En sus especulaciones, los prisioneros habían supuesto que las sentencias capitales se ejecutarían el día 14, de modo que vivieron el día 15 aún con mayor excitación que los precedentes. A las 22 h, todos estaban en sus camas, tratando de conciliar el sueño. A las 22.45, el guardián que hacía la ronda, vigilando por las mirillas de las puertas el sueño de los condenados, advirtió cierto temblor en las manos de Goering, de modo que hizo sonar la alarma. Cuando llegó el oficial de guardia comprobó que Goering estaba agonizando y cuando se personó el médico sólo pudo certificar su muerte: había masticado una cápsula de cianuro que, al parecer, ocultaba en su pipa.
El suicidio del jerarca nazi de más categoría contrarió el ceremonial previsto para las ejecuciones e hizo temer a algún funcionario norteamericano por su futuro profesional, pero no detuvo el reloj ni el programa. A las 0.15 h del 16 de noviembre, el director de la cárcel, coronel Andrés, del ejército de EE.UU., acompañado del vicedirector, de dos testigos alemanes y de una escolta armada, pasó de celda en celda comunicando a los condenados a muerte que sus recursos habían sido denegados.
Poco antes de la una de la madrugada dos policías militares norteamericanos penetraron en la celda de Von Ribbentrop y le pidieron que les acompañara hasta el cadalso. Aseguran que mientras se incorporaba dijo: «Confío en la sangre del Cordero que lava los pecados del mundo.»
El prisionero penetró en el gimnasio escoltado por dos fornidos policías militares, de correaje blanco y casco de guerra plateado. Los ayudantes del verdugo sujetaron sus brazos con una correa negra de cuero y le ayudaron a subir los trece escalones del cadalso. Una vez arriba, le preguntaron:
– ¿Cómo se llama?
– Joachim von Ribbentrop
– ¿Tiene algo que decir?
– ¡Dios salve a Alemania! Mi último deseo es que Alemania continúe unida y se llegue a un entendimiento entre el este y el oeste.
Le pusieron una negra capucha. Woods, el verdugo, le colocó el nudo de la soga en torno al cuello, lo ajustó y, sin perder un solo segundo, tiró de la palanca que abría la trampilla sobre la que pisaba Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del III Reich. El cuerpo cayó a plomo. Eran exactamente la 1.14 h de la madrugada del 16 de octubre de 1946: habían comenzado las ejecuciones de los principales responsables del nazismo, juzgados y condenados por el Tribunal Internacional reunido en Nuremberg.
Luego subió al patíbulo Wilhelm Keitel, después Kaltenbrunner, Rosenberg -el único en rechazar auxilios religiosos, Frick -que al abrirse la trampilla saltó hacia atrás y sufrió un profundo corte en la nuca al golpearse con el borde-, Frank, Streicher -que se negó a caminar hacia el cadalso y hubo de ser izado en volandas; murió gritando ininterrumpidamente Heil Hitler, Heil Hitler…! - Sauckel, Jodl y, por último, Seyss-Inquart, que llegó ante el patíbulo a las 2,45 h. «Espero que esta ejecución sea el último acto de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y que la lección de esta guerra sirva para la paz y la comprensión entre los pueblos», dijo antes de que le pusieran la capucha. Luego, cuando ya se colaba por la trampilla, pudo gritar: «¡Yo creo en Alemania!» Su muerte fue certificada por el médico a las 2.57 h.
Había concluido la ejecución. Woods, el verdugo, dijo satisfecho: «Diez hombres en 103 minutos; esto es un trabajo rápido.» Poco después, el cadáver de Goering fue trasladado al gimnasio y alineado junto a los de los otros diez ajusticiados. Allí les fotografió, primero vestidos y después desnudos, un fotógrafo militar norteamericano.
A las 4 de la madrugada fueron sacados del Palacio de Justicia los once féretros. Dos camiones, escoltados por motoristas y dos vehículos militares, los condujeron hasta el campo de concentración de Dachau, cerca de Munich, donde fueron incinerados en uno de los hornos crematorios del campo, que funcionó por última vez. Las cenizas fueron recogidas y arrojadas en el río Isar. Todo esto se hizo dentro del mayor secreto y los detalles se conocieron en los años cincuenta.
