– Elegguá dice que deberá ponej'le miel en una esquina de su casa -la mujer hablaba con los ojos en blanco y tragándose letras-. Sin eso no podrá ayudadla.
– ¿Elegguá? -repitió Gaia.
– Es el orisha que abre y cierra loj caminoj -explicó la vieja-. Usté sólita se lo ha cerrao poqque tiene el espíritu de un muerto atrá, y no hace na' por zafarse d'él. Eso no la deja vivir.
Gaia observó a Lisa. Su expresión fue la mejor prueba de que ésta no le había contado nada a la mujer.
A esto siguió una serie interminable de preguntas que las cascaras iban contestando negativa o afirmativamente, en un lenguaje casi binario que obligaba a interrogar de nuevo. Guiada por cada respuesta, la mujer formulaba otras preguntas hasta encontrar causas y soluciones.
– Usté va de la mano con Oyá y Oshún -le dijo la anciana, y al notar la mirada de Gaia le aclaró-: Oshún Awé, la que llora al muetto, la que ya no se parece a ella.
– ¿Por qué no se parece a ella? -se atrevió a preguntar Gaia.
– Poqque no ej la Oshún de siempre, poqque ya no se ocupa de suj zalameríaj con los 'ombre.
– ¿Oshún es como Venus?
Lisa le dio un codazo a su amiga para que se callara. La santera abandonó por un instante su actitud de trance para observarla con aire suspicaz.
– Oiga, joven, ¿usté entiende algo de esto?
– Tía -intervino Lisa-, mi amiga quiere saber; pero tendrá que explicarle mejor porque ella es una ignorante.
– Haberlo dicho antes, m'hija. Vamos a ver -carraspeó para concentrarse-: Empecemos por Oshún, la que guía en cuestiones de amor…
– Pero usted dice que llora a un muerto.
– ¡Déjame terminar! Como toda orisha que se respete, Oshún tiene muchos caminos: puede ser Oshún Aña, que enloquece con los tambores; Oshún Yeyé Moró, que siempre está de juerga; Oshún Fumiké, que se enternece con los niños… Pero la que veo junto a usté es Oshún Awé, la tristona; a ésa, ni Shangó la alegra.
– Shangó es un dios guerrero, ¿no? -aventuró Gaia, recordando vagamente una leyenda.
– Sí. Y es el orisha del trueno y de la hombría, siempre vestío de rojo -alzó la vista para mirarla-. Usté también va guiá por Oyá, que es otra de sus mujeres…
– ¿Shangó tiene dos mujeres?
La anciana se echó a reír.
– El tiene todas las que se le antojan, pero sólo tres son las oficiales. Oshún es una de ellas; Oyá es la otra; y también la pobrecita Obba, que se cortó una oreja para demostrarle su amor, por un mal consejo de Oshún…
– ¿Cuál consejo? – inlerrumpió Gaia.
– Oshún le aseguró que el plato favorito de Shangó era la sopa de orejas; pero no era cierto. Por eso Obba nunca ha podido perdonarla. Ahora tiene que andar todo el tiempo con un pañuelo amarrado en la cabeza.
– ¿Y esa Oyá está triste o alegre? -preguntó Gaia, intentando recuperar el hilo de la conversación.
La santera la observó con una expresión que oscilaba entre la lástima v la incredulidad. Luego se volvió a su ahijada, y su mirada fue tan elocuente que incluso Gaia la comprendió. Parecía preguntar: ¿a quién diablos me has traído, muchacha?
– Explíquele más, tía -la animó Lisa-. Ya ve lo despistada que anda la pobre.
La anciana suspiró, casi resignada.
– Oyá está por encima de esas cosas, niña. No creo que se sienta triste ni alegre, sino más bien… apagada; y puede que a veces se enfurezca, aunque sólo si la atacas o le faltas el respeto. La mayor parte del tiempo anda ajena a lo que otros puedan sentir por ella.
– ¿Por qué?
– Porque los vivos le somos indiferentes. Ella reina en los cementerios y es dueña de la tempestad -se detuvo un momento para estudiar el semblante de Gaia-. Entre los muertos, Oyá se mueve como en familia; y ahora, para más desgracia, se ha juntao con Oshún la triste. Así mismo anda usté: carcomía por el deseo hacia un muerto. Y ese muerto no la deja en paz… Tiene que hacerse una limpieza de cama.
