Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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El cielo sigue invariable, vibrante en el sol de junio, pese a que el trozo que le toca se ha empequeñecido, encuadrado por una sola ventana. Ha aprendido a conformarse.

Los mirlos que se alternan frenéticos alrededor del árbol hueco parecen ayudar a una hembra ancha y rechoncha: ¿será la madre con los huevos? Esto se lo han contado pues ella casi ya no se mueve y sus amorosos guardianes ahora menos que nunca la dejarían asomarse al balcón.

Las manos tampoco cumplen bien su deber: debe sujetar el vaso con las dos, una sola no basta.

La boca, la lengua, la garganta no sirven desde hace tiempo.

Por eso la llaman doña Z., aunque su nombre es Amelia, llamada Pucci.

Estoy hecha pedazos. Mejor dicho, «pedacitos de carne triturada para hacer albóndigas», como amenaza el Gato con botas a los obtusos campesinos en el caso de que no reciban a su amo proclamando a coro «¡Viva el marqués de Carabas!».

Me gustan los cuentos: siempre encuentras en ellos algo que te incumbe. Ahí está la Sirenita que pierde la voz, su mayor encanto, a cambio de dos pies que a cada paso la hacen sufrir como si anduviese sobre unos cuchillos. Y todo por un príncipe tonto.

Hablar y caminar: las dos cosas que los niños aprenden primero, las dos cosas que se me han quitado sin motivo, ni siquiera por un príncipe tonto.

Mi pasión, de todas formas, era Rosa blanca y Rosa roja, cuya historia, tras centenares de representaciones, ahora no recuerdo bien, y aún menos el nombre del autor.

Lo que sí sé es que se la pedía sin cesar a mi padre, el aedo oficial de casa. Versaba sobre las dos típicas hermanas un poco imprudentes que acaban en un bosque lleno de peligros en el que pasan por muchas vicisitudes: recuerdo la ilustración en que la más osada de las dos saca unas tijeras (¿tijeras en un bosque?) y se pone a cortar la larguísima barba de un gnomo, con la intención de liberarlo, que se había enredado en un matorral de zarzas, lo que no hace más que irritar al enano de la foresta.

Pero el momento más hermoso, suspendido sobre el miedo a lo desconocido, al misterio, llegaba al aproximarse el clímax, justo antes del giro liberador, cuando papá disminuía el ritmo y pronunciaba solemnemente: «Entonces, de repente…». ¡Ah, la delicia de la excitación nerviosa! Aquellas palabras, que yo repetía con gracia comiéndome la «r», entraron en nuestro léxico familiar y me han acompañado siempre en los momentos de peligro, a un paso del final feliz.

Z. se ha dormido de golpe, con una sonrisa. Se le ha caído de las manos, ya inútiles, el libro que fingía leer mientras su mente navegaba por mares lejanos: le basta una barquita, ahora.

No como desde hace muchos días, ya ni siquiera recuerdo cuántos. No consigo deglutir, incluso me cuesta, y mucho, tragar el agua, así que he dejado de tomar las venenosas pastillas que encima se me atragantaban. Por suerte, a fuerza de caldos, he perdido en parte el recuerdo de los platos sabrosos y picantes que tanto me gustaban: la lengua, cada vez más superflua, ya no es capaz de reconstruirlo.

«Ta langue, le poisson rouge / dans le bocal de ta voix…»

Pobre pez rojo, pobre pez rojo cautivo.

En vez de comer, duermo. Duermo mucho, a pierna suelta, como resarcimiento de las noches insomnes de años y años. Las Furias ya no me persiguen, habrán encontrado a otro con culpas más recientes, más estimulante para su inocente perfidia congénita. ¿O he sido perdonada?

Suelo estar más allá que acá y empiezo a franquear aquella frontera que tiempo atrás trazó mi marido: «No te quedes más de la mitad del tiempo allá». La ley del fifty-fifty.

He de confesar que a veces paso ese fifty y llego al sesenta, al setenta por ciento, aunque ayudada por uno de los somníferos en pastilla que he ido hurtando poco a poco, además de algún trago de whisky, que en casa nunca falta. No hago nada malo, demasiado imprudente: no es más que mi preestreno, mi pequeño seguro de muerte.

