Cesarina Vighy - El último verano

Здесь есть возможность читать онлайн «Cesarina Vighy - El último verano» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El último verano: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El último verano»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

El último verano — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El último verano», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

A esas trompetas, nosotros respondemos con nuestras campanas…

Está triste, transcurre el día en la misma ventana desde la que yo ahora veo cómo pasan las estaciones fijándome en mis amigos los pájaros. A ella, sin embargo, los pájaros no le importan nada; preferiría un trasiego de gente bulliciosa, accidentes en el semáforo, la sirena de la ambulancia, preludio de un poco de emoción vital.

Pese a todo, procura ser útil quitando la mesa, por antigua costumbre al orden y al trabajo, y también por corresponder a nuestra caridad interesada. Pero ese ir y venir molesta a mi marido, que querría ver la televisión en paz, que todos estuvieran callados, y que una noche cogió su plato y desde entonces se va siempre a cenar a otra habitación, haciendo ostentación de su enfado.

Me convierto así en la guardiana de mi madre, duermo en una habitación contigua a la suya, muy pendiente para enterarme de sus necesidades. Tiene muchas y debo levantarme varias veces por la noche, cada vez más exasperada.

De esa forma es como, en las familias, nos hacemos cautivos los unos de los otros, quedamos atrapados en una red fortísima que no sabes si está hecha más de amor o de odio.

Un día mamá deja de comer; rechaza también los flanes, incluso los helados, su pasión infantil. Empieza a llorar, a quejarse (como yo, como yo ahora), pero los suyos no son gemidos normales, sordos, sino gritos, bramidos que se vuelven cada vez más fuertes y dan miedo, no sólo lástima.

Una maldita noche me llama por centésima vez: no camina, no se tiene en pie, quiere ir al baño pero yo no puedo sostenerla pese a que se ha quedado como un pajarito desplumado; entonces la arrastro por el suelo esperando que se rompa la cabeza contra el mármol, como una nuez. A sus lamentos (ella es limpia, ella nunca se ensucia), respondo frotándole la cara con un paño suyo que huele mal.

Si Dios existe, confío en que en ese momento estuviese mirando hacia otro lado.

Otra noche maldita. Mi marido, extenuado, temiendo que los vecinos oyeran aquel infierno, se impone. Me pide un cigarrillo (hace seis años que no fuma, a partir de aquel momento ya no lo volverá a dejar) y me expone su plan.

Estamos ahí, como dos conjurados, escondidos en la oscuridad, fumando juntos.

«De pequeña estuve en un orfanato, no quiero morir en un hospital.» En ese rechazo es lúcida, inquebrantable.

Habrá que actuar con astucia y rapidez. Diremos que se ha caído.

Llamados por nosotros, llegan los camilleros. Altos y recios, un poco bovinos, pero no peores que los demás, que nosotros, por ejemplo. Cargan y descargan cuerpos como si fueran corderos lechales o sandías en el mercado central: es trabajo.

Llegamos en su compañía al gran hospital, sobre el que se dice: «Hay que traer papel higiénico, pero tiene unidades que nos envidia Estados Unidos. Cuenta incluso con el médico que le ha quitado la próstata al papa».

A mi madre, que no tiene próstata, la ponen en una de esas crujías viejas con veinte, treinta enfermos. Allí puede gritar cuanto le plazca, hay hasta eco.

Y grita, grita mi nombre durante horas, hasta que llego, tarde, y los otros ingresados me reciben con un aplauso.

No puede estar allí, es evidente, entre otras cosas porque no le encuentran ninguna enfermedad: o lo que es lo mismo, las tiene todas, imperceptibles.

Finalmente encontramos una pequeña clínica privada, cerca de casa: una casita elegante pero un poco siniestra por dentro, donde médicos recién licenciados hacen lo que pueden por viejecitos amontonados en cada habitación: todo ello dirigido con puño de hierro por una maciza que está medio tumbada sobre un escritorio.

A mi madre no la tratan mal: hasta le hacen una trencita con sus escasas canas, consiguen ponerle el chándal que odia («Es de hombre») y la llevan, inerte, a la lúgubre fiesta que han organizado.

Para su suerte, muere al día siguiente.

Nosotros la vemos ya perfectamente limpia, arreglada por las manos, más piadosas que las nuestras, de la auxiliar de color. Nos podemos engañar diciéndonos que hemos pagado nuestra deuda por haber encontrado un sitio en la veneciana isla de los muertos, donde ella había siempre pedido volver, la tierra a la tierra, el polvo al polvo.

