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Daína Chaviano: Casa de juegos

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Daína Chaviano Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación. En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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Daína Chaviano Casa de juegos Para Carlos Modal Por revelarme que la - фото 1

Daína Chaviano

Casa de juegos

Para Carlos Modal,

Por revelarme que la mística del amor

puede igualar la mística del eros

Soy capaz de perversiones delicadas.

Anais Nin

PRIMERA PARTE. EL DIOS QUE ABRE LOS CAMINOS

LA NOCHE DE OSHÚN

I

Cuando Gaia escuchó los pasos, estuvo a punto de esconderse tras los arbustos que rodeaban el asiento del parque; pero ni siquiera llegó a levantarse. Fue el propio sonido lo que le advirtió que no se trataba de un delincuente vagando en busca de víctimas a esa hora de la noche. El pausado repiqueteo de los tacones le recordó su infancia, cuando ella y sus amigas jugaban a ser mujeres.

Una sombra delgada la cubrió.

– Disculpa -su voz era grave y musical-, ¿no pasó alguien por aquí?

– No he visto a nadie.

Sin ser invitada, la mujer se sentó junto a ella: una mulata alta, de piernas insuperables. Gaia no pudo ver sus ojos porque la luz de la luna le cubría la espalda como un manto sobrenatural; sólo advirtió el brillo de la mirada que la estudiaba desde aquel rostro invisible.

El viento movió las ramas de los árboles y un silbido cercano hirió la noche, Gaia levantó la visita disimuladamente, oleando los alrededores. Algo vivo palpitaba en el aire. Tal vez fuera el hálito de una presencia… o de muchas. Un fulgor escapaba del suelo y delineaba los contornos de las nubes, que parecieron teñirse de azúcar helada. Miró sus manos. ¿Era su imaginación o brotaba de ellas una claridad láctea? El soplo de la brisa la hizo sentir desnuda, a merced de sus inseguridades. Aunque intuyó que esa sensación provenía de la súbita frialdad -tan anómala en el trópico-, su efecto se abatió sobre ella con la potencia de un embrujo.

– ¿Esperas a alguien?

– No -mintió.

No quería dar explicaciones acerca de su vida privada. Por lo demás, su acuerdo con Eri era un asunto secreto. Se quedaría allí esperando al mensajero con la contraseña, pero no tenía por qué hablarle a nadie de su extraña cita a ciegas.

– Pues yo vine a encontrarme con cierta persona -suspiró la desconocida, y volvió el rostro para mirar el entorno.

Gaia pudo contemplar su perfil, de ojos rasgados y nariz morisca.

– Tengo la impresión de que no va a venir. -La mujer la observó con fijeza y, al sonreír, sus dientes resplandecieron en la oscuridad-. ¿Te gustó la obra?

La joven se sobresaltó.

– ¿Qué obra?

– Te vi en el teatro… Supongo que era tu novio -y, sin esperar respuesta, continuó-: Mi marido y yo nos separamos hace unos días, pero ya estoy acostumbrada. Al final siempre regresa.

Gaia no dijo nada. Tuvo la incómoda sensación de que aquella mujer podría inmiscuirse en su vida con la misma facilidad con que se despojaría de una prenda de vestir, y eso no le gustó. Por si fuera poco, su inquietud crecía por minutos; no lograba librarse de su aprensión. Se sintió vigilada, pero no pudo determinar si su sospecha era cierta o resultado de una larga espera.

– Creo que debo irme.

– ¿Por qué no me acompañas? Tengo una invitación para dos.

– ¿Adónde? -preguntó con desconfianza-. A estas horas no debe de haber nada abierto.

– Sí, una casa de juegos.

Gaia se echó a reír.

– ¿Me has visto cara de idiota? -replicó, pero no estaba ofendida-. Las casas de juegos se cerraron hace más de treinta años.

– Ésta es diferente.

Se puso de pie, irritada por aquella conversación sin sentido.

– Tengo que irme -dijo, y le tendió la mano.

La otra se levantó con lentitud, como si el aire obstaculizara sus movimientos. Gaia imaginó un ave que tratara de alzar el vuelo desde el fondo de un lago.

– ¿Nunca has querido conocerte?

Su voz pareció provenir de otra época.

– Sé bien quién soy.

– Pero no quién puedes llegar a ser -susurró la otra, reteniendo aún su mano.

