Salones desiertos, ajenos al habitual bullicio de la mansión, las llevaron hasta una puerta custodiada por gárgolas de piedra. La habitación no era muy grande, pero parecía amueblada como un pequeño apartamento: una mesa, dos sillas, un escaparate y, en el centro, la cama de cuatro pilares. Oshún se dirigió a la ventana y separó sus hojas de vidrio para permitir el paso de la brisa.
– Hay alguien ahí -murmuró Gaia, señalando la figura agazapada en las ramas del árbol frente a la ventana, como un vampiro a punto de saltar.
– Es él -contestó Oshún.
– ¿Quién?
– Inle… Le gusta mirar.
– ¿Mirar qué?
La mujer hizo saltar los broches del peplo.
– ¿Sabes que hacemos una hermosa pareja?
El mundo entero oscilaba. Sintió la caricia de las cortinas sobre su rostro: alas de gasa blanca. ¿En qué momento se echó sobre la cama? ¿O alguien la habría empujado? ¿Qué vapores incendiaban su piel y corroían su voluntad, dejándola abierta y expuesta sobre el lecho?
Por un instante dudó si lo que veía era su imagen ante un espejo o si habría ocurrido un desplazamiento del espíritu fuera de su cuerpo. Era extraño reconocerse a sí misma, inerme bajo la deidad que saboreaba sus pechos con el placer de quien engulle un mango, o contemplar su viaje hacia selváticas latitudes, dando breves lamidas como las de un gato que toma leche. Se revolcó entre las sábanas para escapar, pero la otra fue más ágil: su lengua la atacó con la rapidez de una culebra y la cosquilla fue escalando por túneles secretos. Aquella criatura sabía dónde besar, dónde palpar, dónde tocar…
No prestó atención a los ruidos del balcón. Ya no le importó que el dios estuviera allí, haciendo de voyeur voluntario, acariciándose para librarse de aquel licor celeste que manaba de él. Se sentía arder. Vio la imagen de Oshún deslizarse sobre su cuerpo, cubrirlo, frotarse contra su piel, luchar inútilmente por penetrarla, intentar fusionarse en un roce de vulvas distendidas. Sus caderas la golpearon con la furia de un amante desalmado. Hacía calor; un calor tropical v pegajoso. Saltaron chispas.
Saliva sobre la piel, sudor de caramelo: labios delicados a los que temía dañar. Los hombres no besaban así; no tenían esos labios de fiera mansa. Casi se detuvo. Casi. Pero no podía dejar de hacerlo. Ven, ven, muérdeme, entrañas mojadas en azúcar. La fortaleza de una hembra que sojuzga la mansedumbre de otra. Eres mía, ¿lo ves? Montes que colisionan. Licor de ron entre los muslos. Ven, entiérrate en mí. Ninfas que destilan miel. Quiero ahogarme, suicida, en el fondo de tu cuello húmedo. Qué lúcida masturbación esta de acariciar un cuerpo semejante. Ritual antiguo y eterno. Tórridas pieles, tórridas nalgas, tórridas caderas que no logran pasar aunque persistan en su embestida de gacelas. Estoy abierta, abierta. No puedo llegar, no tengo… Voy a engullirte con mi vagina. Cuánto fuego acumulado, cuánto infierno. Asómate entre mis piernas, misterio lésbico, y toca mis labios alucinados. Mira mi lengua roja y clitórea, ésa es mi daga. Vas a morir aquí, asesinada sin compasión con mi estilete… Mujeres hadas, mujeres diosas… Éste es mi punzón: caliente como el tuyo. Así te doy muerte, así… Hembras sin dueño, hembras divinas… Ya me derrito, ya.
Ahí estaba la imagen de la diosa que le abría las piernas, sujetándolas con fuerza para facilitar el roce y la caricia. El climax la sacudió hasta hacerle perder la noción de lo que la rodeaba. Ni siquiera advirtió el baño de leche azul que caía sobre ella, desde el borde de la cama, donde Inle había observado el final del juego sáfico.