Por fin en casa: cansados, destemplados por el viaje. Busco una bata para entrar en calor y encuentro la suya a mano: es fea pero es de lana, siempre la hemos llamado en son de burla «la espiguilla siberiana», como la chaqueta de Fantozzi [26]. Me la pongo y aún no sé que con aquel gesto mágico comienza un largo viaje hacia ella, idéntica a ella.

Es la primera noche que me acuesto sintiéndome tranquila y aún no sé que está a punto de empezar mi épico insomnio.

Neurología, ninfa amable

He conocido a siete neurólogos. De uno en uno, por supuesto, no todos a la vez, como se le presentaron los enanitos a Blancanieves. Pero, en cualquier caso, han sido siete en total.

Apenas noté que se me trababa un poco la lengua, hecho reforzado por dos o tres caídas de bruces sobre el asfalto de la calle sin motivo aparente que me ahorrase las carcajadas ajenas, enseguida me dije: «Aquí se precisa un neurólogo». Sin embargo, no sabía nada de especialistas y confiaba aún menos en ellos: mi ideal era un veterinario, que, sin malgastar palabras, sabe o no sabe, pero al que fui, inteligente, no me quiso entre sus pacientes.

Empecé por el grado cero, a saber, la sanidad pública.

El día de la cita debía de ser especial, tanta ruidosa alegría se desparramaba desde los despachos, llegaba a las escaleras, entraba en los laboratorios de análisis y en las consultas de los médicos, contagiaba incluso a los doloridos y ceñudos pacientes.

Supe, mucho tiempo después, que se celebraba el cumpleaños de un odiado jefe, forzado, desde aquella fecha, a regresar a su casa para torturar de por vida ya solamente a su mujer.

Aún más tarde vine a saber que los funcionarios, quizás excitados por las naranjadas y los bocadillos resecos a los que muy a su pesar les había invitado el nuevo jubilado, y sin duda arrebatados por un júbilo dionisiaco, habían orquestado una broma de escolares, cambiando las placas de las puertas de los médicos, de manera que mi neurólogo podía ser perfectamente un urólogo, un andrólogo o, por qué no, incluso un podólogo, duda esta última que no disipé hasta que, tras hacer el juego de seguir con la mirada su índice, dar pasos con los ojos cerrados, comprobar mis reflejos dando toques a las plantas de mis pies, pude reconocerle el título que le correspondía. Me liquidó con un calmante suave, tachándome en su fuero interno como la típica hipocondríaca que se aprovecha del sistema sanitario nacional.

Mientras tanto, me seguía cayendo: en casa y fuera; con tacones altos y con tacones bajos; con botas y con bailarinas; con sandalias y con zapatillas. Demasiado para seguir con el calmante suave. Finalmente se decidió a pedirme un TAC y resonancias magnéticas, confiando astutamente en la lentitud de los trámites, que me mantendrían lejos al menos durante seis meses.

Indómita, recurrí a un olvidado medio pariente amable que se ocupaba precisamente de esas técnicas de estudio y en media jornada lo hice todo. Al murmurar mi medio pariente «hay algo» experimenté, absurdamente, casi satisfacción.

Me enviaron a la unidad equivocada, donde hice sudar tinta a los médicos y médicas que, como no entendían nada, me agujerearon sin parar, dando principio a esa larga serie de análisis que al cabo el enfermo rechaza con toda la fuerza que le queda tras aquel continuo drenaje de sangre.

Al final me dieron el alta, no sin hacerme pasar por el cedazo, de mallas muy anchas, de su neuróloga de confianza (¡y van dos!), que al menos, además del clásico juego de seguir con la mirada el índice, mostró un poco de femenina simpatía.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El último verano»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El último verano» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Michael Connelly - El último coyote
Michael Connelly
Sergi García-Martorell - El último tatuaje
Sergi García-Martorell
José Garzón del Peral - Se muere menos en verano
José Garzón del Peral
Ben Aaronovitch - Verano venenoso
Ben Aaronovitch
José Luis de Montsegur - Un verano con Clío
José Luis de Montsegur
Martín Felipe Castagnet - Los cuerpos del verano
Martín Felipe Castagnet
Отзывы о книге «El último verano»

Обсуждение, отзывы о книге «El último verano» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x