Sergi García-Martorell - El último tatuaje

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«El viejo marinero se arremangó la camisa y empezó. Lo que querían era conocer una historia que, aunque no estaba escrita en las páginas de un libro, lo estaba en la piel de un hombre, y eso para él también era literatura.» El beso de la aguja, tinta y sangre mezcladas para dar vida a una persona que ya no volvería a ser la misma. La magia del tatuaje, la perpetua marca de aquello que merece ser recordado. Veintitrés veces se sometió a ese catártico ritual hasta que, en la cúspide de su carrera, se vio obligado a abandonar el mar. Los dedos del viejo marinero recorrían los emborronados trazos de tinta mientras relataba las aventuras que había detrás de cada tatuaje. Amores, decepciones, muertes, o episodios de camaradería bañados por litros de ron. Puerto a puerto fue forjándose su peculiar personalidad que lo acompañaría hasta que a los ochenta y cinco años decidió emprender el viaje al lugar más desconocido de todos. Ese día, le contará a su nieto, el mayor amante de sus historias, el significado oculto detrás de un misterioso símbolo: su último tatuaje.

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—Y el de esa chica, ¿qué significa? —quiso saber, y señaló el tatuaje de la pin-up que llevaba en el antebrazo, que a diferencia de la que llevaba Matías, era mucho más recatada.

—Es una larga historia —contesté bajando la voz mientras acariciaba con cariño la pin-up y la flor amarilla debajo de ella.

—¿Es tu mujer?

—Se puede decir que sí.

—¿Y dónde está ahora?

—Lejos… —pese a que habían transcurrido tres años de nuestra separación, aún se me humedecían los ojos al recordarla—. Muy lejos.

—Me parece muy interesante lo de tus tatuajes, pero está claro que debo de ser el único en todo Penang que así lo cree.

—¿A qué te refieres?

—Me apuesto la vida, que como ves es lo único que tengo —dijo extendiendo sus escuálidos brazos—, a que la razón por la que estás compartiendo esta fría noche conmigo no es otra que la de que alguien ha visto tus tatuajes.

—Pero ¿y qué tiene eso que ver?

—Mucho —sentenció—. La gente en esta ciudad está llena de prejuicios, por si no te habías dado cuenta. A todos los que no somos como ellos, nos marginan. A mí, por ejemplo, me dejaron de lado por llevar el pelo largo.

Solté una carcajada.

—Perdona, no lo he podido evitar —me disculpé.

—¡Puedes reír todo lo que quieras! Que te desprecien por ese motivo es tan estúpido que da risa. Fue por esto —dijo agarrando un mechón de pelo— por lo que no conseguí que me dieran trabajo.

—Entonces, ¿por qué no te lo cortaste?

El vagabundo me miró y, con gran seguridad en sí mismo, contestó:

—¿Y por qué diablos tendría que hacerlo?

No supe qué decir. Con orgullo, se recogió el cabello y se anudó un curioso moño en la parte superior de la cabeza que le hizo parecer uno de esos dioses hindúes cuyas estampas presidian las puertas de los negocios indios. Entendí entonces por qué el pueblo desagradaba tanto a Matías y a John el irlandés, también ellos debieron de sentirse menospreciados, obligados a pasar la noche en la calle y quién sabe cuánto más, pues, a diferencia de mí, ellos no podían esconder sus tatuajes tan fácilmente: el trébol de cuatro hojas en el cuello de John o el hold-fast en los nudillos del capitán no eran de lo más discreto que digamos. El vagabundo sacó una manta y me la ofreció.

—Cuando se apague el fuego, la vas a necesitar.

—Pero ¿y tú? —dije aceptando la manta.

—No te preocupes. Mi piel no está tatuada, pero sí curtida de tantas noches en la calle.

Acomodó sus ropas a modo de cojín y se tumbó. Ya era bien entrada la madrugada, y a decir verdad no tenía otro plan que no fuera el de dormir un poco. Extendí la manta contra el muro y me cobijé con ella. No se trataba de un lugar cómodo, pero sí barato, muchísimo más que cualquiera de las posadas donde no me habían admitido. ¡Hasta podía sacar algo positivo! Aunque a buen seguro que, al despertar, mi espalda no diría lo mismo. Debido al cansancio acumulado de ese día, y de la anterior noche luchando contra la furia del mar, me quedé dormido prácticamente al instante.

