Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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En su última noche, todos los amigos acudieron como en peregrinaje al almohadón sobre el que dormía, pegado a un radiador a fin de que estuviera calentito, para decirle adiós.

Amor, que a nadie amado amar perdona. [30]

Los morenos fueron encontrados un Primero de Mayo en el parque, otra vez por mi hija, a la que desde entonces prohibí que fuera a esos sitios tan peligrosos. Acababan de ser abandonados allí pues seguían saliendo de su cajón mientras un corrillo de gente se formaba alrededor. En total eran cuatro, todos negros, todos de lo más vivaces: la niña usó la falda, a guisa de delantal, para traérmelos.

Incluso para mí eran demasiados. Afortunadamente, dimos con una pareja de novios que se disponía a hacer el ensayo del matrimonio conviviendo juntos y, ya que estaban, les atraía también hacer el ensayo del hijo, por qué no con un animalito.

En el acto se enamoraron de dos, pero ella se encaprichó de uno que era igualito al Gato Félix; él, de una hembra que tenía una estrella blanca en la frente. Se me ocurrió una genialidad: los convencí de que se quedaran con los dos, metiéndoles una enorme mosca detrás de la oreja: en el fondo, podrían tener una pareja de gemelos, tan frecuentes hoy en día. Quién sabe cómo habrá acabado el ensayo de la familia.

Los dos morenos restantes acabaron, obviamente, en nuestra comunidad, como amuletos. La hembra fue llamada Marlene por su andar sinuoso de estrella de los años treinta que tantas veces he tratado de imitar, poniendo un pie exactamente en la pisada del anterior. Por su parte, el macho se mereció un bonito nombre de antiguo romano cual es Pansa Nasica (familiarmente abreviado en Pansy), no porque hubiera nacido en Roma y aún menos por su antigüedad, sino por sus características físicas: un largo hocico de felino y un orgulloso vientre de tragón.

Carlina es una historia aparte y digna de especial mención. Mi marido iba cada miércoles con un amigo al campo a alimentar a una pandilla de hambrientos a la que otro buen samaritano se encargaba de dar de comer los domingos. Conclusión: estos gatos comían dos veces a la semana. El espectáculo del reparto era indescriptible, si puede llamarse reparto a lanzar aquí y allá briznas de carne, restos de pescado, grasa de jamón, evitando a la vez que los animales se agredieran entre sí y que los más pequeños, todavía incapaces de llegar a las primeras filas de los adultos, se quedaran ayunos.

Un día los dos humanos llegan y no oyen el habitual coro de maullidos furiosos. Aquel rincón protegido, tupido de hierbas y zarzas, estaba convertido en una especie de aldea devastada por los yanquis: no quedaban señales de vida. A decir verdad, sí había una señal de vida, pero en tan mal estado que resultaba difícil reconocerla: Carlina. La línea de la espalda doblada por un probable palazo, la barriga hinchada, el pelo endurecido, se había salvado precisamente con el recurso empleado en las películas: tapada por los caídos, después se había arrastrado y escondido en un recoveco.

Vana búsqueda de un veterinario, inexistentes en aquellos pueblos, carrera (¿la última?) a Roma, donde es medicada pero no se repone; por último, alguien se atreve a abrirla y encuentra un riñón tan inflamado que está a punto de reventar: una vez que se lo quitan, comienza el milagro de la resurrección. Después de todo eso, ¿cómo no iba a merecerse el nombre de su salvador, mi marido?

Naturalmente, no es como los otros. Conserva todas las costumbres adquiridas en su infancia salvaje: se lanza sobre la comida, la propia y la ajena, y devora; ella, que debería comer sólo frugales papillas semilíquidas. Y además tiene todas las enfermedades posibles: una hernia, el colon muy largo y cuantas más queráis imaginaros. Sin embargo, en los intervalos es simpatiquísima: no hace muchas zalamerías pero te salta sobre los hombros y se enrolla alrededor del cuello como una auténtica piel. Pese a que todos sabemos que no va a durar mucho, con su frenética vitalidad llega a estar con nosotros nueve años, que no dejan de ser una buena marca.

