Daína Chaviano - Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación.
En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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Una caricia oleaginosa la dejó rígida, a medio camino entre el temor y la excitación, al comprender que estaba siendo preparada para otro tipo de asalto. Sólo un momento se revolvió en su sitio, pero en seguida renunció a sus vaivenes de culebra. De cualquier modo, no había nada más que hacer; sólo aguardar a que pasara todo. Cerró los ojos y se abandonó, dejando la entrada posterior al arbitrio de un animal resbaloso y persistente que poco a poco se internó entre los pliegues de su intocada carne -una vía que se hollaba por primera vez-, mientras el instrumento tubular continuaba ronroneando en el umbral de su vulva como un felino satisfecho.

No se requirió mucho tiempo para que un temblor distinto hiciera crujir la camilla. Provenía de territorios donde las leyes eran simples e impetuosas. Nacía de parajes a merced de los atavismos. Era la eclosión del instinto, el brote de una Fuerza que surgía de aquella doble emboscada. Se resistió al orgasmo, más por orgullo que por instinto. No quería. No le daría el gusto. Pero lodo en su interior se incendiaba, a merced del doble asalto donde la cosquilla masturbatoria y el empuje del miembro aceitado se fundían en una sola fuente de voluptuosidad. Luchó contra su propio placer, pero el forcejeo no hizo más que aumentarlo. Gimió ahogadamente. La tensión se hizo intolerable, y sus sentidos alcanzaron esa zona del cerebro donde las experiencias paranormales se funden con el nirvana. Fue inundada por elixires hirvientes. Su garganta -prisión abierta apenas él le arrancó la mordaza- pobló de quejidos la noche; pero nadie la oyó. Y nadie la habría oído aunque hubiese gritado para pedir ayuda: aquel ala del edificio sólo albergaba oficinas vacías a esa hora de la madrugada…

Cuando sus muñecas y tobillos fueron excarcelados, él se comportó como un amante tan solícito que ella casi se arrepintió de su furia. Sintió los besos cayendo a raudales sobre su espalda y sus muslos, sobre sus pechos y rodillas: caricias volátiles y diminutas como libélulas que le arrancaron suspiros de alivio. El torrente no se detuvo hasta que ella misma tomó su rostro entre las manos y lo besó largamente. Sólo entonces él recogió su ropa y empezó a vestirla con cuidado, como si se tratara de una niña. Ella lo dejó hacer, pero volvió a experimentar un amago de inquietud. ¿Habría sido juicioso seguir los consejos de la santera? Aún dudaba si aquel violador complaciente sería la ruta apropiada para su salvación. Lo peor de todo era que ni siquiera se sentía ultrajada por lo que acababa de ocurrir. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo podía conocer tan bien cada resorte de su cuerpo? ¿De qué manera se las arreglaba para tensar sus nervios hasta que ella respondía para entregarse con el mayor placer? Sobre todo, ¿debía seguirlo viendo?

– Tendrás que confiar en mí.

Gaia se sobresaltó. Eso de que alguien respondiera a sus pensamientos no se encontraba entre sus experiencias preferidas.

– Para probarte que hablo en serio, te invito mañana al teatro.

Ella no creyó lo que oía. Después de aquello, ¿el teatro?

– Ya ves que no te hice nada malo -comenzó a secarla con una toalla-. ¿Lo pasaste bien?

– No, tuve miedo.

– Era sólo un juego, bobita. ¿No le gusta jugar?

– Depende.

– A mí me fascinan los juegos -confesó él-. Me gusta jugar porque me gustan los riesgos, y cada riesgo implica un poco de peligro. Peligro de perder o de ganar… Esta noche, por ejemplo, ¿te he ganado o te he perdido?

Gaia no contestó. En realidad, no sabía qué decir. El repitió la pregunta de una manera menos directa.

– ¿Vendrás mañana al teatro? -sonrió con inocencia-. Estaremos rodeados de gentes, así es que no podré atarte a ningún sitio.

Gaia demoró unos segundos en responder. Parecía una propuesta segura, con riesgo mínimo. Sopesó posibles trampas, pero no logró entrever ninguna.

– Bueno -asintió.

