Dolor y caricias, suavidad y espinas: de eso estaba hecho el placer. Hubiera querido huir, pero notó que sus intentos por liberarse no hacían más que azuzar el deseo de sus dos asaltantes: el atleta, cuyo falo musculoso se distendía gloriosamente dentro de ella, y el desconocido que la atacaba sin misericordia por detrás. Hasta ella llegaban los suspiros y los gritos de la bacanal que se organizaba a su alrededor, fustigada sin duda por la visión del trío que constituía el principal espectáculo de la noche porque, pese a la ausencia de luz, una claridad indefinida permitía observar el conjunto.
Se rindió sin quejas al posesivo duelo. Sus gemidos se mezclaron con los del gimnasta circense y los de su incógnito agresor. Sintió, muy a su pesar, que gozaba hasta el paroxismo con aquella doble acometida que la mantenía clavada en su sitio, como una santa crucificada o una emperatriz que se ofreciera a sus esclavos para que éstos la disfrutaran más por ese acto de profanación que por el placer que su cuerpo les brindaba. Así soportó ella la embestida de los miembros hasta que de ambos brotó el maná, espeso y bullidor como la lava: riachuelos que la glorificaron bautismalmente.
Casi en seguida notó que le faltaba el apoyo del equilibrista, sin duda agotado por el extraordinario esfuerzo. Luego fue abandonada por su postrero atacante. V hubiera caído al suelo de no haber sido por unos brazos femeninos que la llevaron a un rincón, donde se dejó vencer por el sueño.
Despertó al sentir la tibieza que refrescaba sus torturados orificios. Un jovencito la limpiaba con agua de rosas, derramando pétalos y pistilos sobre su vientre hasta que cada poro exudó fragancias. A la tenue luz de un cirio, varias mujeres dormían solas o abrazadas entre sí. Gruesos cortinajes velaban toda visión del exterior. La mujer que se hacía llamar Oshún estaba cerca, comiendo trozos de naranja.
– ¿Quieres? -preguntó, tendiéndole uno.
Gaia lo tomó con avidez.
– Tengo que irme -anunció, y el zumo dulce se le escurrió por la barbilla.
– No puedes -le aseguró su anfitriona, que observó el goteo con expectativas de vampira.
– Es que tengo clases.
– ¿De madrugada?
– Ya debe de ser mediodía -Gaia chupó su pedazo-. He dormido mucho.
– Por eso no te preocupes. Cuando salgas de aquí, allá afuera no habrá transcurrido ni un instante.
Gaia alzó las cejas, pero no se molestó en rebatir ese argumento demencial. Oshún continuaba destrozando su fruta con deleite, ajena al enfado de su mirada; y la joven decidió aparentar que acataba sus explicaciones para no levantar sospechas, preparándose mentalmente para una fuga.
Todavía reinaba el silencio. Al parecer era demasiado temprano para los ocupantes de la casa, que probablemente aún dormían tras la prolongada saturnal. El recuerdo de la noche anterior la llenó de vergüenza y sospechó que su comportamiento era consecuencia de la infusión: un afrodisíaco o tal vez un alucinógeno. Se hizo el propósito de no beber más en aquel sitio.
Junto a ella descubrió un peplo de gasas azules. A falta de otra ropa -su vestido había desaparecido-, se lo puso para acercarse a una ventana y apartar las cortinas. Entrecerró los ojos, dispuesta a recibir la pesada luz del mediodía. La luna brillaba por encima de los árboles.
– ¡Es de noche! -exclamó, volviéndose a la mujer que continuaba engullendo naranjas.
– Ya te expliqué lo que ocurre con el tiempo -dijo ésta con aire de fastidio-, pero parece que no me entendiste… ¿Tienes hambre?
– Sed.
Su anfitriona le sirvió de una jarra.
– ¿Qué es?
– Algo que seguramente no has probado antes.
– Prefiero agua -pidió Gaia al olisquear el líquido.
– Aquí no se toma agua, sólo infusiones.
– ¿Por qué?
– Está contaminada.
