Daína Chaviano - Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación.
En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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– ¿Adónde vas? -preguntó Oshún al notar que la joven pretendía escabullirse.

– Yo vine a ver a Eri.

La mujer hizo un gesto posesivo.

– No, querida. Estás aquí porque Eri te ordenó que obedecieras a su mensajero, y tú aceptaste la invitación. Si él decide verte o no, será asunto suyo. Por ahora no te queda más remedio que seguirme… Y espero que no te pongas pesada y obedezcas.

No sin mortificación, reconoció que la otra estaba en lo cierto. Era inútil exigir atenciones ni cumplidos después de meterse en la boca del lobo. Había hecho un compromiso con él; nadie la había obligado… ¿O tal vez sí? Su voluntad se había derretido tras la extraña violación de la noche anterior, como si aquel miembro acanelado le hubiera inoculado un filtro que la hechizaba, obligándola a cumplir sus exigencias… Pero quizás estuviera inventando lo que no existía. Tal vez sólo estaba allí por su impaciencia en llegar al fondo de ese hombre misterioso.

– ¿Vienes conmigo?

Asintió humildemente.

II

Se abrieron camino entre la multitud que deambulaba enfebrecida, riendo, gritando v persiguiéndose. Era una nueva versión de Babel, aunque más locuaz que la bíblica porque sus protagonistas eran criaturas del trópico. La muchedumbre iba y venía, imitando la efervescencia de un mercado árabe con su prolusión de artefactos, golosinas y personajes: gitanas que leían el porvenir en las volutas del ombligo; llantas de dimensiones priápicas; efebos de contoneantes traseros, ataviados como hawaianas; brebajes para encender el deseo; artistas del tatuaje que realizaban sus obras en las paredes vaginales; cinturones de castidad con doble cerradura; monturas de donde emergían falos fastuosos para que las ninfómanas calmaran sus ansias al cabalgar sobre ellos; confituras afrodisíacas; gladiadores que ofrecían sus servicios nocturnos; sahumerios narcotizantes; ataúdes donde las mujeres podían esconderse para sacar sus pedios a través de dos agujeros y ofrecerlos anónimamente a los transeúntes…

Animada por el entorno, Osgún iba apartando las mamparas para escudriñar los salones donde la gente se dedicaba a diversas actividades. Gaia prefirió observar el trasiego de los transeúntes por los pasillos. En dos ocasiones su mirada tropezó con la de un gigante negro que parecía seguirlas, arrastrando consigo a una joven mestiza totalmente ebria y a otra mujer tan negra como él. Iba descalzo y vestía unos pantalones rojos que encendían más el brillo de su torso. La mestiza era muy hermosa, pero el pañuelo ensangrentado con que se cubría la cabeza le daba un aire deslucido y triste. La otra mujer, en cambio, se desplazaba con toda la majestad del mundo sobre sus hombros y una expresión gélida en las pupilas. Gaia observó de reojo al hombre, creyendo sentir su mirada. Primero pensó que imaginaba cosas porque un par de veces lo perdió de vista en la muchedumbre; pero cuando volvió a distinguirlo, ya no tuvo dudas: sus ojos inquisitivos se fijaban en Oshún.

– Es mi marido -respondió la mujer a la muda pregunta de Gaia.

– ¿Tu marido?

– Hace días que no nos hablamos -aclaró con desdén-. Mejor, ignóralo.

– Pero esta con dos mujeres.

– Sí, ya las conozco.

– ¿Las conoces? ¿Y no te importa?

– No soy celosa.

– ¿Por qué te persigue? -susurró Gaia, aunque era imposible que el hombre pudiera oírlas en medio de la algarabía-. Tal parece que fueras tu quien anduvieras enredada con alguien, y no él.

La mulata se encogió de hombros.

– En el parque me dijiste que se habían peleado -insistió Gaia.

– Y como ves, siempre acaba de perro faldero… Vamos.

Aprovechando un momento de confusión, ambas se colaron por una puerta que las llevó a un corredor desierto. Era obvio que la mujer conocía la casa; ni siquiera se detuvo a explorar otros salones. Gaia intentó memorizar secretamente aquel laberinto, intuyendo que nadie le enseñaría sus recovecos o atajos; su instinto le advertía que era importante conocer el terreno que pisaba.

