Las celdas de 3x4 m resultan un tanto reducidas y su equipamiento, ascético: una cama con colchón y almohada y cuatro mantas militares porque en invierno el frío era muy severo. El resto del mobiliario lo componían una silla, un lavabo y un retrete sin puerta, aunque el preso podía hacer sus necesidades con cierta intimidad, pues el guardián, que les vigila día y noche, tenía prohibido observarles en esos momentos. La luz de las celdas estaba encendida día y noche, de modo que en ningún momento los presos quedaran fuera de la visión del policía.
La celda estaba desnuda de todo: no había vigas, ni ganchos, ni percheros, nada que permitiera un intento de suicidio. Los cristales habían sido sustituidos por hojas de celofán y los presos no podían utilizar gafas para evitar que con sus vidrios se cortaran las venas (como hizo Frank en mayo, cuando fue detenido), ni tener joyas, por si se las tragaban. Tampoco tenían ropa, que les fue cambiada con frecuencia, ni tirantes, cinturones o corbatas. La celda era registrada dos veces al día y los prisioneros, desnudos, también, en busca de las famosas ampollas de cianuro, que los aliados temían mucho pues con ellas se les fueron de las manos el almirante Von Friedeburg y Himmler.
Durante el verano y comienzos del otoño de 1945 los acusados fueron interrogados docenas de veces, debiendo responder a interminables cuestionarios que trataban de buscar la verdad en sus contradicciones y debieron rellenar decenas de tests que trataban de descubrir los más recónditos escondrijos de su personalidad. Durante los casi dos meses que permanecieron en las dependencias carcelarias de Nuremberg antes de que se iniciara el juicio, ésta fue la principal actividad de los acusados. Algunos de ellos componían un test de inteligencia, que si bien no mejoraba la catadura moral de los dirigentes nazis, sí explicaba por qué habían alcanzado el poder. Todos estaban por encima de la media: si se supone que un hombre normal tiene un coeficiente entre 90 y 110, el banquero Schacht alcanzó 143, Seyss-Inquart, 141, Goering, 138…, los peor puntuados fueron Kaltenbrunner, con 113, y Streicher, 106.
Los acusados tenían derecho a leer y se les proporcionaba libros; también podían escribir y disponían de papel, pero los lapiceros o las plumas les eran retirados al fin de la jornada, para evitar que los pudieran utilizar para lesionarse. La comida, similar al racionamiento que afectaba a la población civil de Alemania, les era suministrada por una ventanilla; la consumían en soledad, utilizando sólo la cuchara y un recipiente redondo, sin asas, bajo la atenta mirada del policía de turno. Luego, durante el juicio, pudieron comer en común si lo deseaban y mejoró la alimentación, según comentaba irónico el coronel Andrés: «Éste es el racionamiento más lujoso de Europa.» Tres comidas diarias compuestas, por ejemplo, de cereales hervidos para desayunar; sopa, verduras y carne y café, a mediodía; huevos, verdura y pan por la noche.
La limpieza de las celdas corría a cargo de los propios presos, con lo que se les mantenía entretenidos y se les aislaba de contactos exteriores, que les estaban prohibidos incluso con los policías norteamericanos. Un barbero alemán, prisionero de guerra, les afeitaba todos los días, con maquinilla de cuchillas, en presencia de un policía, y un oficial controlaba las hojas de modo que ninguna pudiera ser sustraída.
