Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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Tratad de imaginar una vida sin el gusto, como ocurre después de ciertos accidentes. Las horas de las comidas convertidas en pesadas obligaciones en vez de en alegres pausas, cada bocado deglutido a la fuerza, semejante a una bola de papel mojado que sólo deja la molestia de la digestión.

Si únicamente fuese una cuestión de garganta, de placer, podría aceptarse. Por hambre se come cualquier cosa, media humanidad está ahí para demostrarlo y hay santos que, por mortificarse, han comido las cosas más repelentes. Pero la falta de gusto genera paulatinamente inedia e indiferencia por la comida y, por consiguiente, si ya no te parece necesario conseguirla, defenderla, perderás lo que mantiene unidas tus moléculas, el instinto mismo de supervivencia.

Lamentablemente, eso también le ocurre a quien comería encantado (sobre todo dulces, porque la senilidad se asemeja a la infancia), pero le cuesta tanto tragar que corre el riesgo de ahogarse. Es el suplicio de Tántalo en versión esclerosis y yo ya estoy en un buen punto: también me atraganto con la hermana agua.

Más impalpable, pese a que se trata de algo muy material, es el concepto mismo de tacto. Concierne al tocar o al ser tocado. Por lo que se refiere al segundo aspecto, pasada cierta edad se es más golpeado, empujado o hurgado; en cambio, por lo que se refiere al primero, qué delicia sigue siendo poder acariciar a un gato negro (no sé bien por qué, pero ha de ser negro) con su pelaje sacado de un corte de seda, los guantes largos a lo Gilda, el rabo liso como una culebra inofensiva, los bigotes suaves que se retuercen de placer cada vez que le pasas la mano.

Así pues, alabado sea el tacto.

En el olfato soy una especialista. He notado con estupor que mis olores naturales han cambiado: desaparecido el del sudor, que en las personas morenas recuerda, atenuándola, la primitiva negritud, mientras que sorprendentemente huelo más a mujer; las otras secreciones están demasiado alteradas por los medicamentos para tenerlas en cuenta.

El sentido más antiguo, que durante largo tiempo fue necesario para propagar la vida, despertando los humores del sexo, es al tiempo el que más rápido se somete a las necesidades y a las modas.

Las ciudades, que a principios del siglo XIX apestaban por los gratuitos «beneficios» de los caballos, hoy huelen a cara gasolina quemada. Baudelaire olía sensualmente la cabellera de su amante mestiza, que le hacía soñar con viajes exóticos en barcos repletos de especias; hoy mucha gente se lava la cabeza todos los días, perdiendo, además del pelo, todo aroma natural.

Un autor muy guasón, el olvidado Marcello Marchesi, nos ha dejado el epitafio más hermoso del olfato:

Y todos bien lavados,

acabaremos mordidos

por nuestros perros.

A propósito. El sentido que ahora me resulta más útil, o mejor dicho necesario, escapa a la clásica clasificación. Es una suerte que lo tenga, completo y quizás un poco cáustico.

Me refiero al sentido del humor.

Los consejos de Madame de La Palisse

Madame de La Palisse debía de ser una mujer extraordinaria.

Quería a su marido, valiente capitán, y por ello escuchaba pacientemente sus relatos de batallas, asedios y duelos; como era muy sabia mostraba mucho interés, pero al tiempo, para sus adentros, expurgaba bastante, pues sabía que los hombres, incluso los más sinceros, tienen la imperiosa necesidad de contar con la admiración de esas oyentes caseras que son sus mujeres.

Tenía otra gran virtud, Madame: un sano sentido del humor. Así, cuando le llegó la noticia de la muerte de su marido en la batalla de Pavía (fábrica de frases célebres), tras llorar mucho, no pudo menos que prestar atención a la canción improvisada por los soldados para honrar su memoria, cuyo final, ingenuo hasta la absurdidad, estaba destinado a perdurar en el tiempo, atribuyendo al adjetivo «lapalissiano», trasladado por los lisonjeros al lisonjeado, una patente de estupidez estrafalaria que el heroico hombre de armas sin duda no se merecía.

Monsieur d'La Palisse est mort,

Mort devant Pavie;

Un quart d'heure devant sa morte,

II était encoré en vie.

