Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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Me dieron el alta, pero eran demasiado concienzudos para no rellenar antes páginas y páginas perplejas y para no mandarme a un médico amigo (¡y van tres!) cuya fama oscilaba entra la de mago y la de investigador.

El antro del mago no era nada halagüeño. Se componía de tres cuartitos misérrimos y mugrientos reservados a las enfermedades infecciosas: enseguida hacían pensar que, con cualquier enfermedad que se entrase, como mínimo se salía con sida. El mago era guapo, con ojos azules magnéticos, pero dejó de embrujarme cuando me dijo que tomase durante más de un mes cortisona antes de volver a su consulta, así por las buenas, sin explicarme para qué cuernos servía: entonces me di cuenta de que en su consulta había un fuerte olor a azufre.

Finalmente decidí gastar algo de dinero acudiendo a un médico privado (esto es, a un médico de la sanidad pública elegantemente disfrazado).

Me recibió una persona excelente (¡y van cuatro!) que se asustó más que yo, protegida con la coraza de la ignorancia, y dio otro paso conminándome a que me hiciera el análisis de la ELA.

Dejé pacientemente que me pincharan y hasta que me pasaran un poco de corriente eléctrica sin saber qué quería decir ELA, pues nunca había participado en las rifas televisas que durante un día conmueven el corazón de los espectadores cuya aportación acaba para siempre en las carteras de los organizadores.

Sea como fuere, por la alegría sincera que manifestó la excelente persona comprendí que me había librado de una condena inmediata que se intercambiaba, pero esto lo sé ahora, por una estancia más larga en el incomodísimo brazo de la muerte.

Entre tanto, un amigo médico me consigue una cita con una auténtica lumbrera del pasado próximo (¡y van cinco!). Acudo y encuentro a una persona que me gusta: cabellos y bigotillos canosos, trato sereno y amable, familia de latinistas, todo un caballero. Entablamos conversación, de paso me pone al día acerca de la existencia de enfermedades, raras pero no tanto, degenerativas (o sea, siempre empeoran) y crónicas (o sea, nunca se curan), que son lentas, lentísimas, casi cachazudas. Por último me pide cortésmente que haga nuevos Tics y Tacs en su hospital, del que se fía mucho.

Al despedirme, me sugiere que no tenga prisa, que empiece a hacerme las pruebas con calma dentro de unos meses: me estrecha la mano como un viejo amigo, añadiendo un tranquilizador: «¡Yo la apoyaré en todo!».

En lugar de tranquilizarme, me transmite una ligera aprensión y, yendo sin demora a su estimadísimo hospital para que me hagan las pruebas, regreso a verlo pasados pocos días.

Segundo acto. En vez del individuo elegante, encuentro a un vejete que disimula mal su irritación al verme aparecer por allí para molestar a su espíritu libre de engorrosas cargas. Examina las placas (cuyo contenido evidentemente ya conoce), farfulla una veloz alusión a las enfermedades que había mencionado tan vagamente en la ocasión anterior y me liquida con una de esas frases que se pronuncian en el cementerio cuando no se sabe qué decir a la viuda en lágrimas: «Señora, cada uno tiene sus propias desgracias».

Un latinista cínico.

Más tarde sabré (cuántas cosas aprendidas en estos cuatro años) que se trataba del comportamiento típico de los neurólogos del Medievo, a medio camino entre el triunfalismo del paleolítico, orgulloso de su eficaz ojo clínico en relación con los meandros del cerebro, y la frustración del neolítico, a los que los progresos tecnológicos en las exploraciones de aquéllos han revelado la presencia de nuevos misterios pero no les han brindado la clave mágica para curarlos.

A estas alturas quiero, quisiera, desearía la verdad.

