Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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Dejé el hospital habiendo hecho muchas observaciones interesantes pero ninguna rehabilitación.

Desde entonces pasaron casi dos años, durante los cuales fui a ver con regularidad, cada trimestre, a Cara-de-ratón. Yo le llevaba guasones informes de los progresos de mi enfermedad, que había aprendido a andar en mi lugar; él escribía y escribía en grandes hojas que pasarían a engrosar, estaba segura, su personal Libro de los Muertos.

Un día, en plan un poco magnánimo, me hizo una propuesta: ¿no quería participar, digamos como «por libre», en una experimentación de la que estaba oficialmente excluida por cuanto me hallaba algo más avanzada que los otros en la parábola descendente? Por supuesto, tenía total libertad de aceptar o no, de dejarla cuando quisiera, etc., etc., etc.

Es inútil: estos médicos saben más que Lepe y así convencen a los condenados para que introduzcan la cabeza en la soga por su propia voluntad, contentos y también agradecidos. Acepté intrigada: en el fondo sólo se trataba de tomar pequeñas cantidades diarias de una sustancia que había tenido su cuarto de hora de fama ni difundirse el rumor de que valía para apaciguar los nervios de un político especialmente precipitado y la lengua demasiado desatada de un presidente emérito de la República.

Empecé con la mejor voluntad del mundo, aguantando los agujeros en brazos y manos que me dejaban las continuas extracciones de sangre que hacían para los controles (Cara-de-ratón era además meticuloso); sin embargo, cuando advertí que hacía pipí con mucha frecuencia y abundancia, me acometió ese terror de ensuciarme que es prerrogativa de las criaturas civilizadas. Y así una noche, corriendo, es un decir, hacia el cuarto de baño, me caí, y conmigo el carrito que había en el pasillo, añadiendo a mis trofeos de guerra (hematomas sin fin, dos costillas dañadas, tres vértebras rotas), la fractura del hueso sacro.

Era la primera víctima de la experimentación que ya había sacrificado a centenares de ratones, ellos sí realmente inocentes.

Cuando, dándome ánimos, informé al médico sobre la puntual confirmación de las nefastas secuelas que se recogían en el prospecto anexo al fármaco, él me respondió seráfico que, habiendo surgido la sustancia para tratar a los «locos», dichas advertencias estaban dirigidas a ellos, que por naturaleza tendían a tomar dosis dobles, triples, cuádruples.

Desde ese instante me persuadí de que las enfermedades raras constituyen el auténtico caldo de cultivo de las ilusiones. Pues que cuezan en ese caldo y que los médicos que no curan nos dejen en paz: maldita las ganas que tenemos de arrancar el velo de Maya o de ver la cara de Medusa con sus cabellos de serpiente moviéndose despacito. Entre otras cosas, después nos petrificaría.

He leído, asombrándome tontamente, que las personas tratadas de la forma que para nosotros es habitual (médicos, análisis, recetas, rayos, medicamentos) son una minoría sobre el planeta, toda ella concentrada en los países tecnológicamente civilizados. El resto de la humanidad se vale de los rezos, las hierbas, los magos, las plantas, las danzas, los conjuros. Entre esas páginas he encontrado el tratamiento que me gustaría: un chamán viene a tu tienda, mira tu cuerpo, durante mucho rato te sujeta una mano entre las suyas; luego te pone una caca de ciervo sobre la frente, prometiéndote que regresará al día siguiente. Y regresa.

Viaje alrededor de mi cuarto [27]

Después de las llamadas Fiestas, me mudé a mi pequeño estudio, que además tiene una cama. Reducido pero suficiente para quien, como yo, no puede mover la pelvis y se pasa la noche tratando de emular en vano al barón de Münchausen, que se salvó de las arenas movedizas tirando él mismo de su pelo.

La excusa para esa mudanza es que ahí hace más calor; lo cierto es que se trata del primer paso hacia el distanciamiento de los míos, que ya siento próximo. Además, me encanta este cuartito: en las paredes, imágenes y objetos elegidos por mí, cosa que no había podido hacer jamás en la casa veneciana, donde un orden inmóvil, que jamás me hubiera atrevido a tocar, fue decidido de una vez para siempre por mi madre.

