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John Katzenbach: Juegos De Ingenio

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John Katzenbach Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51. En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza. Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– No, sólo conseguiríamos preocuparlo. Seguro que está muy ocupado y necesita descansar.

– Lo dudo. Yo creo que preferiría hablar contigo.

– Bueno, mañana, tal vez. Estaba soñando con él. Y contigo también, cielo. Soñaba con mis hijos. Ahora él tiene que dormir. Y tú también. ¿Qué haces levantada?

– Estaba trabajando.

– ¿Ideando otro concurso? ¿De qué será esta vez? ¿De citas, de anagramas? ¿Qué clase de pistas piensas dar?

– No, no se trata de algo mío. Estaba trabajando en un acertijo que alguien me ha enviado.

– Tienes tantos admiradores…

– No es a mí a quien admiran, mamá, sino los pasatiempos.

– No tendría que ser así. Deberías dejar que reconocieran tu mérito, en vez de esconderte.

– Tengo muchas razones para usar un seudónimo, mamá, ya las conoces.

La mujer mayor se recostó sobre su almohada. No era tanto la vejez como la enfermedad la que había hecho estragos en ella. Tenía la piel flácida, colgante en torno al cuello, y el cabello suelto desparramado sobre las sábanas blancas. Aún tenía la cabellera de color castaño rojizo; su hija la ayudaba a teñírsela una vez por semana en un rito que ambas esperaban con ilusión. A la mujer mayor apenas le quedaba vanidad; el cáncer se la había arrebatado casi por completo. Aun así, no había renunciado a teñirse el pelo, y su hija se alegraba de ello.

– Me gusta el nombre que elegiste. Es sexy.

– Mucho más sexy que yo -dijo la hija con una carcajada.

– Mata Hari. La espía.

– Sí, pero no fue la mejor. La pillaron y la fusilaron.

A su madre se le escapó una risotada, y su hija sonrió, pensando que, si encontrara otras maneras de hacerla reír, la enfermedad no se extendería tan rápidamente.

La mujer mayor volvió la vista hacia arriba, como buscando un recuerdo en el techo.

– ¿Sabes? Hay una historia que leí en un libro cuando era pequeña -dijo con entusiasmo-. Según ésta, antes de que el oficial francés diese al pelotón de fusilamiento la orden de disparar, Mata Hari se desabrochó la blusa y se quedó con los pechos al aire, como retando a los soldados a estropear aquella perfección…

La madre cerró los ojos por unos instantes, como si le costase evocar aquello, y la hija se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.

– Pero aun así dispararon. Qué triste. Hombres tenían que ser, supongo.

Las dos mujeres sonrieron juntas por un momento.

– No es más que un nombre, mamá. Un buen nombre para alguien que hace pasatiempos para revistas. La madre asintió con la cabeza.

– Creo que me tomaré esa pastilla -dijo-. Y mañana podemos llamar a tu hermano. Le haremos preguntas sobre los asesinos. Quizás él sepa por qué esos soldados franceses obedecieron la orden de disparar. Seguro que tendrá alguna teoría. Eso será divertido. -La madre tosió al soltar una carcajada.

– Estaría bien. -La hija alargó la mano hacia una bandeja y abrió un frasco de cápsulas.

– Quizá dos -apuntó la madre.

La hija vaciló y acto seguido dejó caer dos píldoras sobre su mano. La madre abrió la boca, y ella le colocó con delicadeza las pastillas en la lengua. A continuación, la ayudó a incorporarse y acercó su propio vaso de agua a los labios de la mujer mayor.

– Sabe a rayos -comentó la madre-. ¿Sabes que cuando yo era joven podíamos beber directamente de los arroyos de las Adirondack? Nos agachábamos y recogíamos con la mano el agua más transparente y fresca a nuestros pies para llevárnosla a los labios. Era espesa y pesada; beberla era como comer. Estaba fría; preciosa, clara y muy fría.

– Ya. Me lo has contado muchas veces -respondió la hija con suavidad-. Eso ha cambiado. Como todo. Ahora, intenta dormir. Necesitas descansar.