Otra lumbrera, pues, (¡ y van seis!), un poco más j oven pero también cargado de laureles académicos. Por suerte, tiene un carácter un poco más alegre que el otro y le divierte hacer preguntitas a quemarropa (premeditadas, huelga decir), para poner a prueba el ánimo del paciente. «¿Le tiene miedo al cáncer?», te pregunta risueño doblándote una pierna. «No», respondo en el acto. «¿Le tiene miedo al alzhéimer?», todavía más contento doblándote la otra. «Sí», y me deshago en lágrimas. Pillada. Una intelectual que lamenta haber desaprovechado el tiempo.

Me palpa un poco más el cuerpo (él al menos no se avergüenza de reconocer como se hacía antaño, de tocar la carne, la piel ajena), luego la iluminación.

Como el jugador que en una sala llena de ojos envidiosos y de oídos incrédulos, incrédulo él mismo, grita «¡Bingo!» con voz quebrada, así el médico ilustrísimo lanza las palabras mágicas: «Esclerosis lateral primaria». Que sería una de esas enfermedades que te hacen las veces de elixir de una vida larga y atormentadísima. Ese «primaria», además, no me lo ha sabido explicar bien nadie; indiferentes a los matices del idioma, los médicos se desentienden de informarte si el adjetivo se usa aquí en el sentido de «inicial» o en el de «superior». Dejemos de lado las finuras.

La lumbrera repasa a continuación los papeles y cuando descubre el resultado negativo de la ELA, al médico que me ha atendido antes (que ha sido su alumno: aquí se conocen todos) lo califica con un sonoro «asno» y me mira sacudiendo la cabeza como si me hubiese querido inscribir en el concurso de Miss Italia. Comienzo a entender que la dichosa ELA, que reúne a los más infelices de todos, viene a ser una especie de élite conforme a la óptica inversa de una jerarquía de las desgracias.

Más o menos como el Círculo de la Caza respecto al Círculo del Ajedrez.

Con la audacia de los ofendidos, trato de averiguar las razones de mi estado. Él abre los brazos y, tranquilizándose, responde: «Debe usted enviar una carta certificada con acuse de recibo al padre eterno y hacerle en ella esa pregunta, pues es el único que puede responderle».

Con la humildad de los vencidos, pregunto entonces qué debo hacer. Obsequiándome una amplia sonrisa alentadora, el médico se pone manos a la obra y con frenéticas llamadas de teléfono me concierta enseguida una cita con su mejor alumno, también profesor y a su vez director de un hospital público, en cuyas manos me deja (¡y ya son finalmente siete!).

Este médico, joven pero ya medio calvo, altísimo y con una cabeza ensartada en la sumidad del cuello como a la punta de la pica de un sans-culotte, es muy amable y prolijo en aclaraciones. Se entiende al vuelo que esta relación maestro alumno, aunque alimentada de una hosca afectuosidad semejante a la que hay entre un padre y un hijo que se quieren, es la de dos hombres muy diferentes. Extrovertido y seguro de su propio olfato aquél, meticuloso y precavido éste; rico de experiencias aquél, entregado a los estudios éste; el maestro garabatea dos palabras sobre el revés de un sobre, el discípulo llena hojas y más hojas con una letra minuciosa. Importante observación fisiognómica: el mayor se parece a un caballo, el más joven es un cruce entre un ratón y un conejo.

En cualquier caso, ambos son barones, en la realidad o in péctore. A mí me toca el baroncito y procuraré que me caiga bien; lo que ocurre muy pronto cuando, firmando un e-mail, añade: «Con amistad no sólo médica».

Pero ¿dónde aprenden estas tretas, en cursos especiales? ¿Dónde aprenden, mientras te repiten que estás en tu perfecto derecho de elegir, a convencerte de que te pongas en sus manos con la más plena confianza, hasta el extremo de que apoyas voluntariamente la cabeza sobre lo que ya no te parece un garrote sino una cómoda almohada?

Todos los enfermos se vuelven niños. Así, a través de un aprendizaje de sensatez y de sometimiento a los tratamientos se preparan a ese tiempo ya cercano en el que unas manos extrañas (ojalá que por lo menos respetuosas) los alimentarán, asearán y vestirán, convirtiendo a sus cuerpos en los objetos indefensos que han sido siempre.

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