Los tres que fueron puestos en libertad trataron de volver a la normalidad, pero no les resultó fácil: para empezar, los tres fueron juzgados en Alemania y condenados a trabajos forzados. El economista Hjalmar Schacht fue puesto en libertad en 1948 y en 1953 fundó su propio banco. Falleció en Munich, en 1970, a los noventa y tres años de edad, tras haber sido uno de los hombres del «milagro económico alemán» y un prestigioso consejero de numerosos gobiernos latinoamericanos. Franz von Papen quedó en libertad en 1949 y residió algún tiempo en Turquía, donde escribió sus memorias, que publicó en 1951. Falleció en 1969, a los noventa años de edad, en Baden. Hans Fritzsche obtuvo la libertad en 1950. Trabajó para una firma publicitaria hasta 1953, en que murió a consecuencia de un cáncer.
LOS SIETE DE SPANDAU
Los siete condenados a penas de prisión permanecieron en las dependencias carcelarias de Nuremberg hasta el verano de 1947. En julio, fueron terminadas las obras de acondicionamiento de la cárcel de Spandau, en Berlín, a donde llegaron el día 18. Allí se turnaron mensualmente en su vigilancia soviéticos, norteamericanos, británicos y franceses.
La monótona vida carcelaria se desarrollaba según este horario: -6.00 h, levantarse, asearse y vestirse.
– 6.45 a 7.30 h, desayuno.
– 7.30 a 8.00 h, hacer la cama y ordenar la celda.
– 8.00 a 11.45 h, limpieza de pasillos y trabajos de jardinería, según el estado de salud de los presos y el estado del tiempo.
– 12.00 a 12.30 h, almuerzo.
– 12.30 a 13.00 h, descanso, siesta.
– 13.00 a 16.45 h, trabajo, en el interior o en el jardín, según el tiempo y las órdenes del comandante de turno.
– 17.00 h, cena.
– 22.00 h, fin de la jornada, luces apagadas.
En esta rutina tan monótona vivieron los siete prisioneros, custodiados por una compañía de soldados y 40 personas al servicio de guardianes y reclusos hasta 1954. Ese año fue indultado y puesto en libertad Constantin von Neurath, que estaba muy enfermo y contaba ya ochenta y un años de edad. Falleció en 1956. Las puertas de Spandau se abrieron también para dos condenados a cadena perpetua: el almirante Erich Raeder y el economista Walther Funk. El primero, gravemente enfermo y con setenta y nueve años de edad, obtuvo la libertad en 1955; el segundo, que abandonó la cárcel en 1957, había cumplido los setenta y cinco años y su salud era precaria.
En 1956, tras haber cumplido la condena de diez que le fue impuesta en Nuremberg, abandonó Spandau el almirante Doenitz: tenía sesenta y cinco años de edad y buena salud, lo que le permitió escribir sus memorias y dar numerosas conferencias. Falleció en 1980, a los ochenta y nueve años.
Así se dio la situación de que a finales de 1957 sólo permanecían en la cárcel de Spandau, con capacidad para 600 presos, los tres últimos condenados en Nuremberg: Hess, Speer y Schirach, reclusos número siete, cinco y uno, respectivamente, según la nomenclatura carcelaria. Curiosamente, en los años cincuenta fue encuestada la compañía inglesa que, por turno, había sido destinada a la custodia de la cárcel y ni uno solo de los soldados supo quiénes eran aquellos presos ni identificaba sus nombres.
Albert Speer y Baldur von Schirach cumplieron íntegramente sus condenas de veinte años de cárcel. Salieron de Spandau en 1966 y ambos escribieron interesantes memorias. Schirach falleció en 1974, a los sesenta y siete años de edad; Speer, en 1981, a los setenta y seis. A todos ellos les sobrevivió el último de Spandau, el loco Rudolf Hess, que intentó suicidarse numerosas veces y, finalmente, lo logró en agosto de 1987, a los noventa y tres años de edad, mientras la custodia de la cárcel estaba a cargo de los británicos. Según la versión oficial de los hechos, Hess intentó ahorcarse con un cable eléctrico. Fue hallado todavía con vida y murió en el hospital militar británico de Berlín, a donde había sido trasladado. Fue el único recluso de Spandau durante veintiún años. Las numerosas gestiones humanitarias realizadas durante dos décadas para que fuese puesto en libertad tropezaron siempre con la oposición soviética, que quiso mantenerle de por vida en la cárcel como recuerdo y escarnio del nazismo. Con su muerte, cuarenta y dos años posterior a la de Hitler, desaparecía su último compañero fundacional del nazismo, su «fiel escudero» en las batallas campales de las cervecerías muniquesas y su secretario y colaborador en la redacción del Mein Kampf .
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