Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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Por lo que se refiere a los amigos (sólo de pluma), nunca me he sentido más estimada, admirada y querida. Porque ya no tienen que temer a mi lengua afilada: lo sé pero no me importa, es más, son ellos quienes me dan pena, a veces, pues están obligados a mirar constantemente hacia atrás, perseguidos por su propia sombra.

VII No guardéis rencor a quienes os hayan hecho daño sin darse cuenta. De lo contrario, será como ir a acostarse de noche con una pequeña astilla que no quiere salir de la uña.

VIII. Soportad a la enfermera que os tutee, tratándoos como a una viejecita chocha. Aunque no lo creáis, al parecer es un consejo que les imparten en los cursos de formación, como método para aparentar mayor cercanía a los enfermos. Puede. A mí, sin embargo, sólo me parece de una tremenda mala educación.

IX. Sed pacientes con las personas que padezcan vuestra misma condición y escuchad, hasta donde aguantéis, sus explicaciones, invariables.

Yo misma, que, lo confieso, siento una invencible repugnancia por los viejos y los enfermos, olvidando que formo parte del mismo grupo, trato de resistir estos malos impulsos, en nombre de la empatía, cuando no de la simpatía, sensaciones que a veces son increíblemente divergentes o, incluso, opuestas.

X. No vayáis a Lourdes.

Un matemático, alegremente agnóstico, ha contado las «curaciones inexplicables» totales (las hay, las hay) y ha descubierto que las de Lourdes suman treinta unidades menos que las producidas en otros lugares. Por tanto, concluye, si os quedáis en casa tendréis treinta posibilidades más de curaros.

El padre eterno, una vez que llegó al décimo mandamiento, paró: evidentemente le daba lástima Moisés, que debía bajar del monte Sinaí, en sandalias, cargando a cuestas dos piedras pesadísimas con las Tablas de la Ley.

Nosotros, que escribimos sobre hojas ligeras, podemos añadir alguna recomendación más.

XI. Preparad una lista de las cosas que sabéis hacer, de esas para las que hacen falta manos y pies o de aquellas en las que es necesario un poco de cerebro o de alma. Hacedlas. El orden es imprescindible pues lo primero que se os debilitará son las extremidades (¡cuidado con las caídas!), ya incapaces de obedecer a las órdenes de las neuronas perdidas. Después, o incluso antes, se os trabará la lengua, hasta emitir sonidos incomprensibles. Así pues, nada de cantar o de declamar. Al final, sin embargo, el cerebro os funcionará perfectamente, calvario y gozo. Personalmente, me ha salvado la escritura, pero también puede leerse ahora que se dispone de todo el tiempo para uno y que nadie te molesta, o rezar con más intensidad y conciencia.

XII. Sed curiosos.

La curiosidad es el motor de la inteligencia, es una robusta muleta para sostenerse, es la puerta abierta hacia la vida. Hacia la vida que nos retiene con fuerza hasta que encontremos la respuesta a aquella pregunta que nos ha venido a la mente, por tonta que sea.

XIII. Buscad o, si ya lo tenéis, cultivad vuestro sentido del humor. Hay mucho de que reír en el mundo: de los demás, de vosotros mismos, de las cosas que os parecían tan importantes y que sin embargo eran tan tontas. Si hay un momento en que nuestro ojo ve con claridad, es éste. A menos que esté nublado por las lágrimas, lo sé.

Amigos, mis «mandamientos» son muy materiales, un poco arrogantes para presumir de seguridad; por ello he excluido la parte más delicada, la que se deja en manos de la conciencia individual, peligrosamente tironeada entre dos poderes: el de un Estado inseguro de todo y el de una Iglesia demasiado segura de todo. Añádanse nuestras personales dudas sobre principios que creíamos firmes y que en cambio pueden desvanecerse ante un dolor nuevo -uno más de la ya abundante colección-, ante un nuevo miedo o ante una antigua creencia: se os quitarán las ganas de dar consejos.

