Después de eso, las mujeres caminaron casi a tientas. Nunca hubo mucha luz en aquella parte de la ciudad, especialmente porque los árboles habían crecido con una desmesura boscosa y sus ramas cubrían los escasos faroles sobrevivientes. Ahora, sin embargo, la oscuridad se había convenido en una presencia casi definitiva. Era como llegar a un Averno sin llamas. Gaia creía conocer ese vecindario, pero admitió que se había perdido cuando le pareció que pasaba dos veces por la misma esquina. Sospechó que su guía daba vueltas para hacerle perder el rumbo.
Por fin se detuvieron ante un palacete versallesco, rodeado por una sólida verja de hierro. Tras la maleza del jardín se destacaba el cromatismo de los vitrales, con sus escenas inspiradas en ánforas griegas, paisajes caribeños y arborescencias al estilo art nouveau, donde el alma cubana revelaba sus alistas más alucinanres. Los faunos tocaban sus zampoñas entre las palmeras; ninfas amulatadas se sumergían en un río para atrapar cangrejos; varios querubes se reclinaban perezosos bajo el sol del mediodía, adormecidos por el susurro de las malangas ornamentales que caían sobre ellos en abanico; un Mercurio en taparrabos sobrevolaba una ciénaga tropical, ignorando a los caimanes con sus fauces abiertas entre los mangles… La noche actuaba como una cámara negra donde relucían las imágenes, permitiendo su contemplación desde la acera.
– Es aquí.
Gaia se quedó contemplando la reja ele altura infranqueable.
– No veo ninguna entrada.
El viento trajo risas provenientes de la mansión.
– Ven -susurró la mujer, tomándola de una mano.
Alguien había desprendido dos barrotes de la verja y por allí entraron.
– ¿Habrá mucha gente allá dentro? -preguntó Gaia.
La mujer se detuvo un instante, pero en seguida pareció desentenderse para observar los alrededores.
– Recuerda lo que te dijo Eri: nada de preguntas.
– Una sola, antes de entrar.
– Muy bien -murmuró su guía, que anduvo unos pasos más como si explorara el terreno-, pero te advierto que es mejor no averiguar mucho.
– ¿Quién eres?
La desconocida se volvió.
– ¿No tienes otra cosa que preguntar?
– Sólo quiero saber quién eres.
– Para muchos, soy un enigma -suspiró-. Para otros, una condición.
– Eso no es una respuesta.
– Mi nombre no significa nada-le aseguró la mujer, que se alejó hacia la casa por el trillo enyerbado.
– No me vengas con evasivas -insistió Gaia, siguiendo sus pasos.
– Lo que preguntas no tiene sentido. Me llaman de muchas formas.
– Por qué no me dices una?
– Todo depende del lugar, del momento o de las circunstancias.
– No sé de qué hablas -rezongó Gaia-. Sólo quiero que me digas tu nombre.
– De eso se trata -replicó la otra-. Dudo que saques algo de esa información. Además, hay tantas cosas que pudieras conocer…
– Déjate de idioteces.
Las pupilas de la desconocida se incendiaron en la penumbra como las de un súcubo, pero Gaia no lo notó porque la otra siguió andando sin mirarla.
– Dime tu nombre o me iré -advirtió Gaia.
La mujer giró para enfrentarse a ella y, cuando habló, su tono había adquirido la consistencia de una tormenta cuando su vaho azota al viajero desprevenido.
– Tengo muchos nombres, y mi apellido es Andiomena… En Cuba me dicen Oshún.
«Tiene que ser una broma», pensó Gaia sin perder de vista a la mujer, que se deslizó por el jardín como una figura de niebla.
La luz de un farol arrojaba una especie de gasa cenicienta que permitía adivinar los contornos de los objetos. Rodeada de álamos centenarios, la casona se perdía bajo el abrazo de las ramas. En otros tiempos la entrada estuvo custodiada por rosales, marpacíficos y galanes de noche; ahora, las únicas flores que sobrevivían en aquel matorral eran algunas campanas. La visión fugaz de los mazos blanquecinos le recordó el nombre que solía darles su abuela: floripondios.
El murmullo de las risas fue creciendo a medida que se aproximaban al portal. Gaia sospechó una conspiración. ¿Se habría confabulado Lisa con alguien para hacerle creer que una orisha la estaba guiando hasta esa casa? ¿Esperaban que aquel apellido le hiciera admitir la presencia de la misma Afrodita en su isla? ¿La quería tanto su amiga que estaba decidida a borrar el recuerdo del Poeta, aun a costa del disparate? ¿Sería Eri un enviado de la tía Rita?
