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Daína Chaviano: Casa de juegos

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Daína Chaviano Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación. En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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Una tela le cubrió la cabeza. Estuvo a punto de gritar, pero afortunadamente no llegó a hacerlo. La pieza de ropa se deslizó hasta su cintura: era una falda muy corta. Por los tanteos dedujo que tenía diversos broches, sin duda para permitirle encontrar la medida adecuada. Los dedos de la brisa acariciaron zonas de su piel que rara vez quedaban al descubierto. Eso le produjo una vergüenza inexplicable, lo mismo que si alguien aprovechara su vulnerabilidad para manosearla. Luego vino la blusa, que él dejó desabrochada a la altura de sus pechos.

– Estás perfecta -suspiró el Pintor-. Ven, siéntate aquí.

Nada en su experiencia anterior la había preparado para algo parecido; apenas se atrevía a moverse, mucho menos caminar. Imaginó cuan extraña debía de verse en mecho de la habitación, con su indumentaria y los ojos vendados. A tientas, y venciendo un terrible embarazo, terminó por acomodarse sobre sus piernas.

Una culebrilla se deslizó entre los recovecos de sus orejas, serpenteó a lo largo del cuello y descendió, brincona, hasta los montes endurecidos. Se comportaba como un animalejo que saltármele cima encima, provocando tremores en la superficie. Ladinamente prolongó su paseo por las cumbres mientras allá abajo, en tina región cercana al trópico, dedos laboriosos tanteaban la abertura del sexo.

– Estás toda mojada, criatura. ¿Cómo es posible, si apenas hemos empezado la primera clase? Así no podremos avanzar mucho…

Pero Gaia se derretía literalmente sobre su regazo, sintiendo aquel otro latido que le azotaba los muslos. Tras unos instantes que se le antojaron siglos, escuchó su voz:

– Haz lo que quieras.

Obediente -¿qué otra opción tenía sino rendirse a los impulsos de su instinto?-, abrió las piernas para sentarse a horcajadas. Ahí estaba la bestezuela mortificante, la sádica que se movía gozosa después de haber sido liberada. Afincó sus rodillas sobre el colchón y, a ciegas, intentó capturar aquella criatura que había crecido insospechadamente; pero él la agarró por las muñecas para impedírselo.

– Así no -oyó que le decía-. Si la quieres, debes atraparla como hacen las niñas buenas, sin tocarla.

Su pelvis se afanó ansiosa, buscando la punta del ofidio esquivo; lo encontró, y su sexo lo engulló con la avidez de una madreperla que descubre, por fin, una partícula alimenticia para la futura joya que crecerá en ella. Intentó apresurarse, pero él la contuvo. Sintió que la lentitud del balanceo la exasperaba hasta la agonía. Deseó moverse con más rapidez para ciar alivio al escozor, pero las manos que le atenazaban las muñecas controlaban sus movimientos.

– Prométeme que serás obediente -susurró con tono paternal.

Ella asintió.

– No te oí -la queja fue un regaño.

– Seré obediente.

Bajo la presión de sus puños cabalgó con lentitud, demorando el estallido que se acumulaba en sus labios. Dócilmente se dejó conducir como una virgen rota y alucinada. El ordenaba y ella obedecía. No existía otra posibilidad. Se desbocaba siempre, pero él volvía a sujetar sus bridas. Sintió sus pechos húmedos entre los dientes voraces. Él le pidió su boca y después su lengua, sólo su lengua. Eso la enervó aún más. Ardía como una diablesa en el centro del infierno. Sus muslos temblaban ante el esfuerzo que debía hacer por mantener aquel ritmo que no la dejaba saciarse de una vez. Casi a punió del estallido, la forzó a detenerse.

– Ahora tomaras tu lección.

Y así, abierta y expuesta, la obligó a contestar un largo cuestionario en donde tuvo que inventar historias para su placer. Fueron maestro y alumna, padre e hija, confesor y novicia… La hizo transitar por toda una gama de vivencias que ella jamás hubiera aceptado de otro modo, pero que en la atmósfera secreta de aquel cuarto cobraban una validez perdonable. En el transcurso de esas dos horas lúe seducida y manipulada por su amante, que asumía cada papel y la colocaba siempre al borde de un clímax que luego le escamoteaba. El final llegó durante la escena en que un profesor la forzaba a entregarse, a cambio de buenas calificaciones.