Cuando desperté estaba solo; ni rastro de mi nuevo amigo. Me levanté y, tras revisar mis músculos y articulaciones para ver su grado de deterioro, me alegró comprobar que, salvo un entumecimiento general, todo seguía en orden. Dejé la manta debajo del cubo y, al hacerlo, las mangas del abrigo se subieron y una pequeña parte de mis tatuajes quedó al descubierto. Me quedé pensativo. ¿Y si aquel hombre tenía razón y ese era el motivo por el cual la gente cambiaba tan repentinamente su actitud hacia mí? Por si acaso, me abroché bien los botones del chaquetón y estiré bien las mangas, de forma que taparan cualquier rastro de tinta. Y así, escondido bajo mi ropa de camuflaje me dirigí al mercado, pues mi estómago había empezado a lanzarme serios ataques que seguro acabarían conmigo si no los contrarrestaba con comida; cualquier cosa valdría, siempre y cuando no fuese redonda, espinosa y se llamase durián.

El sol resplandecía con más fuerza aún que el día anterior. Mi cuerpo se me derretía bajo el abrigo, al que vigilaba constantemente para que no dejara asomar ninguno de mis tatuajes. La cosa funcionó. Pese a mi gesto desencajado por el agobiante calor y a llevar el pelo pegado a la frente por el sudor, la gente volvía a mostrarme su lado más amable. Sonreí, pues aunque me estaba asando como un pollo, prefería mil veces eso al desprecio.

Una pareja, que a juzgar por su refinada manera de vestir debería de formar parte de la clase alta británica, salió de una de las casas coloniales más ostentosas. Al momento, un gran coche plateado se detuvo ante ellos. Para alguien que pasa la mayor parte del tiempo en el mar ver un vehículo semejante era todo un acontecimiento; me aproximé para memorizar sus detalles, y así luego contárselo a mis compañeros. Un alargado motor, con unas finas hendiduras en los costados que dejaban respirar al potente y ruidoso motor, ocupaba las tres cuartas partes del coche, dejando el resto para la cabina, alta y cuadrada. El conductor, que iba uniformado con gorra y guantes blancos, ayudó a los dos ricachones a subir a los asientos traseros. Al acomodarse, al caballero se le deslizó algo que acabó cayendo al suelo. Fui a avisarlos, pero las puertas se cerraron y, con una humareda, aquella joya sobre ruedas se puso en marcha. Traté de detener el vehículo haciendo aspavientos con las manos, pero así solo conseguí que se alejase a mayor velocidad. Frustrado, bajé los brazos y fui hacia el objeto caído.

Se trataba de una cajita de terciopelo verde. La curiosidad era demasiado fuerte. La abrí y su contenido me cegó. Cerré la cajita de golpe. No podía ser que lo que había allí dentro fuese real. Me froté los ojos y, preparado ante lo que me iba a encontrar, volví a abrir la cajita, pero esta vez mucho más despacio: un diamante del tamaño de una nuez volvió a aparecer ante mí.

Fui corriendo a la policía a devolverlo; pero, cuando estaba a punto de llegar a la comisaría, un pensamiento sacudió mi cuerpo: ¿Y para qué iba a devolverlo? ¿Para qué, en lugar de agradecérmelo, al ver mis tatuajes me escupieran en la cara? La idea de quedarme con él empezó a tomar forma. Deseaba volver a verlo, aunque esta vez como su nuevo propietario.

Mis dedos temblorosos recorrieron la aterciopelada cajita, la abrí y la luz inundó el lugar, nació un nuevo día dentro del mismo día. Me sentía rico, poderoso, pero tenía que ser cauto, no podía arriesgarme a que alguien lo viera y me lo arrebatase. Cerré la caja y la metí en el bolsillo interior del chaquetón. Tenía el pulso descontrolado, mi mente no paraba de darle vueltas a las miles de posibilidades que de repente se habían abierto ante mí. El diamante debía de valer una fortuna. Mi cabeza estaba a punto de estallar, y eso, unido al sofocante calor que me había obligado a soportar encarcelándome en mi abrigo, acabaría por mandarme al suelo de un desmayo si no hacía nada para evitarlo. Un estrecho callejón en sombra se abría cerca de mí, así que sin pensarlo, me metí en él, y después de lanzar una rápida mirada a mi alrededor para cerciorarme de que no había nadie, me quité el abrigo, como estaba deseando desde hacía horas. ¡Qué alivio! Hasta aproveché y me quité la camiseta a rayas azules y blancas que pesaba más del doble por el sudor absorbido.

Apoyado en el muro y a pecho descubierto, dediqué unos largos cinco minutos para recuperar el aliento antes de volver a prestarle atención a mi nuevo tesoro. Fascinado, lo abrí de nuevo y ahí estaba, mi diamante, proyectando imágenes en mi retina, imágenes que tenían nombre y forma, el Johanna, mi propio barco. Mi sueño de ser capitán iba a hacerse realidad mucho antes de lo que esperaba. Realmente la vida es del todo imprevisible, te levantas un día tirado en la calle y por la noche te acuestas en el camarote de tu propio barco.

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