Fui educada laica e irreligiosamente por mi padre, entre las protestas de mi madre que terminaba siempre sus reproches con un «También vosotros pasaréis por esa puerta», refiriéndose a la de la iglesia en el día de nuestro funeral. He tenido, pues, el farolillo de la Razón como único sistema de iluminación y, debo confesarlo, muchas veces me he estrellado en esa penumbra.

Si nos decidiéramos a abordar ya el tema tabú, la muerte, que seguramente nos espera con menos paciencia, amigos, que a los demás, podríamos recordar que el positivista e higienista siglo xix quiso introducir el uso de la cremación. Estallaron diatribas terribles que se prolongaron durante décadas entre «calcinadores» y «putrefactotes». Increíble: los calcinadores eran los ateos que, con esta purificación definitiva por medio del fuego, demostraban inconscientemente su mayor espiritualidad.

¿Cómo me he comportado yo? De forma ambigua, dando disposiciones conforme a la ideología laica pero con el corazón encogido de auténtica materialista que, como les pasa a ciertos locos, le gustaría conservar aquí un cuerpo, por siempre próximo, a ser posible guardado en un armario. Que en realidad vendría a ser la versión autárquica y pobre de lo que hicieron los refinados padres de Madame de Staël: erigir un pequeño mausoleo, casi un saloncito, donde su hija pudiera verlos, embalsamados y sentados, cuando iba a visitarlos.

Confesémoslo: a veces amamos tanto un cuerpo que nos oponemos incluso a uno de los actos más lógicos, pero no por ello menos generosos, que pueden hacerse en recuerdo de una persona muy querida que ha fallecido: la donación de sus órganos.

¿En el fondo, sin embargo, qué nos importa lo que pase después?

Es lo inmediatamente antes lo que nos interesa realmente, cuando nuestros dolores desencadenan el frenesí, el empeño, hasta el orgullo o la vanidad de los médicos que se ponen a competir con quien es más fuerte que ellos, atormentándonos y prolongando nuestro sufrimiento. Puede que vosotros, como me ha ocurrido a mí, hayáis gritado entre lágrimas: «¡No estoy cansada de vivir, estoy cansada de la enfermedad!».

«A veces se me ocurren ideas que no comparto», dice el filósofo ridens Woody Allen. También a mí.

Fui de las primeras en redactar, concienzudamente, con la esperanza de que algún día pudiera tener valor, un testamento de autodeterminación biológica en el que pedía que me ahorrasen agujeros, cánulas y sondas, convencida de que la naturaleza, nuestra madre, se apiadaría de mí.

Sólo después conocí la enfermedad, su injusticia y carácter azaroso, y descubrí que somos infinitamente adaptables, que cambiamos ideas e ideales en razón de los empeoramientos, que nuestras exigencias se vuelven mínimas: nos conformamos con respirar, durar, seguir tirando.

Cuando me costaba caminar, añoraba mi paso ágil; cuando también perdí la voz, me habría conformado con solamente cojear.

¿Tendré el valor, cuando llegue el momento, de sacar de debajo de la almohada el documento en el que rechazo los tratamientos?

Resulta raro: cada situación trágica hace resonar en nuestro oído interno una cancioncilla tonta como la de Monsieur de La Palisse.

¿Quién no se acuerda de la genial estupidez de Petrolini?

Me alegra morir

Pero me da pena

Me da pena morir

Pero me alegra. [32]

Ahora bien, nosotros no vamos a enrolarnos en el ejército de Hamlet, héroe epónimo de la duda, que llenó el escenario de muertos sin conseguir siquiera vengar bien a su padre; ni tampoco vamos a unirnos al coro que repite el ambiguo estribillo.

Sólo mantendremos un trocito de duda, quizás oculta en lo más profundo de un cajón, para que siempre nos recuerde que nada es seguro.

El mirlo blanco

Doña Z. había acertado con su presentimiento: este verano no iba a vivirlo plenamente.

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