban de ser meras comparsas. Incluso el monasterio de Montserrat, que aglomeraba un centenar de monjes, tenía como centro de gravedad una mujer: la Virgen Negra que yo aún no había logrado ver de cerca.

Mientras pensaba en todo esto me llegó el timbre del teléfono entre el fragor del agua. Podía ser otra de las mujeres con poder, Cloe, o el ángel que quería ayudarme, tal vez a morir. Con la cabeza llena de espuma -y de ideas confusas-, decidí dejarlo sonar para no enturbiar el día nada más empezar.

Tenía mis propios planes: tomar el funicular de San Juan, como Himmler siete décadas atrás, y caminar hasta la alejada ermita de San Jerónimo, de donde partía un sendero hasta la cima más elevada de Montserrat.

Una vez vestido y fuera de la celda, crucé el pasillo que llevaba al ascensor. Al pasar junto a la puerta contigua a la mía, observé que estaba entreabierta pero se cerró silenciosamente. Tuve el tiempo justo de ver una cabeza arrugada de ojos vivos que me escrutaba con rara placidez.

Podía tratarse sólo de un viejo chiflado, pero aquella escena me inquietó e hizo que tomara una decisión que hasta ese momento no había contemplado: ingresar en mi cuenta el dinero que había ganado hasta entonces para que, en caso de que me sucediera algo, Ingrid pudiera disponer de él.

Muy cerca de las celdas había una pequeña oficina bancaria donde, tras rellenar muchos papeles, logré transferir 20.000 dólares a mi cuenta en California. El resto lo guardé, principalmente, para el billete de avión, un regreso que cada vez se me antojaba más lejano e improbable.

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