– Aquí todo es tan caliente… Siempre hace calor. ¿Sabes?, a veces no distingo entre la temperatura de mi cuerpo y la del aire que nos rodea. -Hizo una pausa y al cabo añadió-: Sólo por una vez me encantaría volver a probar esa agua.

La hija le bajó la cabeza hasta apoyársela sobre la almohada y esperó mientras los párpados le temblaban y finalmente se le cerraban. Apagó la lámpara de la mesita de noche y regresó a su habitación. Miró en torno a sí por un momento, deseando que hubiera en ella objetos que no fueran sólo corrientes, de uso práctico o tan inhumanos como la pistola que la esperaba sobre la mesa de su ordenador. Le habría gustado que hubiese algo revelador de quién era ella o quién quería ser.

Pero no encontraba nada. En cambio, la nota atrajo su mirada.

LA PRIMERA PERSONA POSEE AQUELLO QUE LA SEGUNDA PERSONA ESCONDIÓ.

«Sólo estás cansada -se dijo-. Has estado trabajando duro, y hace mucho calor para esta época tan tardía de la temporada de huracanes. Demasiado calor. Y todavía hay tormentas grandes girando sobre el Atlántico, alejándose de la costa de África, absorbiendo energía de las aguas del océano, con vistas a tomar tierra en el Caribe o, peor aún, en Florida -pensó-. Quizá llegue hasta aquí una tormenta de final de temporada, una tormenta devastadora. Los más veteranos habitantes de los Cayos siempre dicen que ésas son las peores, pero en realidad no hay ninguna diferencia. Una tormenta es una tormenta.» Se quedó mirando la nota de nuevo. «No hay razón para inquietarse por un anónimo -insistió para sí-, aunque sea tan críptico como éste.»

Por un momento dedicó energía a convencerse de esa mentira, luego se sentó frente a su escritorio y cogió un bloc de papel tamaño oficio amarillo.

«La primera persona…»

Podía tratarse de Adán. Quizás el tema fuera bíblico.

Empezó a pensar de manera más transversal.

La «primera familia»… bueno, era la del presidente, pero ella no sacaba nada en limpio de eso. Entonces le vino a la mente el famoso panegírico a George Washington -«el primero en la guerra, el primero en la paz…»- y encaminó sus esfuerzos en esa dirección, pero enseguida se dio por vencida. Que ella recordara, no conocía a nadie llamado George. Y menos aún Washington.

Exhaló un hondo suspiro, deseando que el aire acondicionado de la casa funcionara. Se dijo que su buena mano para los acertijos estaba basada en la paciencia, y que sólo tenía que ser metódica para descifrar éste. De modo que mojó los dedos en el agua con hielo, se frotó con ellos la frente y luego el cuello y decidió que nadie le enviaría un mensaje en clave que ella no pudiese descifrar: no tendría el menor sentido enviárselo.

De cuando en cuando alguno de los lectores de la revista que solían resolver sus pasatiempos le mandaban notas, pero siempre a su seudónimo en la oficina. Invariablemente figuraba la dirección del remitente -a menudo también cifrada-, pues sus admiradores estaban más ansiosos por demostrarle su brillantez que por conocerla en persona. De hecho, a lo largo de los años, unos cuantos habían logrado dejarla en blanco, pero esas derrotas siempre iban seguidas de éxitos.

Observó de nuevo las palabras.

Recordó algo que había leído una vez, un proverbio, un retazo de sabiduría transmitido de padres a hijos en una familia: «Si corres y oyes ruidos de cascos a tu espalda, lo más sensato es suponer que se trata de un caballo y no de una cebra.»

No una cebra.

«Recurre a la simplicidad. Busca la respuesta fácil.»

Bien. La primera persona. La primera persona del singular.

Es decir, «yo».

«La primera persona posee…»

¿La primera persona, con un sinónimo de «poseer»?

«Yo he…»

Se inclinó sobre su bloc y asintió con la cabeza.

– Estamos avanzando -dijo en voz baja.

«… aquello que la segunda persona escondió».

La segunda persona. Es decir, «tú».

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