Descendieron por unas escaleras hasta el sótano. Gaia estudió el agujero que se abría ante ella y aspiró la humedad que le producía cosquillas en la nariz. Una nube de aromas la golpeó, enroscándose en torno a su cuello como una bufanda neblinosa o como entidades que buscaran apoderarse de una víctima. Imaginó duendes olorosos a canela, talco de arroz, hojas de pino, lavanda, melado de azúcar, mazos de albahaca… Hubiera querido hundirse en ese pozo de fragancias, ahora que su oído percibía también el canto de los insectos en celo y el goteo del agua entre las piedras. Quizás fuera la cercanía de la tierra, pensó, de la Madre Tierra cuyo nombre llevaba, lo que producía aquella eclosión en sus sentidos. ¿O la habrían drogado?

Atravesaron la oquedad y subieron por otra escalera. Se dejó guiar, nublada la razón por los vapores que anegaban su cerebro… aunque no estaba muy segura de que su aturdimiento naciera de los aromas o de una bebida. ¿Se debería al bullicio del entorno? ¿Al clima orgiástico de esa villa? ¿O simplemente a un paseo que parecía no tener rumbo?

No se atrevió a protestar por temor a parecer impertinente, pero no dejaba de cuestionarse para qué demonios subían y bajaban sin cesar cuando hubiera sido mejor seguir por el mismo nivel. Estaba segura de que no se debía a que existiera una falta de continuidad en cada piso. Siempre volvía a encontrarse con los mismos salones: el de la primera planta tenía un gigantesco sol pintado en uno de sus extremos y estaba profusamente iluminado con lámparas de pie, candelabros colgantes y apliques broncíneos; el corredor del sótano, en cambio, permanecía en una penumbra apenas disimulada por los veladores de los nichos, que dejaban adivinar una luna menguante dibujada al final. Iban del día a la noche, de la noche al día, sin razón alguna que lo justificara como no fuera el capricho de su guía. Pensó que la incongruencia del recorrido era parte de una prueba.

Cuando subieron la escalera por octava o novena vez, Oshún reanudó su indiscreto fisgoneo, abriendo mamparas y husmeando en las habitaciones colmadas de escenas alucinantes donde intervenían criaturas y artefactos de todo tipo. Tras una de esas puertas les aguardaba una visión digna de un Buñuel pornógrafo: varias mujeres admiraban las maniobras de un contorsionista que ejecutaba el arco de espalda hasta lograr con su cuerpo una O perfecta. Su miembro había crecido frente a la atenta mirada del público, que lanzó alaridos de entusiasmo cuando sus labios tocaron la punía. Instigado por las exclamaciones, redobló sus esfuerzos y logró introducirlo completamente en su boca para iniciar una masturbación lenta y gozosa de sí.

El ambiente era cada vez más denso por la niebla que escapaba a borbotones de los pebeteros insertados en las paredes, Gaia sospechó que esas emanaciones provocaban en ella algo más que una mera confusión de los sentidos.

– ¡Hace falta una novicia! -gritó alguien.

Atontada por los vapores, no opuso resistencia cuando varias mujeres la arrastraron hacia el centro de la habitación; entre todas le sacaron el vestido y la acercaron a la boca del atleta que, manteniendo su posición en arco, atacó el sexo que se le ofrecía. Lengua y falo se alternaron para penetrarla con el tesón de dos rivales que se disputaran un botín, hasta que la boca terminó por ceder su lugar a la criatura anillada, cuya piel relucía cada vez que emergía de la gruta. Gaia cerró los ojos. Su razón se rebelaba contra aquella experiencia, pero su carne latía con un deseo nuevo que no le permitía decidir ni escoger, sólo tomar cuanto se le ofrecía.

Manos poderosas la sujetaron por las caderas.

Sintió la carne que pugnaba por penetrar en ese sitio al cual sólo Eri había tenido acceso, y trató de volverse hacia su agresor, tal vez con la idea de amedrentarlo; su tentativa sólo provocó que la luz se apagara, dejándola a oscuras con las manos que la obligaban a doblarse y a aceptar.

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