SEGUNDA PARTE. TAMBIÉN PUEDE CERRARLOS
EN EL REINO DE OYÁ
Se despertó cuando el primer rayo de sol le dio en las mejillas. A su mente acudieron impresiones de temor y placer. Recordaba otras ocasiones en que había sentido lo mismo, al día siguiente de una experiencia amorosa y, sobre todo, después de una «primera vez». Un cosquilleo le apretaba la garganta: tenía la sensación de flotar, pero al mismo tiempo una náusea le ahogaba. Sabía que aquello era resultado de un condicionamiento: la sospecha de haber hecho algo prohibido… Y, no obstante, siempre llegaba la euforia de la liberación. En los últimos tiempos había empezado a perder la parte más angustiante de aquel reflejo, pero esa mañana había regresado. No era una experiencia agradable. Semejaba la cercanía del vacío: daría un paso y se hundiría en una brecha que la llevaría al infierno.
Se sentó en la cama y miró en torno. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Apenas reconoció aquel íntimo desorden de ropas y libros. Era como si se hubiera ausentado de casa muchos meses.
Imágenes vagas empezaron a formarse en su cerebro. ¿Se había emborrachado? Su primer pensamiento coherente fue el rostro de Eri. Después evocó una función de teatro, cierta frase sobre alguien que abre o cierra los caminos, el encuentro con una mujer en la oscuridad de un parque, una mansión laberíntica de la cual deseaba escapar… Se frotó los ojos para borrar los restos de sueño. Su agitación aumentó mientras repasaba sus recuerdos. Estaba segura de que la habían drogado; por eso sus visiones eran tan absurdas: el contorsionista masturbatorio, el semen azul fluyendo de las vaginas, los jovencitos que limpiaban los genitales con agua de rosas… Una pesadilla alucinógena. Sólo la casa se le antojó verdadera. La santera debió de tramar aquella farsa para librarla de su frigidez y hacer quedar bien a sus supuestos dioses. Si era así, el propio Eri estaba involucrado en la conjura. ¿Sería cómplice Lisa?
Tuvo que dejar las especulaciones para otro momento; ahora tenía tareas más urgentes que resolver. Por lo pronto empezó a barruntar que le diría a su madre. De hecho le extrañaba no tenerla ya armándole un escándalo por no haber avisado que dormiría afuera, aunque últimamente se comportaba como si anduviera muy lejos, Gaia no sabía si su distanciamiento era producto de un automatismo deliberado para alejar las angustias cotidianas o si el entorno habría minado parte de su cordura.
Al llegar a la cocina se la encontró ordenando platos, apartando calderos y husmeando en el café que ya hervía sobre el fogón.
– Apúrate, que vas a llegar tarde y yo también.
– ¿Tarde? -Gaia se recostó en el marco de la puerta-. ¿Adónde?
Su madre dejó la cafetera sobre la mesa y la observó con atención.
– ¿No piensas ir a tus clases?
– Pero si hoy es domingo.
– Todavía estás dormida.
Gaia miró el reloj que tía Clara les trajera de Miami -un calendario digital que marcaba la hora y el día de la semana: sábado, 8:17 a.m. No era posible. Si la memoria no le fallaba, había ido al teatro el viernes por la tarde; y, según sus cálculos, debió pasar la noche en la mansión, durmió allí la mañana y la tarde del sábado hasta la noche -eso explicaría que nunca viera la luz del sol-, y luego se quedaría hasta bien avanzada la madrugada. Tenía que ser domingo.
– ¿No hubo apagón en estos días?
– Ya sabes que siempre hay apagones.
– Te lo digo porque el reloj anda atrasado.
La madre terminó de servir el café.
– Ese reloj funciona perfectamente. Tu tía me dejó baterías de repuesto y las cambié hace menos de dos semanas -se detuvo un momento-. ¿Qué te pasa? ¿No dormiste bien? Tienes una cara rarísima.
Gaia cogió una taza.
– ¿No me sentiste llegar anoche? -preguntó.
– La verdad es que después de la telenovela, caí rendida.
La telenovela. Entonces ayer había sido viernes.
– Lo siento, pero no hay pan -dijo la mujer-. Y no pude conseguir leche.
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