Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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A los niños no se les pide opinión ni intuición sobre lo que ha causado todo aquel desbarajuste. Yo sólo recuerdo la profunda aflicción en que me sumió la idea de tener que dejar pronto el trabajo y con él mi función, mi manera de ser útil, agradable, ocurrente. La ley me concedía permanecer aún dos años, que pedí, obtuve, quemé deprisa. El último día, el de mi cumpleaños, caía en sábado: poco personal, pocos lectores. Esperé a que se fueran todos, bajé la suntuosa escalinata siempre sucia y resbaladiza, pero rebosante de bajorrelieves y estatuas; me senté en el escalón de los mendigos y lloré.

Tengo para mí que fue entonces cuando la primera neurona se secó como una rama por una repentina helada de primavera.

No volví más a aquel lugar, que había sido mi palacio encantado.

En amor, o todo o nada.

Rehabilitaciones, experimentaciones, ilusiones

Al principio mi enfermedad no me daba mucho miedo. Tal vez por el nombre, tan científico y aséptico que no despertaba simbolismos enraizados y que se resumía mal en una sigla fácil de memorizar, tal vez por esos dos adjetivos, «crónica e incurable», que se adaptaban a demasiadas condiciones: ¿la vejez, por ejemplo, no es también crónica e incurable?

Tendría que haber prestado más atención al término «degenerativa», sólo que pensando en los degenerados que se divierten haciendo que los fustiguen me entraba enseguida la risa. Además, el médico me había asegurado que conservaría mis facultades mentales intactas hasta el final: entonces la tomé por una promesa, pero ahora comprendo que se trataba de una amenaza.

Por darle más empaque, añadamos la pizca de absurda vanidad por sufrir una dolencia que aqueja a una persona de cada cincuenta mil (¡cincuenta mil: los habitantes de una pequeña ciudad!). Reíos, reíos si queréis pero yo conozco a una persona que afirma tener una enfermedad que comparten sólo treinta habitantes del planeta: a través de la red ha trabado trato con los otros veintinueve, una especie de casta, de estirpe predestinada a saber a qué, con la que se escribe on line, disfrutando muchísimo. Por otra parte, en esta primera fase, en la que todavía te mueves decentemente y hablas mal pero de modo comprensible, estás excitado y exaltado: es la fase triunfalista, en la que tienes la impresión de haber ganado al menos cuanto has perdido y de haber sido elegido para algo oscuro pero importante. La sensación, por norma justificada, de entender mejor a los demás, de penetrar casi en sus pensamientos, aunada a la seguridad de la plena posesión de tu cerebro, te hace sobrevalorar éste en detrimento de las más humildes expresiones corporales que al final se vengarán, destrozándote.

Así, cuando alguien soltó la palabreja «rehabilitación» y el doctor Cara-de-ratón se apresuró a atraparla y a agitármela delante de la cara como un pirulí de premio, también a mí me pareció estupenda y apropiada. En realidad, a los dos nos sirvió para ganar y perder tiempo.

El hospital al que me envió (para entendernos, aquel donde se cantaba karaoke en silla de ruedas) era muy bonito. Adyacente a un castillo medieval papal, estaba bordeado por impotentes murallones. Un gran jardín repleto de miles de pájaros avispados, seguros de que allí no entraría nadie con redes o fusiles. Todo el interior relucía por su limpieza: en el fondo era una lástima que sólo acogiese enfermos.

Allí aprendí a desenvolverme en aquel pequeño mundo, donde rigen otros usos, otros hábitos, otras leyes.

