John Katzenbach
Juegos De Ingenio
– Quería un animal ideal para cazarlo -explicó el
general.
Así que dije:
– ¿Qué características tendría una presa ideal?
La respuesta fue, por supuesto:
– Debe ser valiente, astuta y, por encima de todo,
capaz de razonar.
– Pero si ningún animal es capaz de razonar
– objetó Rainsford.
– Mi querido amigo -dijo el general-, existe uno
que sí lo es.
Richard Connell,
The Most Dangerous Game
Prólogo. La mujer de los acertijos
Su madre, que estaba agonizante, dormía con un sueño intranquilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un ventilador de techo removía el aire en torno a la hija, al parecer sin otro resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del día.
La anticuada ventana de celosía estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella la observó por un momento, preguntándose si la atraía la luz, como creían los poetas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se había lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.
Notó que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos e intentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún momento la vista de la hoja de papel que tenía en el escritorio, ante sí.
Era de un papel blanco barato. Las palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.
LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.
Se reclinó en su silla de trabajo, tamborileando en el escritorio con un bolígrafo como un percusionista que busca un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una forma de forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituían un reto para ella, eran mensajes tan complicados, tan crípticos que la dejaban perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, así que no le parecía del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.
Sin embargo, lo más inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habían enviado a su buzón de la revista, ni lo había recibido en el ordenador de la oficina como correo electrónico. Habían metido la carta ese día en el buzón maltratado y cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa, para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además, a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecía de firma y de la dirección del remitente. No había ningún sello pegado al sobre.
No le hacía gracia la idea de que alguien supiera dónde vivía.
La mayoría de la gente que se distraía con los juegos de ingenio que ella inventaba era inofensiva; programadores informáticos, académicos, contables. Entre ellos había algún que otro policía, abogado o médico. Ella había aprendido a reconocer a muchos de ellos por la manera tan característica en que funcionaba su mente cuando resolvían sus pasatiempos y que a menudo resultaba tan única como una huella digital. Incluso había llegado a un punto en que sabía de antemano cuáles de sus asiduos darían con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalían por su habilidad para desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacionar autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas que resolvían los crucigramas del domingo con pluma.
Desde luego, también había algunos de los otros.
Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su paranoia en cada mensaje oculto, o que descubría odio y rabia en todos los rompecabezas que ella creaba.
«Nadie es realmente inofensivo -se dijo-. Ya no.»
Los fines de semana se llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos habitaciones que había compartido durante casi toda su vida con su madre, y practicaba hasta convertirse en una experta.
Bajó la vista hacia la nota que alguien le había llevado hasta allí y notó una presión desagradable en el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum.357 de cañón corto de su funda y lo depositó en el tablero, junto a la pantalla del ordenador. Era una de la media docena de armas que poseía, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático que colgaba, cargado, de un gancho al fondo de su armario ropero.
– No me gusta que sepas quién soy ni dónde vivo -dijo en voz alta-. Eso no forma parte del juego.
Hizo una mueca al pensar que había sido descuidada y se fijó el propósito de averiguar cómo se había producido la filtración -qué secretaria o ayudante de redacción había filtrado su dirección- y de tomar las medidas necesarias para remediarlo. Era muy celosa de su privacidad y no sólo la consideraba parte necesaria de su trabajo, sino también de su vida.
Se quedó mirando las palabras de la nota. Aunque estaba bastante segura de que no estaban en clave numérica, realizó unos cálculos rápidos, asignando un número a cada letra del alfabeto, después restando y sumando e introduciendo variaciones para intentar descubrir el sentido de la nota. Casi al instante comprendió que sería inútil. Todos sus intentos arrojaban resultados sin pies ni cabeza.
Encendió el ordenador e insertó un disquete que contenía citas célebres, pero no encontró ninguna remotamente parecida.
Decidió que necesitaba un vaso de agua. Se puso de pie y se dirigió a la pequeña cocina. Había un vaso limpio puesto a secar junto al fregadero. Ella le echó hielo y lo llenó de agua del grifo, que tenía un sabor ligeramente salado. Se tapó la nariz con los dedos y pensó que era uno de los inconvenientes menores de vivir en los Cayos Altos. Los mayores inconvenientes eran el aislamiento y la soledad.
Se detuvo en el vano de la puerta, con la mirada fija en la hoja de papel, al fondo de la habitación, y se preguntó por qué esa nota en particular le quitaba el sueño. Oyó a su madre gemir y revolverse en la cama, y supo en el acto que la mujer mayor estaba despierta antes de oírla hablar.
– Susan, ¿estás ahí?
– Sí, madre -respondió ella despacio.
Fue a toda prisa a la habitación de su madre. En otro tiempo, allí había habido color; a su madre le gustaba pintar, y durante años había tenido sus cuadros apilados contra las paredes, y sus pinturas, sus vestidos y pañuelos exóticos, vaporosos y multicolores caprichosamente desperdigados o colgados en un caballete. Sin embargo, todo eso había cedido el paso a bandejas de medicamentos y un aparato de respiración asistida, y se encontraba arrumbado en armarios, reemplazado por signos de decrepitud. A ella le parecía que la habitación ya ni siquiera olía a su madre, sino a antisépticos, a recién fregado. Era un sitio limpio, desinfectado y lúgubre donde morir.
– ¿Te duele? -preguntó la hija. Se lo preguntaba siempre, pese a que conocía la respuesta y sabía que la madre no respondería la verdad.
La mujer mayor se esforzó por incorporarse.
– Sólo un poquito. No estoy muy mal.
– ¿Quieres una pastilla?
– No, no hace falta. Estaba pensando en tu hermano.
– ¿Quieres que lo llame y te ponga con él?
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