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Daína Chaviano: Casa de juegos

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Daína Chaviano Casa de juegos

Casa de juegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación. En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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Cuando acabó su trago, se dedicó a pescar del vaso la hierbabuena, Una tras una fue masticando las hojas mentoladas hasta que sólo quedó un tallo oscuro flotando entre los hielos. Miró su reloj. Eran cerca de las diez de la noche. Pidió otro Mojito. A cada instante se volteaba para observar las figuras que entraban o salían, pero no distinguió a ningún promisorio varón. Al cabo de media hora decidió irse. Apenas extendió el billete, temiendo represalias cuando descubrieran que no tenía dólares, una mano se posó sobre la suya.

– Pago yo.

La penumbra era casi lobreguez, pese a la luz arrojada por algunos faroles que pretendían ser hawaianos, melanesios o de algún otro paraíso engañosamente primitivo. La mano que aún descansaba sobre la suya resultaba delicada al tacto, pero a su dueño no consiguió verlo bien.

– Eri -se presentó el hombre.

– Gaia -contestó ella, estrechándole la mano.

– La Madre Tierra.

– ¿Cómo?

– Te llamas como la diosa griega.

– Ah, sí -suspiró ella, y trató de sonreír-. Mis padres querían que yo fuera especial a toda costa, pero eso del nombre no siempre funciona.

– Te invito a cenar.

– Es que…

– No te preocupes, tengo dinero.

Sin embargo, ésa no era la causa de su titubeo. ¿Habría querido decir que tenía dólares? En aquella época, a ningún cubano le estaba permitido semejante lujo. ¿Sería un contrabandista? ¿O quizás uno de los pocos funcionarios autorizados a manejar divisas extranjeras? ¿Tal vez un músico o un pintor «oficial»? Pero ni su voz ni sus ademanes le resultaron conocidos.

– Bueno -consintió.

Ocuparon una mesa apartada. Mientras la ayudaba a sentarse, un pensamiento la dejo paralizada. ¿Y si se trataba de un alto militar, de un viceministro, o de algo semejante? Ella no quería tratos con esa gente. Sólo la recomendación de la santera impidió que buscara cualquier excusa para marcharse.

– En seguida les traigo la carta -prometió un camarero.

– ¿Qué hacías en el bar? -preguntó su acompañante-. ¿Esperabas a alguien?

– No… Sí… Es algo complicado.

– A lo mejor me esperabas a mí.

Ella se sobresaltó. Habría jurado que la expresión del hombre era divertida. Bajo la escasa luz, trató de adivinar sus rasgos. Ora se le antojaba un fauno, ora un pez, ora un macho cabrío, como si su rostro fuera una máscara que se derretía constantemente, igual que el marciano solitario en aquel cuento de Bradbury.

– ¿Te gustan los mariscos? -aventuró el hombre.

Gaia respiró con cierto alivio.

– Mucho -decidió arriesgarse-, pero ya sabes cómo es este país.

– Hoy es una noche especial -afirmó su anfitrión-. Podrás comer lo que quieras.

El camarero llegó con la carta. Ella casi se desmayó al ver el listado, que se le antojó una parodia de aquel capítulo bíblico donde los nombres forman una longaniza genealógica que no termina nunca, aunque en ese menú no aparecía descendencia real alguna; sólo platos creados para condimentar la imaginación: Langosta Borracha, Frutas en Cópula sobre un Lecho de Crema, Sardinas Licenciosas a la Italiana, Bistec de Semental, Tortillitas Amorosas, Pollo Estilo Burdel, Remolacha Kamasutra en Crema Agria, Alcachofas Genitales, Hidromiel a la Griega… Pero más extraordinario que la variedad de platos fue el hecho de que no viera por ningún sitio la consabida aclaración de que sólo estaban disponibles por dólares. Cuando alzó la mirada, tropezó con los ojos de Eri que la observaban como un gato a un ratón.

– Tú trabajas aquí, ¿verdad?

– No.

– ¿Y cómo sabías…?

– Eres muy curiosa. ¿Qué vas a pedir?

Los Camarones en Salsa Báquica fueron servidos en fuentecillas ovaladas donde los mariscos yacían como en un diván. En aquel néctar oloroso a vino, canela y azúcar, los trozos de carne rosada y casi fosforescente refulgían bajo la luz de las velas.