– Tendrás que portarle muy bien si quieres pasar de año.

Le alzó la falda del uniforme.

– Vamos a repasar la tabla de multiplicar.

Los dedos del hombre apartaron su ropa inferior para colocarle entre los muslos el duro instrumento de castigo.

– ¿-Ocho por ocho?

– Sesenta y cinco.

– ¿Ocho por ocho? -repitió.

Algo comenzó a inflamarse en ella mientras su maestro intentaba penetrarla.

– Sesenta.

Quiso escapar del dolor, pero las manos que la retenían le impidieron retroceder.

– Sesenta y siete.

La embestida le arrancó un quejido.

– Dime la tabla completa.

– Ocho por uno: ocho… Ocho por dos: dieciséis… Ocho por tres: treinta y cuatro…

Los movimientos siguieron el ritmo de las respuestas equivocadas, mientras él la sujetaba por las muñecas. Sus pechos fueron chupados y mordidos sin misericordia.

– Nueve por tres: once…

Pero ella quería que la humillaran, que la empalaran como él lo estaba haciendo.

– Nueve por cuatro: quince…

Porque era una gozadora innata; ya se lo había dicho su maestro.

– Nueve por cinco: treinta…

En adelante iría todos los días a aquella misma aula, se acostaría en la mesa y lo esperaría con la falda levantada para recibir su penitencia hasta que él decidiera que ya había aprendido su lección.

– Siete por cuatro: veintiséis…

El temblor embridado y oculto desde hacía horas se transformó en un sahumerio de gozo.

– Uno por uno: mil…

(Para que aprendas de una vez, zorra malcriada, calientahombres.)

Fue una sacudida de gusto, un bautizo natural. La cosquilla tibia que sube hasta invadir cada rincón del alma. Relámpagos de éxtasis. En temblor inagotable, como si el universo se aprestara a ser parido. Otra creación: un nuevo big bang. Los labios de la vulva son pétalos que estallan. Me inflamo. Soy de púrpura. Soy un génesis de luego. Me vuelvo luna, me vuelvo demonia. No me alcanza el tiempo para respirar. Clavo a Dios en mi entrepierna y El me toca con sus dedos infinitos. Perderse en la nada de otro cuerpo, en el hueco negro de una vida que parece muerte… una pequeña muerte. Sangre de mi sangre, boca de mi boca, leche de mi leche.

En aquel instante mágico nació otro universo con sus dioses y sus herejías, con sus normas y sus leyes. Terminaba la prehistoria; empezaba el porvenir. Al igual que un Cristo sacrílego, el Pintor había borrado la huella de los santos precedentes. A partir de entonces sería «antes de…» y «después de…».

– Te has portado muy bien -le escuchó decir, aún exhausta-. Ahora vístete. Iremos a comprarte un helado.

III

Esa fue su primera experiencia con él -una experiencia que se repetiría, engarzada a situaciones artificiales y absurdas; tan absurdas como su bien guardado secreto: a ese hombre, tan culto y elegante, se le hacía la boca agua con las niñas.

Era obvio que al Pintor lo enloquecían las púberes: la promisoria eclosión de su femineidad, el brote inminente de las curvas, su inocencia expuesta a la curiosidad del morbo… Sin embargo, jamás se hubiera arriesgado a ir más allá de una tímida caricia a alguna escolar incauta. Huía de la violencia y de todo lo que inspirara temor o desagrado. Así es que se contentaba con cazar a las jóvenes de aspecto infantil para educarlas a su manera.

Gaia reunía los requisitos convenientes: diecinueve años y una actitud de perpetuo desamparo. Por supuesto, no fue la primera ni la última víctima en la vida del Pintor, que siempre andaba tramando alguna nueva seducción. Gaia lo supo a través de sus propias confesiones, pero a ella no le importaban tales aventuras. Sus conquistas eran juegos; caprichos de artista. Se convirtió en una amoral. Mejor dicho, él la convirtió en una amoral cuando la convenció de que aquellos lances no tenían importancia, excepto para ser utilizados por ambos en la cama como material de inspiración. Eso le creó un extraño reflejo condicionado. Se excitaba sólo de oírlo hablar sobre lo que había hecho con otras mujeres; y esa láctica terminó por transformarlo en un fantasma imposible de eludir.

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