Sergi Garcia-Martorell
El último
tatuaje
Ilustraciones interiores:
Aitor Irimia
Ilustración portada:
Nick Dancy
Primera edición: julio de 2021
© del texto: Sergi Martorell, 2021
© Ilustraciones interiores: Aitor Irimia, (@aitoririmia)
© Ilustración portada: Nick Dancy ( @nickdancytattooartist)
Editado por BubbleBooks
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editorial@bubblebooks.es
ISBN: 978-84-122982-9-1
Diseño y maquetación de interiores:
Grafime
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Capítulo 1
Diamante en Penang
La luna rielaba sobre el mar, lenta y tímidamente como si el miedo a que la terrible tormenta que acababa de amainar despertase de nuevo y se la llevase de vuelta al cielo. Pero, a pesar de sus temores, nada de eso sucedió, la calma reinó durante el resto de la noche. Incluso alguien tan poderoso como el mar necesitaba descansar después de tal esfuerzo, y fueron los surcos dejados por el paso de nuestro barco los que durante un instante rompieron ese reflejo de la luna en brillantes pedazos.
Navegábamos a bordo del Pistis Sofía, un viejo pailebote mercante de treinta y cinco metros de eslora que conservaba ese encanto de las embarcaciones de antaño, al que habían sacrificado parte de su bodega para incorporar un motor marino. Y, aunque era objeto de burla por los capataces de otros barcos más afines a los tiempos que corrían, los tumultuosos principios del siglo veinte, Matías, su capitán, jamás pensó en desprenderse de su nave. Estaba orgulloso y tenía motivos para ello, pues esa reliquia, como la llamaban despectivamente, jamás naufragó, y eso que había cruzado en más de una ocasión el peligroso Cabo de Hornos. Esta gesta dio derecho al capitán, y al resto de la tripulación, a colgarse un pendiente en la oreja, siguiendo con esa tradición tan extendida entre marineros de marcar los éxitos en el cuerpo.
Aquel fuerte temporal que se levantó esa noche en el estrecho de Malaca tampoco pudo con el Pistis Sofía, cuyos tres robustos mástiles de madera volvían a desplegar el velamen camino a Singapur. La tripulación, tras haber vencido una vez más la ira del mar, bajó a la cocina y se dispuso a celebrarlo de la mejor manera que sabía: ron jamaicano y tabaco. Nos sentamos los tres alrededor de la mesa, que por primera vez en mucho tiempo estaba totalmente vacía. Los numerosos vaivenes del barco habían tirado al suelo cuanto tenía encima: cacerolas y platos, así como alguna herramienta que poco o nada tenía que ver con la cocina. No sé qué clase de duende viajaba con nosotros, que siempre que perdíamos algo, ya fuera una llave, una sierra o un martillo, bastaba con bajar a la cocina para que sobre la mesa, como por arte de magia, apareciese el objeto en cuestión.
Matías, como buen capitán, hizo los honores. Destapó una botella y se la llevó a la boca. Los colores perdidos durante la batalla bajo la lluvia volvieron a sus mejillas. Era un tipo corpulento, pero a pesar de su tamaño, la poblada barba y el rostro severamente agrietado por el sol y la sal, su expresión era tranquila y afable. Eso, junto con su mirada, marcada por unos intensos ojos azul grisáceos, le conferían un carisma sin igual, y aunque jamás le vi vanagloriarse como hacía la mayoría de los marineros, estaba seguro de que en sus años mozos debió de haber roto unos cuantos corazones. Tras ese larguísimo trago, ofreció la botella a John el irlandés, un malcarado lobo de mar curtido en cientos de peleas tabernarias; una verdadera bomba de relojería, su poca paciencia lo encendía de tal manera que era especialista en provocar todo tipo de problemas allá donde fuera. Así lo atestiguaban todas las cicatrices que competían por hacerse un lugar entre decenas de tatuajes. Empinó el codo, mojando su barba pelirroja, y me pasó la botella a mí, al último miembro de la tripulación, un flaco marinero que contaba con mucha menos estatura, años y tatuajes.
Esa primera botella apenas duró una ronda. Abrimos otra y luego otra. Y sin darnos cuenta, entre salomas, bromas y risas, acabamos enfrascándonos en una partida de cartas.
—Subo la apuesta —dijo Matías sacando diez de sus preciados cigarrillos Players de su cajetilla para dejarlos en el centro, donde ya descansaba un interesante montoncito.
—¡Me cago en Neptuno! —exclamó John, y arrojó sus cartas contra la mesa soltando grandes improperios, lo único que salía de su boca y que constituía la base de su lenguaje.
—Pues yo sí los veo —dije con seguridad—; y subo a treinta cigarrillos, más ocho días seguidos limpiando las cacerolas… y, además, el reloj de la compañía.
—David, se te nota cuando vas de farol —sonrió Matías al tiempo que se acomodaba un rebelde mechón de pelo que se atrevía a salir de su gorra de capitán, la única parte de su indumentaria (y de todo el barco) que mantenía siempre impecable.
—Bueno, si tan claro lo ves, juégate el tuyo también —repuse dejando mi reloj en el centro de la mesa.
—¡Quién pudiera volver a tener esa insensatez de la juventud! —exclamó mientras daba un codazo a John, lo que, a juzgar por su mirada, no pareció hacerle demasiada gracia.
El capitán se arremangó entonces su chaqueta, dejando ver sus emborronados tatuajes entre los que destacaban dos cañones cruzados y una pin-up desnuda, se quitó su reloj de pulsera con gran parsimonia. Ese fue un regalo que la compañía cafetera con la cual trabajábamos nos dio una Navidad y que a todos nos encantaba, pues tanto la caja como la correa estaban bañados en oro.
—Aquí lo tienes —dijo sin mostrar el menor nerviosismo mientras dejaba su reloj al lado del mío, y reveló su juego: trío de reinas.
¿Pero cómo podía ser posible? En todos los confines del mundo se sabía que el capitán era el peor jugador de cartas de la historia, y no obstante ahí estaba con esa increíble mano, mirándome con expresión adusta.
—Vamos, grumete, ¿a qué esperas?
Todas las miradas se posaron en mí. Me negaba a desvelar mis cartas. Los demás, al ver mi cara de preocupación estallaron en sonoras risotadas.
—¡Está bien! —grité lanzando las cartas sobre la mesa—. ¡No sé mentir! ¿Contentos?
Mis compañeros siguieron riendo mientras yo no dejaba de negar con la cabeza, repitiéndome una y otra vez que era imposible que aquello me estuviera pasando a mí.
—Vamos, recoge tu reloj —dijo Matías recuperando aliento tras las carcajadas—. Si no eres bueno en el arte de la mentira, nunca debes jugártelo todo a una sola carta. Y si lo haces, aparte de tenerlos muy bien puestos, tienes que estar totalmente seguro de que esa carta no solo es buena, ¡sino buenísima!
Levantó el reloj de la mesa e hizo un gesto para que lo cogiera. Al ver que mi cabezonería me impedía aceptarlo, me lo lanzó con fuerza; mis reflejos me traicionaron: lo agarré al vuelo. Matías clavó su mirada en la mía, tal como hacía cuando me daba una orden. No me quedó otra que obedecer y volver a colocar el reloj en su sitio, recuperando la que era, junto a una fotografía de color sepia de mi padre, mi pertenencia más preciada.
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