Hubiera deseado contestar afirmativamente a todas esas preguntas y olvidarse en seguida del asunto, pero quedaban cuestiones que no sabía cómo resolver. Si su encuentro con Eri era una trampa bienintencionada, ¿cómo explicar lo del restaurante? ¿Cómo interpretar su entada a un sitio prohibido para ella, la orgía culinaria, la ausencia de pago? No creía que nadie tuviera el poder suficiente para preparar semejante escenario; por eso dudaba de la existencia de un complot. Aunque si este no existía, ¿qué significaba lo demás?
La noche refrescaba ostensiblemente. Bajo su tenue vestido de algodón, Gaia comenzó a tiritar. No pudo menos que alegrarse cuando su guía se acercó a la puerta y, tras susurrar unas palabras, ésta se abrió.
En contraste con la oscuridad exterior, había luz en aquel salón: un fulgor levemente azulado. Varios butacones y divanes vacían esparcidos por doquier; nadie los ocupaba, a excepción de dos mujeres que cuchicheaban mientras se servían frutas de un cesto colocado sobre una mesa. El aspecto de ambas no podía ser más extraordinario: se sujetaban los cabellos con cintas, al modo de las antiguas romanas, y vestían túnicas que ceñían a sus cuerpos con velos. Sus risas se mezclaban con el ruido de los clientes que rompían la pulpa de los melones y las piñas; una de ellas yacía reclinada sobre un banco de alabastro, con las piernas al descubierto. En conjunto, la visión evocaba una de esas bucólicas pinturas victorianas donde la abundancia de tules no hace más que revelar la voluptuosidad de aquello que se pretende cubrir: una escena donde afloraban detalles soñados por artistas de antaño -desnudeces sobre el mármol frío, miradas lánguidas y rendidas, plumas acariciantes para morir de deseo-, cual futuras reminiscencias de Sade y Masoch.
Al verlas entrar, una de las mujeres se puso de pie y se aproximó a una antigua marmita que despedía humo. Con un cucharón sirvió líquido en dos vasos y se acercó a las recién llegadas.
– Cortesía de la casa -dijo.
Gaia olisqueó, desconfiada.
– ¿Qué es?
– Té de flores.
Era un brebaje que olía a yerbas y disfrazaba su amargor con una miel turbia y oscura.
Otras risas se escucharon con mayor claridad. Gaia supuso que se celebraba alguna fiesta al otro lado de la puerta, aunque sus vitrales ahumados le impedían confirmar o negar esa posibilidad. De cualquier modo, no intentó averiguar más. Su acompañante bebía plácidamente echada sobre un diván. Gaia terminó de tomarse su té mientras barajaba explicaciones: o la mujer no reñía apuro en buscar a Eri, o era él quien se reuniría con ellas, o esa espera formaba parle de un ritual cuyo objetivo desconocía.
No fue necesario aguardar mucho para comprobar que la bebida era algo más que un simple cocimiento. Los objetos fueron rodeándose de un aura cremosa, casi apetecible; luego aparecieron aromas-perfumes de todo tipo: vino mentolado, aceite de rosas, tierra húmeda, almizcle empapado de polen, leña ardiente, agua de jazmín- como si su olfato hubiera trascendido los límites humanos. Casi se sobresaltó cuando su guía la tomó de nuevo por la cintura.
– Vamos, ya es hora -parecía algo borradla.
AI otro lado de la puerta se extendía un pasillo, protegido por una penumbra acogedora para que los ojos vieran sin fatigarse. En aquella intimidad, reinaba el bullicio. Decenas de personas entraban o salían de incontables habitaciones. Era fácil averiguar lo que ocurría en ellas porque las puertas no eran realmente puertas, sino mamparas coloniales de dos hojas. Gaia atisbo por encima de una y la visión le produjo algo más que sorpresa. 'Tendidas sobre lechos y alfombras, varias parejas se refocilaban entre almohadones. Por todas partes deambulaban jovencitos semidesnudos, que corrían solícitos para limpiar a quienes culminaban sus embales amorosos. Gaia observó la dedicación con que empapaban sus toallas en el agua tibia donde flotaban pétalos de rosas, y la ternura con que pasaban los paños por las vulvas húmedas y los falos a punto del desmayo.
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