Pese a todas esas precauciones, Ley, el reclutador de trabajo esclavo, se les escurrió entre los dedos. El borrachín , como le calificaba despectivamente Goering, estaba muy deprimido y aseguraba que no le importaba ser fusilado inmediatamente, pero no quería comparecer ante un juez como un criminar vulgar acusado de monstruosos delitos. Ley padecía un fuerte desequilibrio acentuado por la abstinencia de alcohol. La noche del 25 de octubre el guardia le notó extraordinariamente agitado. Se retorcía las manos y murmuraba: «Todos esos judíos muertos, millones, millones… ¡no puedo dormir!» Luego pareció calmarse y fue al retrete. El policía dio la voz de alarma cuando vio sus pies en la misma posición quince minutos después. Ley estaba muerto. Se había llenado la boca de trapos y con una toalla enrollada se había colgado de la tubería de la cisterna, dejándose asfixiar poco a poco, sentado en la taza del retrete…
Cuando comenzó el juicio, mejoraron un tanto las condiciones de vida dentro de la cárcel. Quienes lo deseaban podían asistir a la misa dominical en la capilla del palacio; generalmente, sólo iban Von Papen, Frank, Kaltenbrunner y Seyss-Inquart, seguidos a corta distancia por dos policías militares. También se les permitía dos paseos diarios por el patio -en fila y sin hablar- o, si llovía, en el gimnasio cubierto. Era éste una gran sala polvorienta, cuyos aparatos estaban amontonados en un rincón; pero lo que más llamaba allí la atención era una inmensa montaña de papeles: 20 toneladas de documentos empleados en el proceso y clasificados en legajos.
RESPONSABLES ANTE LA LEY
Finalmente, el 20 de noviembre de 1945, se abrió la gran sala, en forma de T, del Palacio de Justicia de Nuremberg, conocida como Sala 600 . Allí fueron trasladados los 21 personajes que, finalmente, iban a ser procesados. Entre ellos no estaba Bormann, que será juzgado en ausencia, ni Krupp, casi octogenario, que fue dispensado del juicio tal como se ha dicho.
La sala está atestada de público; 150 periodistas -entre ellos el famoso novelista John Dos Pasos o el que sería uno de los mejores biógrafos de Hitler, Alan Bullock-, fotógrafos, abogados, cerca de un centenar de funcionarios de las cuatro fiscalías que ejercerán la acusación -al frente de la norteamericana se encontraba el juez Jackson-, intérpretes… unas 500 personas en total, que se fijan sin disimulo en los 21 acusados. A las 10.03 horas de la mañana penetran en la corte los ocho jueces -cuatro titulares y cuatro suplentes, un titular y un suplente por cada uno de los «Cuatro Grandes»- que soportan una lluvia de fogonazos de flash , hasta que, finalmente, a las 10.15 h, el presidente, el juez británico Geoffrey Lawrence, logra imponer silencio: «La vista queda abierta.»
Algunos jerarcas nazis se encontraron allí después de largo tiempo sin verse. Ese fue el caso de Rudolf Hess, cuatro años prisionero en el Reino Unido, que fue llevado a Nuremberg cuando el juicio estaba a punto de comenzar. El que fuera lugarteniente de Hitler estaba loco, según aseguraban los psiquiatras, y era o se hacía pasar por amnésico. Hess, al ver a Goering en el banquillo de los acusados, cuando ya se sentaba el tribunal internacional, le espetó alegremente: «Esté usted tranquilo, mariscal. Cuando estos fantasmas se volatilicen, usted será nombrado Führer del Reich.»
Hubo algunas risitas nerviosas y disimuladas en el banquillo, pero se calmaron inmediatamente porque ya comenzaba su discurso preliminar el juez Jackson:
«… La Justicia ha de alcanzar a aquellos hombres que se arrogan un gran poder y que, basándose en él y previa consulta entre ellos, provocan una catástrofe que no deja inmune hogar alguno de este mundo… el último recurso para impedir que las guerras se repitan periódicamente y se hagan inevitables por desprecio a las leyes internacionales es hacer que los estadistas sean responsables ante estas leyes.»
El juez norteamericano sentaba el principio de que los estadistas deberían ser juzgados por las guerras que provocasen. No dijo, sin embargo, que las responsabilidades alcanzarían sólo a los que las perdieran, pero lo cierto es que jamás ha sido juzgado el vencedor. Nuremberg, partiendo, por supuesto, de las terribles responsabilidades nazis, fue un proceso de vencedores contra vencidos. Por ejemplo, la defensa no pudo hacer valer el acuerdo germano-soviético de 1939 a la hora de juzgar las responsabilidades por la invasión de Polonia. Más ejemplos: se acusó a muchos marinos alemanes de que sus submarinos no habían recogido a los supervivientes de sus hundimientos y a muchos pilotos de disparar sobre los tripulantes de los aviones derribados que se lanzaban en paracaídas… justo lo mismo que habían hecho numerosos submarinos y pilotos aliados.
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