Él la ayudó a vestirse.

– Mañana te enseñaré algo -regresó la lámpara a su posición inicial.

– ¿Qué cosa?

– Es un secreto. Después de la función te daré una frase y un lugar; allí esperarás a la persona que repita mi contraseña.

– ¿Cuál contraseña?

– La frase que te daré en el teatro será la contraseña -volvió a sonreír con esa expresión que la desarmaba-. Y por favor, no hagas preguntas.

Le entregó papel y lápiz. Ella se le quedó mirando sin entender, hasta que un chispazo cruzó por su mente. En seguida escribió su número de teléfono.

– Hasta mañana -le alzó la barbilla para besarla en la boca-. Y nada de ropa interior, ¿eh?

– ¿Y si el vestido se transparenta?

– Eres muy cabecidura -suspiró-. No me equivoqué contigo.

VI

Ahora iba caminando por calles oscuras y desiertas, en compañía de una desconocida que destilaba un aura tan sensual como la de su amante. Pensó en la coincidencia de que ambos tuvieran esa piel tenuemente acanelada y una belleza inusual, incluso para un país donde abundan las criaturas hermosas. Observó de reojo a su guía. ¿Qué se proponía? ¿Adónde la llevaba? Sabía que su guardiana cumplía órdenes de Eri. ¿Qué lazos la unirían a él? ¿Sería acaso su confidente, su hermana, su cómplice? Las manos de la desconocida se habían negado a abandonar las caderas de Gaia. Por encima del vestido, sus dedos palparon con insistencia.

– ¿No llevas ropa interior?

– Eri me lo prohibió.

La mujer soltó una risita.

– Típico de él.

Gaia sintió crecer unos celos molestos.

– ¿Eres su amante?

– ¿Yo? -respondió la mujer, sin dejar de arrastrar consigo a Gaia-. ¿Lo eres tú?

Gaia pensó un segundo, absorta en el taconeo producido por ambas al caminar sobre las maltrechas aceras del Vedado.

– Creo que sí… ¿Y tú?

– Cuidado con ese hueco -advirtió la mujer.

Estaban en un callejón que siempre había intrigado a Gaia. Algún insólito accidente de la naturaleza, que los hombres pasaron por alto cuando decidieron construir en sus inmediaciones, había creado ese rincón que sólo conocían quienes vivían cerca o ciertos exploradores citadinos, expertos en descubrir recovecos. En medio de la apretada urbanización, la calle terminaba abruptamente y el suelo se convertía en un cráter de roca viva. Desde esa aluna, la tierra mostraba sus entrañas marmóreas. Daba la impresión de que algún meteorito se hubiese estrellado en aquella parcela, abriendo una llaga extraterrena y rojiza que aún sangraba manantiales de barro cuando los aguaceros se abatían sobre la zona. Algunos transeúntes le llamaban «cráter del Vedado» y Gaia creía que, de no haber estado en medio de la civilización, hubiera podido ser un centro turístico.

Junto a la hondonada se alzaba un edificio, al cual se llegaba aventurándose por un corredor de cemento suspendido encima del abismo. Aunque tenía una baranda de hierro, Gaia nunca confió en ese paso; las pocas veces que debió cruzarlo, se mantuvo alerta al primer síntoma de derrumbe. Su salvación -calculaba- estaría en llegar al umbral de un apartamento, treparse al escalón y aferrarse al picaporte de la puerta. Cada vez que pasaba por allí las manos le sudaban; pero sabía que se trataba de una fobia injustificada. Centenares de personas habían deambulado por aquel sitio durante generaciones, entrando y saliendo de los apartamentos o simplemente atravesando el paso para ir de una calle a la otra, y jamás había ocurrido algo. No obstante, para ella seguía siendo una excursión desagradable que evitaba siempre que podía. Por suerte era de noche y las tinieblas impedían ver el foso que se abría debajo de la baranda. De cualquier modo, rogó por llegar lo antes posible a terreno firme. Fue un alivio cuando sus pies tocaron la acera al final de la oquedad. Se sintió a salvo, como un náufrago que hubiera cruzado un estrecho infestado de tiburones.

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