Robert Silverberg - Juegos de capricornio

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Robert Silverberg

Juegos de capricornio

Nikki penetró en el campo cónico del limpiador ultrasónico, moviéndose de modo que el inaudible zumbido del achaparrado morro de la máquina pudiera eliminar de su piel con mayor efectividad el tejido epidérmico muerto, los glóbulos de sudor seco, las gotitas del perfume de ayer y otros restos; tres minutos después salía completamente limpia, activa y lista para la fiesta. Programó el vestido para la velada: pieles de bu, túnica amarillo-limón de película de gasa, capa de color naranja pálido tan blanda como una almeja, y nada más debajo excepto la propia Nikki, la suave, reluciente y tersa Nikki. Su cuerpo era moreno y delgado. La fiesta se celebraba en su honor, aunque ella era la única en saberlo. Hoy era su cumpleaños, el siete de enero de 1999; veinticuatro años y ni un solo signo de envejecimiento en el cuerpo.

El viejo Steiner había reunido a una extraordinaria variedad de invitados: prometió qne acudirían un lector de mentes, un multimillonario, un auténtico duque bizantino, un rabino árabe, un hombre que se había casado con su propia hija, y otras maravillas. Todos ellos, desde luego, subordinados al verdadero invitado de honor, al premio de la noche, al famoso Nicholson, que había vivido mil años y que decía poder ayudar a otros a hacer lo mismo. Nikki… Nicholson. Feliz asonancia, portentosa e íntima armonía. Me mostrarás, querido Nicholson, cómo puedo vivir para siempre, sin hacerme vieja nunca. Una idea acogedora y tranquilizadora.

El cielo, más allá de la lustrosa curva de su ventana, aparecía negro, salpicado de motillas de nieve; imaginó poder escuchar el mohoso aullido del viento y sentir el balanceo del edificio envuelto por el frío, a noventa pisos de altura. Este era el peor invierno que había conocido jamás. Nevaba casi todos los días; era una nieve planetaria, un escalofrío global del que ni siquiera se libraban los trópicos. El hielo, tan duro como placas de hierro, cubría las calles de Nueva York. Las paredes eran resbaladizas y el aire tenía un filo cortante. Esta noche Júpiter brillaba ferozmente en la oscuridad, como un diamante en la frente de un cuervo. Gracias a Dios, no tenía que salir.

Podía esperar a que transcurriera el invierno dentro de esta torre. La correspondencia le llegaba por tubo neumático. El restaurante de la azotea la alimentaba. Tenía amigos en una docena de pisos. El edificio era un mundo en sí mismo, cálido, cómodo y abrigado. Que nevara. Que soplaran los cortantes ventarrones.

Nikki comprobó su aspecto, observándose en el espejo tridimensional: muy atractiva; muy, muy atractiva. Dulces pliegues de película amarilla. Al descubierto, un poco de los muslos, otro poco de los pechos. Se vería algo más que un poco cuando tuviera una fuente de luz tras de ella. Notó una sensación de bienestar. Se arregló el pelo corto, de color negro brillante. Se perfumó un poco. Todo el mundo la quería. La belleza es como un imán: repele a algunos, atrae a muchos, pero no deja a nadie inmóvil. Eran las nueve de la noche.

—Arriba —le dijo al ascensor—. Habitaciones de Steiner.

—Piso ochenta y ocho —comunicó el ascensor.

—Ya lo sé. Eres muy dulce.

Música en el pasillo: Mozart, cristalino y sinuoso. La puerta del apartamento de Steiner aparecía semiabombada con acero cromado, como la entrada a la bóveda de un banco. Nikki sonrió en dirección al detector-explorador. La puerta se abrió. Steiner formó una especie de cáliz con sus manos, a pocos centímetros del pecho, a modo de saludo.

—Maravillosa —murmuró.

—Me siento muy contenta de que me invitara.

—Prácticamente ya está todo el mundo. Es una fiesta maravillosa, amor.