– ¿De cama? -se asombró Gaia-. ¿Las limpiezas no se hacen con yerbas?
– Sonará raro -admitió la mujer-, pero eso es lo que dicen los santos: pa' sacarse a ese muerto tiene que buscarse a un vivo… y uno muy especial, tan especial que no entiendo bien lo que me dice el obí. Sólo sé que es alguien relacionado con Inle.
– ¿Quién es ése?
– Otro marido de Oshún.
– ¿También es guerrero?
– Inle es médico y pescador.
– Estás de suerte, m'hijita -susurró Lisa.
– ¿Por qué?
– Es un tipo precioso.
– ¿Sí?
– Es tan bello que otra orisha se lo quiso robar -añadió la santera.
La palabra «orisha» la hizo volver en sí. ¿Qué le importaba que un santo fuera mejor o peor parecido? Ni que fuera a salir con él.
Se dirigió a la anciana:
– ¿Y ese Inle me puede ayudar?
– O alguien relacionado con él; no estoy segura -la mujer vaciló un poco, antes de añadir-: Es que a Inle no le gustan los cocos y no entiendo bien lo que me dice. Pero voy a hablar con Elegguá, que es mi regencia.
– ¿Su qué?
– Su orisha protector-le sopló Lisa.
La anciana lanzó los trozos al suelo.
– ¿Ese vivo vendrá a ella? -observó la posición de los cocos-. No.
De nuevo arrojó las cascaras.
– ¿La joven tendrá que ir a buscarlo? -y, al ver su emplazamiento, susurró para sí-: Lo que se sabe no se pregunta.
Volvió a lanzar.
– ¿Deberá buscarlo en esta ciudad?
La misma respuesta.
La santera continuó interrogando a aquel oráculo que exigía un poder de deducción digno del legendario inquilino de la calle Baker. Al cabo de cinco minutos, su mano se cerró sobre las cascaras.
– Hay un lugar donde se come -anunció, observando a Gaia con fijeza-. Usté debe ir allí y sentarse a esperar. Su salvador la hallará en ese sitio.
– ¿Cómo se llama el lugar?
– Eso es asunto suyo -se quedo mirando al vacío, como si intentara escuchar mejor-. Tiene un nombre raro. O extranjero. No sé… Algo que no es de aquí.
– Hay muchos restaurantes y cafeterías con nombres raros. ¿No puede ser más precisa?
La mujer suspiró y lanzó de nuevo los cocos, indagando en cada tirada por una zona diferente de la ciudad.
– Busque por el Vedado -dijo finalmente.
Pese a su escepticismo inicial, la exactitud con que la santera describiera su relación con el muerto la llevó hasta ese rincón… sin muchas esperanzas, por cierto; y no porque dudara de su excepcional clarividencia, sino porque estaba segura de que no la dejarían entrar en un sitio reservado sólo para turistas y diplomáticos.
Mientras se acercaba, repasó diversas excusas; trató de imaginar cuál sería la más plausible y al final decidió decir lo primero que se le ocurriera, aunque imaginó que todo sería inútil. Seguramente la echarían de allí a cajas destempladas. Respiró hondo y se aproximó al portero. Fue entonces cuando quedó convencida de la validez del oráculo. El autómata humano ni siquiera notó mi presencia. Antes bien, hizo algo insólito: abrió la puerta v se apañó para permitirle el paso.
Lo había previsto todo, menos aquello. Se internó en la atmósfera helada, sintiendo que andaba sobre nubes. La puerta se cerró a sus espaldas y durante unos segundos permaneció inmóvil hasta que sus pupilas se adaptaron a las tinieblas. Eso le permitió acercarse al bar, situado a un costado de la entrada. Allí se sentó en un rincón, estremecida ante el doble milagro, pues -para colmo- era época de vacaciones y el local debería estar repleto de extranjeros; sin embargo, sólo algunas sombras se movían en la oscuridad. Encargó un Mojito, aún sin creer lo que estaba viviendo; pero hizo un esfuerzo por comportarse a la altura de las circunstancias, es decir, como si no sucediera nada fuera ele lo común.
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