Cuanto más pasaba el tiempo, aquella estrofa hacía reír más a Madame, quien inteligentemente se alegraba de que su hombre hubiera pasado de alguna manera a la semieternidad del lenguaje.

Comenzó a hablar con esa obviedad del poemita y descubrió que así la gente la comprendía mejor.

Yo también hablo a menudo como Madame de La Palisse y, confiando en hacer algo útil, les hablaré así a los principiantes, a los catecúmenos de esta enfermedad mía y suya, ofreciendo algunos consejos sencillos derivados de la experiencia, una especie de pequeño decálogo portátil:

I. No os hagáis ilusiones.

Si llega a haber algún tratamiento, empezarán los estadounidenses, una vez recuperados del crac, publicando estudios en revistas especializadas que serán tergiversados y puestos por la prensa para luego caer en el olvido. Mientras tanto, se amontonará una montaña sanguinolenta de ratones inocentes que allanarán el camino para experimentos con el hombre (dicho sea de paso, dejad que los hagan otros). Pasados unos años se tendrán resultados positivos. Pasados trescientos cincuenta y nueve (359) años, el tiempo que ha hecho falta para rehabilitar a Galileo, en nuestro país se abrirán las puertas al fármaco milagroso. ¿Tenéis ganas de esperar tanto?

II. Creed moderadamente en los médicos.

Una vez que hayan cumplido valerosamente su función de dar el duro diagnóstico, sintiéndose impotentes, os recetarán medicamentos que muchas veces son incompatibles entre sí, lo que aumentará la confusión de ellos y la vuestra.

III. Si creéis en algún dios, no lo soltéis. Puede ser que sirva, al principio o al final, sobre todo si no os hacéis muchas preguntas de tipo racional.

Más bien rugad lo o blasfemad contra él; dadle las gracias o maldecidle: a lo mejor eso vale para mantener abiertos los canales de comunicación.

IV Si no creéis en nada, mejor: un pensamiento menos. Muchos observadores profesionales refieren que los ateos mueren mejor.

IV. Seguid vuestro instinto. Nadie os conoce mejor que vosotros.

Casi todo el mundo os dirá: «Acepta, acepta». Lo que significa seguir viendo a los amigos, cuyo respiro de alivio os parece oír no bien salen de vuestra casa, así como hablar con ellos hasta que vuestra voz no se haya convertido en un graznido apenas inteligible. Al fin y al cabo, ellos son proclives a mostrar lástima, vosotros, valor, cuando en realidad, en el fondo de las entrañas, a ellos los asalta el miedo, y a vosotros la envidia.

No llamo «aceptar» a lo que no tenemos más remedio que tomar.

Están también los del «lucha, lucha», aquellos que en las necrológicas siempre escriben: «Después de luchar largo tiempo contra la enfermedad… murió ayer nuestro amigo de toda la vida XY…». No les hagáis caso; esta concepción muscular no hará más que mermar vuestras fuerzas, ya escasas, para cuando llegue a lo grande la famosa «debilidad generalizada», que no consiste, como creía yo también, en no poder con las bolsas del supermercado repletas de artículos de la compra sino en la imposibilidad de levantar con una mano el suplemento ilustrado de un periódico. Entre estas dos escuelas de pensamiento, yo personalmente he elegido orgullosamente una tercera vía, por lo demás desaconsejada y criticada por todos. Complaciendo a mi misantropía y ayudada por una natural capacidad para estar sola, me he enclaustrado en casa, no respondo al teléfono, rechazo todas las visitas, me comunico solamente por escrito.

V. Eliminad los recuerdos y disfrutad de los pequeños privilegios que se conceden a los enfermos. Dado que he entrado en una Second Life, procuro (naturalmente, no se consigue) borrar los rastros de la primera. Quisiera eliminar los recuerdos, las añoranzas, los remordimientos. Quisiera hacer tabla rasa de mi mente que sigue, ay, trabajando, incluso más de la cuenta. Aprecio y acepto las pequeñas ventajas de los enfermos: ser tratados como muñecas a las que desnudan, visten y peinan; ser satisfechos enseguida en nuestros pequeños antojos con la comida; dejar a los otros, aunque nos sintamos despojados y relegados, el gobierno de la casa, la colocación de los objetos, el lugar exacto de los libros.

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