El espejo, en la misma entrada, tan necesario para ver cómo va cambiando tu autorretrato cada día. Luego, todos los libros de cine, mi otra pasión, acompañados por un Corriere dei piccoli, más o menos del año en que yo nací, amorosamente enmarcado, con una historieta de Sor Pampurio [28]que regaña a la criadita porque se pasa el día embobada soñando con las estrellas del celuloide.

Dentro de un cuadrito hay dos billetitos de mil liras, ganados milagrosamente a las cartas nada menos que a mi maestra de juego, por norma imbatible.

Un gran corazón de mazapán reseco cuelga de un clavo en la pared, profético recuerdo del que sería mi último viaje, a la Oktoberfest.

Al lado de la cama, en la alcoba de madera, una reproducción del Jardín de las delicias del Bosco conduce al reino de los sueños alegremente inquietantes: pájaros enormes, homúnculos en botella, ramitos de flores ensartados en el trasero.

Pero la que me conmueve es una fotografía a los pies de la cama: grande, y bien visible tanto por la noche, a la pequeña luz de la mesilla, como por la mañana, cuando el alba viene a acariciarla.

Por regla general, no me gustan las fotografías familiares: congelan los momentos felices aureolándolos de nostalgia; los tristes, los reavivan. Sin embargo, aquí se ha producido un pequeño milagro: la imagen, tomada sin muchas pretensiones, reconstruye de forma casual a un grupo respetando el aspecto, la personalidad, el orden de llegada a la familia, incluso la jerarquía de cada uno de sus miembros.

Son mis amigos, aquellos a los que he entendido mejor y que me han dado más.

Son mis gatos ya desaparecidos del mundo visible, pero que permanecen en mi corazón, pequeño cenotafio acogedor.

Es la hora de la comida y se han congregado en la cocina, volviendo todos a la vez la cabeza hacia el inusitado clic.

Una dama de la antigua corte japonesa soñó una noche con una graciosa gatita que se dirigió a ella en estos términos: «Soy tu amiga, que murió hace tres meses y, por una leve culpa, me he reencarnado así. Trátame bien».

Por una leve culpa.

El primero fue Ghego, nombre parecido a un balbuceo infantil: de hecho, se lo dio mi hija siendo niña, que lo consideraba una especie de hermano con algunas agradables anomalías.

Entonces éramos novatos y lo compramos, poniéndonos a la altura de los mercaderes de esclavos. Hermoso, con esa hermosura uniforme de los siameses, tan bueno que se dejaba vestir como un muñeco, cuando llegó era también tan educado que se comía su arroz de lata. Al cabo de tres días, inexplicablemente ya se había malcriado.

Muchos años después fue el primero en marcharse, como manda la naturaleza; en la foto está delante pero apartado, cual presagio, mientras que los otros forman sobre la mesa una fila ligeramente escalonada, respetando las reglas de la perspectiva, gatos de porcelana fina.

El segundo que entró en nuestra casa era radicalmente opuesto al noble Ghego. Hallado por mi hija en el portal una tarde que llovía a mares, me trajo un desecho fangoso, lagrimoso, con sólo tres patas, implorándome que nos lo quedáramos. Como Poncio Pilatos, delegué la sentencia al veterinario. Pulgar en alto: después de tres días quitándole el barro de las orejas, nos devolvió un gatito bastante decente, con un pecho blanco precioso que le habría permitido granjearse la admiración de todos de no ser porque pronto empezó a llenarse de pulgas, suplicio que el pobrecillo padeció de por vida, pues era incapaz de librarse de ellas a causa de su mutilación. Siempre debido a la patita que le faltaba le pusimos el nombre de Zombi, que, aunque muy apropiado, en el fondo era injurioso, por lo que lo dejábamos en apelativos cariñosos como Zombito, Zombino, etcétera. Yo lo llamaba incluso «Fra Ginepro» [29]o «Cordero de Dios», por la mansedumbre y la humildad que manifestaba con sus compañeros, cediéndoles el paso y dejándoles comer antes, como si esa pata menos no le diese ningún derecho. Aun así, recibió una postrera reparación; cuando, ya enfermo, lo llevaba cada dos por tres al veterinario, una vez lo subí al autobús. Era su primer viaje y se asombraba de todo, distrayéndose un poco de su mal, como un campesino recién llegado a la ciudad; un muchacho que se había agachado para mirarlo en su cesta cerrada, le dijo lo que nadie le había dicho jamás: «¡Qué gato tan bonito!».

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