Gaia suspiró, pero no se dio por vencida. Valiéndose de un cuchillito, despedazó dos naranjas y exprimió el zumo en un vaso para tomarlo. El ardid no sirvió de nada; por el contrario, le dio más sed. No le quedó otro remedio que beber algunos sorbos de la infusión: otro brebaje que olía a flores.
– Deberías alimentarle mejor -le dijo Osliún, señalando una bandeja llena de quesos y trozos de carne-. Pronto será la ceremonia.
– ¿Cuál ceremonia?
– La fiesta de Inle.
– ¿El orisha de la medicina?
– El orisha más bello de lodos -afirmó Osliún, y su voz tembló ligeramente-. Es tan hermoso que tiene que cubrirse el rostro.
– ¿Por qué?
– Para proteger a la gente.
Gaia aspiró el aire de la madrugada: lluvia tardía, frutos que maduran bajo las estrellas, céfiro que azota las cordilleras y mastica los pélalos dormidos de los azahares… Pero la llamada de sus sentidos alucinados se extinguió ante otra realidad más inmediata. ¿Cómo era posible que todavía fuese de noche?
– ¿Y nadie puede verlo? -preguntó finalmente, decidida a pasar por alto aquel misterio.
– ¿A Inle? -susurró la mujer-. Algunos; pero quienes lo hacen, quedan atados a su voluntad y ya no pueden negarle nada… Créeme, te lo digo yo que debería ser inmune a esas cosas.
Oshún se puso de pie.
– Estoy toda pegajosa -se quejó-. Voy a bañarme.
Y abandonó la habitación con el aplomo de un gato que de pronto se harta de quienes lo rodean. Gaia corrió tras ella, temerosa de quedarse sola en esa tierra de nadie que parecía gobernada por la voluntad de algún dios caprichoso y febril; dispuesta también a no perderle píe ni pisada a la única criatura que parecía prestarle alguna atención, aunque fuera a regañadientes.
Atravesaron varios salones donde la gente se vestía o cambiaba de ropa. Y a medida que avanzaban, el murmullo de las conversaciones fue creciendo. La casa se le antojó nodriza de una pequeña civilización, como un asteroide que contuviera todo lo necesario para la supervivencia de una especie distinta que viviera a espaldas del universo. Eso le pareció a Gaia aquella mansión huraña de cuyos sótanos, sin embargo, brotaban sin cesar criaturas desatinadas y carnavalescas que, pese a su aislamiento, parecían del todo satisfechas… Intentó acercarse a algún balcón y a varias puertas que supuso darían al jardín, pero alguien se lo impedía siempre: jóvenes que jugaban a su alrededor, o atletas que montaban guardia, o parejas que la arrastraban a sus juegos amorosos, o tropas de niños que pugnaban por arrancarle la rúnica…
Algo o alguien había prohibido la comunicación con el exterior. ¿Y cómo sabría el mundo que ella deseaba ser rescatada si ni siquiera le permitían hacer una señal? Jardines exuberantes bloqueaban el acceso visual a la calle. Había lápices y papeles sobre algunas mesas, pero ningún sobre o buzón donde colocarlos. Los teléfonos eran meros objetos de adorno. Gaia descolgó varios, y la línea arrojó en su oído el soplo del vacío. Sin embargo, a nadie parecía molestarle.
Allí vegetaba una realidad tentadora, capaz, de sumir a sus habitantes en una orgía que les hacía olvidar los rigores de ese encierro, lira posible, incluso, disfrutar de la bacanal; ella misma lo había hecho. Sólo cuando los festejos terminaban y uno podía ver los rostros acotados e indiferentes, comenzaba a entender el alcance de aquella mise en scène. Pero ¿a quién pedir ayuda si el dueño o los dueños del recinto controlaban cada puerta, cada ventana, cada balcón?
La casa se hallaba muy iluminada en ciertos lugares; en otros, reinaba la oscuridad. La luz se alternaba con las sombras como si se tratara de un mensaje o de un símbolo. ¿Qué se ocultaba tras esa doble condición? ¿Por qué había tanta claridad en unas zonas, mientras otras permanecían deliberadamente en tinieblas? Sin duda existía un propósito; era posible palparlo en la persistencia de una pauta que -por el momento- escapaba a la comprensión de Gaia porque sus sentidos se concentraban en algo más apremiante: escapar.
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