Ya está, he dicho la palabra que da tanto miedo, «muerte», y al decirla casi se deshace en la boca, pierde sentido de tanto repetírmela.

«Animula vagula blandula / Hospes comesque corporis…»

Hasta el emperador Adriano se consternaba ante la oscuridad que recibiría esa chispa, poco más que una luciérnaga, compañera de juegos y de sufrimientos del cuerpo durante tanto tiempo: la llama animula, pequeña alma, almita, y la mima con ternura.

No se cruza la oscuridad.

Los griegos, inventores de dioses y de héroes, a su Aquiles lo hacen vagar en la oscuridad y pronunciar palabras terribles que suenan como una arcaica blasfemia: «Preferiría ser el criado de un criado en la tierra a rey de las sombras de aquí abajo».

Los judíos, con todas esas reverencias durante los rezos y los largos abrigos negros y los pesados sombreros que llevan hasta en verano en las polvorientas ciudades de un exilio perpetuo, sólo esperan el Sheol, un lugar tenebroso e indeterminado, para cuando su cuerpo yazga en una tumba ornada no con flores, sino con piedras del desierto.

Se diría que los cristianos son portadores de un poco de esperanza, sin embargo, para quien no lo deja todo en manos de los deseos y las ilusiones, esta esperanza resulta artificiosa, elaborada, rectificada a fuerza de discusiones doctrinales y de concilios. Ni una sola línea del Evangelio nos promete lo que realmente querríamos: volver a ver, reconocer a las personas que queremos y ser reconocidos por ellas. En conclusión, seguir siendo nosotros.

El odioso, el engorroso yo nos acecha y corrompe a los occidentales, quienes con sublime megalomanía hemos considerado, en los mapas y en los pensamientos, a nuestros países en el centro del mundo civilizado, a nuestras filosofías superiores a las místicas orientales.

Con la excepción de algunos a los que se juzga el colmo de la extravagancia, aquí ya nadie tolera la idea de la gran rueda que, pasando por varias vidas, humanas y animales, conduce poco a poco a la liberación final de la existencia, raíz de todo dolor.

Aquí nadie acepta ser sólo un grano de arena, una semilla en el viento que fructificará. O no fructificará.

A ninguno de nuestros generales felones se le ocurre hacerse el harakiri, cuando pierde una batalla.

En el fondo, sólo el islam promete algo palpable. Ahora bien, amén de trajes de seda y agua fresca, a las mujeres se les niegan los auténticos jardines de Alá, donde en cambio son recibidos, entre mil delicias y por huríes perpetuamente vírgenes hagan lo que hagan, los varones que hayan matado a un montón de infieles. En estos tiempos, sin embargo, ellos también tendrán que hacer cola para pasar y cuando puedan conseguir la entrada de regalo, las huríes no estarán disponibles y solamente quedarán localidades de a pie, como los domingos por la tarde en el cine.

Veo a Z. agitarse en el sueño; se pone y se quita de encima la manta ligera como puede (el maldito pie derecho no logra encontrar el hueco entre las sábanas, como si continuamente le hicieran la estúpida broma de los reclutas, «el saco»); los pómulos están rojos en la cara pálida; la respiración, a pesar de las almohadas añadidas, muy agitada.

Regreso aquí desde cada vez más lejos y necesito cada vez más tiempo para despejarme, para hacerme la despierta.

Traigo de esos viajes los regalos que me han hecho: una imagen, un sueño, una palabra.

Hoy la palabra es aquella con la que se reconocen todos los venecianos diseminados por su personal diáspora: «combàter». Que luego quiere decir sencillamente «combatir» y cierra una frase cuyo significado suena más o menos así: «No te preocupes de combatir», «Déjalo, no hay nada importante». El equivalente, si se quiere, del picaresco «chissene» que se dice en dialecto romano, su versión blanda y elegante, el melancólico presagio de una ciudad destinada a convertirse de Dominante en Disneylandia, el arañazo inofensivo de un León que se ha cortado las uñas.

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