Detrás llegó la Sopa de Testículos de Toro, fuertemente sazonada. Gaia comenzó a transpirar como si sus poros también quisieran gozar de aquella vaharada picante. Su pareja sorbía el caldo sin decir palabra, mirándola entre los vapores. En la penumbra, sus ojos adquirían una luminosidad intensa; pero ella no quiso mostrar temor o embarazo, y adoptó una expresión de lejana indiferencia.

Las Almejas Eróticas a la Vvikinga vinieron adornadas con perejil. Resultó una verdadera fiesta verter el limón y la mantequilla derretida sobre cada valva, cuidando de que la mezcla no chorreara mientras era bebida de la misma concha.

Después de esto, Gaia quiso dar por terminada la cena, pero su acompañante no se lo permitió. Nada de irse hasta que no probara lo que había encardado para ambos. Cuando el camarero levantó la tapa de una cazuela para mostrar lo que aún se cocía en su vientre, ella no pudo contener un suspiro. Ostras, mejillones, cangrejos, ostiones y otros restos marinos, dotaban, se enroscaban o confundían en el mar dulcemente avinado donde se había cocinado esa Orgía Marisquera.

A decir verdad, Gaia había sido extremadamente parca en su afirmación acerca de sus preferencias. Los mariscos no sólo le gustaban, sino que la enloquecían. Las pocas veces que los había comido, se transmutaba en algo que ni ella misma lograba definir. Le fascinaba el ruido de los carapachos rotos, el crujido de las muelas al deshacerse bajo las pinzas metálicas, el placer ele arrancar la carne de las conchas… Eran procesos que despertaban en ella un ansia remota e indescifrable corno el anticipo de un orgasmo.

Los mariscos desaparecieron rociados con vino blanco. Dos minutos después, el camarero destapó la fuente humeante donde reposaba una enorme Langosta Libertina. Los vegetales y las especias, cocidos en mantequilla, se mezclaban con los trozos de carne blanca ahogados en champán. ¡Y qué delicia bucear en los dorados carapachos para sacar la masa fragante a tomillo y pimienta!

Gaia se declaró incapaz de seguir comiendo, pero Eri aseguró que no debía irse sin probar los deliciosos Cojoncillos de San Pedro, hechos con una pasta de buñuelos muy acanelada, en forma de pequeñas esferas colocadas por pares, y mojadas en abundante almíbar… Sólo cuando terminó de beber su último sorbo de vino, se dio cuenta de que había tres botellas vacías sobre la mesa. No se sentía mareada, sino curiosamente agitada.

– Si te digo algo, ¿prometes no reírte?

– Bueno.

– Me siento surrealista.

– No hay nada risible en eso -respondió él, jugueteando con su vaso-. Vivimos en un país surrealista.

– Ya lo sé, pero me parece como si estuviera en otra dimensión… Es Cuba, pero al mismo tiempo no lo es.

– A ver, ¿cómo es eso?

– Nos dejaron entrar aquí sin hacer preguntas, hemos comido… -se detuvo-. ¿Ya pagaste?

– Sí -su anfitrión se había puesto de pie y la ayudaba con la silla.

– ¿Seguro? -insistió ella-. No vi que el camarero trajera la cuenta. No te vi sacando dinero.

– Vamos, todo está en orden.

– Todo no está en orden -murmuró ella, pero se dejó llevar a la noche.

Afuera la atmósfera fluía densa. Las pocas luces que iluminaban el corazón de La Rampa tenían un brillo húmedo, igual a esas imágenes fílmicas donde los colores del neón resplandecen sobre el asfalto espejeante de las calles. Gaia decidió que no era su imaginación: estaba en otra Habana. Era como si la ciudad hubiera resuelto mostrar otro rostro, ese que siempre había ocultado.

Una idea fue creciendo en su mente. ¿Acaso las ciudades tenían alma? ¿Era posible, bajo ciertas condiciones, descubrir la comarca oscura donde se esconde su verdadera esencia? ¿Habría penetrado, sin darse cuenta, en el espíritu de una metrópolis plagada de brujos que tal vez hubieran creado un espacio donde existía lo prohibido? ¿Sería ésa la zona hacia la cual escapaban los sueños y las represiones de sus habitantes? Porque si eso era posible, ella estaba en su mismo centro, tras cruzar el paso invisible hacia otra dimensión. De algún modo había caído en ese Shambhala caribeño, junto a una criatura perteneciente a aquella región escurridiza. O quizás estaba viviendo los resultados de un hechizo.

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