Gaia fue a soltarse, pero sintió que no quería abandonar aquella tibieza. Ahora podía verla mejor porque la luz de un farol se derramaba a plenitud sobre su rostro. Era realmente hermosa.

– No deberías renunciar al placer de ser tú misma.

Era obvio que nadie vendría; ya había esperado demasiado. Para colmo de males, el lenguaje ele la intrusa sólo contribuía a aumentar su nerviosismo. Presintió la cercanía de entidades invisibles; escuchó sus risas burlonas entre las ramas, sus vuelos rasantes, sus agudos chillidos inundando las inmediaciones. ¿O eran sólo lechuzas?… Fuese lo que fuese, lo más cuerdo era marcharse. Hizo un gesto de despedida.

– No sé por qué huyes -escuchó a sus espaldas-. El dios que abre los caminos también puede cerrarlos.

La frase actuó como un ancla: era la contraseña que Eri le había prometido.

Al volverse, creyó percibir una vaga fosforescencia en torno a la mujer. Por un momento pensó que aquel halo era un reflejo engañoso provocado por el farol a sus espaldas, pero cuando la desconocida abandonó su puesto, el halo no desapareció; por el contrario, sus furiosos matices, de un azul intensamente dorado, parecieron adquirir una pureza prístina.

Gaia experimentó de nuevo aquella sensación de presagio que anegaba la noche desde sus comienzos. Olfateó el aire, aguzó el oído, y alertó su piel para recibir las impresiones de cualquier criatura que hubiera dejado huellas de su paso por esa zona. Estaba segura: la isla se había poblado de manes caribeños.

– ¿Quién eres? -preguntó Gaia.

– Si te dijera la verdad, ¿me creerías?

Prefirió ignorar su tono burlón.

– ¿Te envió Eri?

– Lo que se sabe no se pregunta.

Gaia se estremeció porque aquélla era una de las respuestas del oráculo que -meses atrás- la guiara hasta Eri, y su mención contribuyó a aumentar la irrealidad de la silueta enmarcada por un aura cristalina.

– Vamos -colocó sus manos sobre los hombros de la muchacha.

El contacto traslucía delicadeza y, al mismo tiempo, resultaba posesivo. Presa de un vago deseo, permitió que la desconocida rodeara su cintura y la condujera. ¿Adónde? No sabía, y tampoco le importaba. La frase había transferido una carga de sumisión a su voluntad. Le pareció caminar por un valle de niebla, rodeada de sonidos indefinibles. Vivía un sueño… o una pesadilla, porque era demasiado pronto para decidir si le agradaba o no aquella experiencia. Recordó haber visto cierto libro con fotos de citoplasmas que se desprendían de una médium y formaban siluetas espectrales. Algo semejante le estaba ocurriendo: tenía una sensación de irrealidad ante lo que parecía ser muy real.

En aquel estado de embriaguez, percibió los dedos de la mujer que se escurrían por su cadera. El roce le provocó vergüenza y excitación, pero ni por un instante se le ocurrió protestar. Eri le había advertido que debía obedecer al mensajero que pronunciara la contraseña.

Pese a su docilidad, volvió a preguntarse cómo había caído en una situación de la cual no osaba evadirse; sólo sabía que el poder de ese hombre sobre ella vetaba toda escapatoria… ¿Cómo lo había conocido? ¿Qué circunstancias la arrastraron hacia él? ¿Había sido su salvación o su castigo? ¿Se habría aprovechado de su maltrecha suerte?

Cerró los ojos para recordar, mientras los dedos de la mujer jugaban con su cintura.

Hacía tres años que su amante había muerto y todavía se masturbaba pensando en él.

Una amiga los presentó una tarde, cuando ambas se tropezaron en la escalinata de la universidad. Gaia conocía a Lisa desde que tenía uso de razón. Quizás por eso se atrevía a hablarle de temas que jamás hubiera mencionado delante de otros, y no era raro que a menudo comparasen sus frustraciones. La universidad no era aquel parnaso descrito en los libros. De no haber mediado una amistad de años, Gaia jamás se habría quejado ante Lisa de la aridez de sus asignaturas, y Lisa no se hubiera lamentado de cuan pocos temas podía debatir con alguna libertad. Sentadas en mitad de la enorme escalinata -un método que les permitía percatarse con antelación de la proximidad de intrusos-, se dedicaron a rezongar durante media hora y a compartir sus impresiones. Ya estaban al borde de un pacto suicida, cuando un grupo de personas cruzó la calle en dirección a la heladería Coppelia.

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