Empecé a observar los uniformes, a los que usualmente echamos una ojeada tan distraída que apenas recordamos si son batas o camisolas. Distinción que en realidad no es en absoluto baladí, toda vez que revela jerarquías y ascensos en el escalafón social: la bata blanca corresponde únicamente a los médicos y a todo aquel que tenga la categoría de jefe; el azul-verde y las camisolas son para los demás. Aunque todos los uniformes están cuidadosamente descritos y prescritos en los reglamentos (cuello en V, tres botones, bolsillos sobrepuestos, pantalones unisex), la vanidad, el individualismo y los muy frecuentes lavados antimanchas, que destiñen colores y ribetes, vuelven inútil el fin para el que han nacido, haciendo que muchas veces confundamos a un general con un cabo. Lo importante, en cualquier caso, es comprender dónde se halla el poder: en los camilleros y en las jefas de planta. Los primeros pueden bloquear el mecanismo que hace funcionar todo el hospital; las segundas, fiduciarias y portavoces de los médicos, pero al tiempo procedentes de la misma clase social de sus subordinados, conocen los humores y por tanto saben dosificar a la perfección el pan y el palo.

En cuanto a lo» terapeutas, pueden dividirse grosso modo en dos categorías: los simples y los compuestos. Los simples se preocupan por hacer bien su trabajo, tienen una adecuada relación con el dinero y su mayor aspiración consiste en conseguir la diplomatura universitaria, que, a su entender, prácticamente los equipara con los auténticos médicos.

Los compuestos son más inquietos, más espirituales, y suelen cumplir su tarea como una misión salvadora por los enfermos y por ellos mismos, lo que no siempre es necesariamente lo mejor. Mi logopeda era así: simpática, inteligente, amante de la poesía y del teatro. Naturalmente, pasábamos casi toda la hora que me correspondía de charleta, olvidándonos de los globos que había que inflar y de las pajitas que había que soplar. Salía de muchas experiencias dolorosas, entre ellas de un intento de suicidio.

¡Aspirantes a suicidas, atención! En esta fase inicial, triunfalista, todo aquel que no tenga rémoras religiosas bien puede estimar que ésta es la mejor solución, en tanto y en cuanto si él mismo se infiere el golpe evitará que otro (¿quién?) sea más rápido en inferírselo. Así, con un arrebato de dignidad de antiguo romano, podremos irnos libres, sin presenciar ni ofrecer espectáculos de excesiva degradación.

Cuando éramos muy jóvenes (y es lo único que nos excusa), mi marido y yo planeamos esta salida de seguridad, sobre el ejemplo de muchas parejas socialistas del siglo xix. No nos pusimos de acuerdo sólo porque, dada nuestra diferencia de años, no fuimos capaces de decidir a qué edad debíamos poner fin a nuestra vida. Brigitte Bardot, en la era de la carita enfurruñada y de la cola de caballo, dijo una bestialidad todavía mayor: que se suicidaría a los treinta años. Hoy es una mujer tan despeinada como yo que da de comer a los gatos.

Atentos, compañeros de desventura que sois ya los destinatarios de este pequeño vademécum que se va componiendo casi solo. El homo sapiens es el animal más adaptable que haya aparecido jamás, sin desaparecer, sobre la faz de la Tierra. Ya no hay dinosaurios, tampoco mamuts, pero el ser humano sigue aquí. Porque ha accedido, sin prejuicios pero no sin asco, a comer carne o hierba, según las carestías. Cuando creyó que era civilizado porque hablaba, caminaba erguido y se vestía, a lo mejor con una chaqueta a rayas con una estrella amarilla cosida encima, comió mondas de patatas, basura, cuero hervido. Otros, distintos, han traicionado, vendido a sus hijos, prostituido a sus hijas, para sobrevivir. Al final se acepta todo, creedme a mí que odio la fealdad, la suciedad, la dependencia de los demás, la enfermedad y, pues sí, también a los enfermos: el humillante instinto de supervivencia sale ganando.

Alto, atractivo sin conciencia de serlo, él también seducido por la idea de la autodestrucción en un momento penoso de su pasado, mi psicoterapeuta de elegantes botines (un regalo de su muy amada mujer) seguía afortunadamente vivo: pasamos juntos horas agradables discutiendo muy seriamente de lo divino y lo humano. Comencé a perderle aprecio cuando me devolvió un libro, a mi juicio estupendo, confesándome con candor que no lo había leído porque prefería los libros relacionados con su tema. Y se lo perdí definitivamente cuando me recomendó una película llena de buenas intenciones que se van al garete. Su ídolo era Nelson Mándela.

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