Ahora no está ninguno pero cada uno de ellos ha recibido el homenaje de un rito conforme a su personalidad.

El príncipe oriental fue enterrado en un costoso cementerio para animales. El humilde fraile y la diva caprichosa, en el campo de unos amigos, entre un olivo y un melocotonero, cerca el uno del otro. El pacífico tragón y la tragona suicida en dos grandes tiestos, sobre nuestra terraza.

Tendrán muchas cosas que contarnos.

Amigos gatos, he estado más cerca de vosotros que de los humanos, lo sé. También ahora, cuando al encontrarme tan enferma mi natural misantropía se ha tornado obligatoria, con estas pacíficas fierecillas, un fragmento de naturaleza salvaje que se ha conservado entre nosotros, es con las que me entiendo mejor.

Ahora está la Gata rechoncha, enfermera, confidente, amiga. Ahora hay otros dos gatillos por casa, que a ella le caen muy mal, dejados por mi hija trotamundos a mi cuidado, cuidado que espero se transforme en adopción. Él es negro como la tinta (Inky), tan negro que, si cierra los ojos, desaparece como el gato mágico de Alicia.

Ella es una pequeñísima tigresa (Tigrina), que en el nombre bastante obvio recuerda el más extravagante de un gato veneciano que conocí hace una vida, Tigrin Piernas Bonitas.

Ahora que ya no hablo, con ellos todavía me puedo comunicar.

De noche, cuando lloro en la cama, la vieja amiga que duerme siempre a mis pies se despierta enseguida y viene a frotar su cabecita sobre mis mejillas. En la oscuridad, con su suave ronroneo me reitera la promesa que le he arrancado: «No me iré antes que tú».

Cuerpo a cuerpo

Paso mucho tiempo en la cama para mitigar así el frío que siento siempre, pese a que la casa está bien caldeada. Y también porque siempre estoy muy cansada. Miro por la ventana el trocito de mundo que me toca y, a pesar de todo, lo encuentro hermoso. En cambio, el boletín de guerra llega del cuerpo, cuyo lenguaje finalmente comprendo. Las últimas defensas están cayendo, los bastiones se desmoronan, los centinelas han huido, con el aceite hirviendo estamos en las últimas. Es una rebelión de todos los órganos, también de los buenos, los que nunca me han dolido: los oídos, la garganta, el intestino.

Quien tiene un viejo en casa, máxime si está enfermo (y, recordémoslo en todo momento, la vejez es en sí misma una enfermedad), sabe que su sitio preferido es el cuarto de baño. Irritante preferencia que saca de quicio «a los que tienen que ir a trabajar», y a los que siempre corresponde, en nombre de un principio económico, la precedencia sobre todo y todos. Sigue el turno de las mozas en plena flor de la edad, que nunca se cansan de arreglarse el pelo, sacarle brillo a los labios o limarse una uña; los mozos tienen asimismo exigencias semejantes, se buscan el último punto negro para arrancárselo, se rocían gel sobre la cabellera, se pasan desodorante por las axilas mal lavadas.

Sin embargo, la auténtica lucha es con los niños, a los que les encanta permanecer ratos igualmente largos en el mismo sitio. Si éstos cuentan a su favor con la velocidad para ganar la puerta, a cambio los viejos cuentan con la experiencia y saben esperar que el grito de un mayor reclame al impúber amador (todos se imaginan qué está haciendo encerrado allí dentro) para otras necesidades más desagradables, como la escuela, los deberes, la hora de irse a dormir.

Luego, de noche, cuando todas las personas activas tendrían ya que estar durmiendo, los viejos, exponiéndose a una atroz caída a cada paso alumbrado por la trémula luz de una linterna, finalmente pueden instalarse en su reino: a los más afortunados se les concede aún la posesión de la llave.

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