Ella le besó la velluda mejilla. Se había encontrado con él en octubre, en el ascensor; tenía más de sesenta años y aparentaba menos de cuarenta. Cuando le tocó, su cuerpo le pareció como un objeto enmarcado en hielo lechoso, como un mamut recién sacado de los hielos permanentes de Siberia. Fueron amantes durante dos semanas. El otoño dio paso al invierno y Nikki pasó de largo por su vida, pero él había mantenido su palabra en cuanto a las fiestas: allí estaba ella, invitada.

—Alexius Ducas —dijo un hombre bajo de estatura y ancho de hombros, con una densa barba negra partida en el centro.

El hombre se inclinó. Un buen ademán. Steiner se evaporó y ella quedó en manos del duque bizantino. La dirigió inmediatamente, atravesando la estancia sobre una espesa alfombra blanca, hacia un lugar donde un grupo de pequeñas luces, como hongos enojados que surgieran de la pared, revelaba los contornos de su cuerpo. Otros invitados se volvieron para mirarla. El duque Alexius la favoreció con una penetrante mirada, pero ella no sintió la menor excitación. Ya hacia mucho tiempo que había pasado lo de Bizancio. Le trajo una pequeña copa de vino verde y frío y dijo:

—¿Ha estado alguna vez en el Mar Egeo? Mi familia posee su ancestral castillo en una isla situada a dieciocho kilómetros al este de…

—Discúlpeme, pero ¿quién es el hombre llamado Nicholson?

—Nicholson sólo es el nombre que utiliza ahora. Afirma haber tenido una tienda en Constantinopla durante el reinado de mi antepasado, el basileo Manuel Comneno —un chasqueo protector de la lengua, para añadir—: Sólo es un tendero —y los ojos bizantinos brillaron con ferocidad—. ¡Qué hermosa es usted!

—¿Quién de ellos es?

—Allí. En el sofá.

Nikki sólo vio un muro de espaldas. Se inclinó un poco hacia la izquierda y miró. No pudo ver nada. Se acercaría más tarde. Alexius Ducas continuó ofreciéndole su cuerpo con los ojos. Ella susurró lánguidamente y pidió:

—Cuénteme cosas de Bizancio.

Llegó hasta Constantino el Grande antes de aburrirla. Ella terminó de beberse el vino, extendió fríamente la copa y convenció a un suave joven que pasaba por allí para que se la volviera a llenar. El bizantino parecía triste.

—Entonces —dijo—, el imperio fue dividido entre…

—Hoy es mi cumpleaños —anunció ella.

—¿También el suyo? Felicidades. ¿Es usted tan vieja como…?

—Ni con mucho. Ni siquiera la mitad. No llegaré a los quinientos años hasta dentro de algún tiempo —contestó, volviéndose para recoger su copa.

El joven suave no esperó a ser capturado. La fiesta se lo tragó como si se tratara de una avalancha. Sesenta, ochenta invitados, todos en movimiento. Se retiraron las cortinas, poniendo de manifiesto toda la furia de la tormenta. Nadie la contemplaba. El apartamento de Steiner era como una escena de película: grandes sillas de jardín, en porcelana Ming o incluso Sung; paredes pintadas con hojas planas de bronce y escarlata; artefactos precolombinos en nichos iluminados; esculturas como telarañas de aluminio; grabados de Durero… El botín del tiempo. Sirvientes de cabeza rapada, mayas o khmers o quizás olmecas, circulaban impasiblemente, ofreciendo bandejas de golosinas: caviar, galopines de mar, trocitos de carne asada, pequeñas salchichas, burritos en una salsa de chile. Las manos iban incansablemente de las bandejas a los labios. Esta era una fiesta de comilones vitales, de personas dispuestas a tragarse el mundo. El duque Alexius, acariciando su brazo, le dijo con suavidad:

—Me marcharé a medianoche. Sería delicioso que se viniera usted conmigo.

—Tengo otros planes —le dijo.

—Entonces —se inclinó cortésmente, sin mostrar desilusión exterior—, quizá en otra ocasión. ¿Quiere mi tarjeta?

Apareció en su mano, como por un movimiento mágico: una tarjeta en relieve, elaboradamente grabada. Se la colocó en el bolso, y después la sala se lo tragó. Instantáneamente un hombre grande, de mirada salvaje, ocupó su lugar ante ella.

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