Daína Chaviano - Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación.
En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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En su regazo descansaba el ramo de flores que el joven había colocado sobre ella. Eso le impidió reconocer de inmediato qué era esa cosquilla que se deslizaba por una de sus corvas. Se quedó helada cuando se dio cuenta a quién pertenecía el dedo trepador. Claro, no se le ocurrió que el visitante estuviera importunándola; semejante idea sólo emergería años después. Sin embargo, su instinto le indicó que existía algo prohibido en el sigilo con que el príncipe recorría la pelusilla interior de sus muslos, subiendo más y más en dirección a aquel lugar donde las hembras eran diferentes a los varones.

Trató de moverse; pero sus manos, bajo los pétalos húmedos, recibieron la presión de otra mano. El dedo se abrió camino bajo el elástico de su ropa interior y jugueteó con ella un rato. La cosquilla era tan agradable que abrió un poco más las piernas para dejarle mayor espacio al dedo goloso. Un escozor molesto creció en el lugar donde él la rascaba. Se movió un poquito para aliviarse, ayudándose de una protuberancia que abultaba en el pantalón del hombre. Poco a poco, sin que nadie lo notara, él deslizó su silla hasta emboscarse detrás de unas arecas.

El bullicio de las marchas mantuvo su crescendo, produciendo ese efecto donde el estruendo se transforma en barrera visual -un fenómeno bastante común, pero rara vez notado por la gente-. Era como si el sonido, al alcanzar determinado nivel, levantara una cortina de invisibilidad que, más que obstruir o nublar la visión, escamoteara los detalles. Fue así que ella y su príncipe se aislaron de la concurrencia, ocultos a medias por los abanicos vegetales y por el parapeto sónico que ya adquiría una consistencia casi palpable.

Ahora su alteza era poseído por un extraño frenesí; se agitaba convulso y se frotaba contra ella, quizás (pensó Gaia) víctima de algún brujo malvado. Cualquiera que fuese su causa, el príncipe se había convertido en un vándalo que reclamaba su botín.

Tiró de sus pantaloncitos para maniobrar con mayor libertad.

Por un instante ella pensó en resistirse, hastiada de aquella invasión; además, no le gustó que la sobaran con tanta impertinencia… Para su disgusto, la picazón entre sus piernas también aumentó. Adentro era un horno encendido, repleto de hormigas furiosas que la castigaban con su aguijón. Los dedos del príncipe-pirata se cerraron sobre sus manitas para impedir que se rascara. ¿Y si fuese un brujo disfrazado? El hormiguero se revolvió, tornándose avispero. Se resignó entonces a moverse con disimulo sobre la dureza del pantalón, con la esperanza de que el dedo solitario, que a ratos condescendía en escarbar la entrada de la colmena, la aliviara de aquella molestia.

El acoso fue mutuo. Ella pugnó por sacarse las avispas y él, por librarse del maleficio que perlaba su cuerpo de sudor, calentura peligrosa que requería de una pronta acción. Ambos necesitaban un remedio, cualquier medicina que barriera aquel incendio. El la forzó a moverse, casi con brusquedad. Los insectos se enfurecieron en su cueva. Ella estuvo a punto de gemir, pero él le cubrió la boca. Sin previo aviso, el bálsamo brotó de algún recinto inexplorado. O tal vez cayó de las nubes. ¿Cómo asegurarlo?… Sólo supo que una humedad súbita la empapaba como un rocío bienhechor.

La sonrisa del príncipe fue tan encantadora que ella le perdonó en secreto no haberle avisado que debía ir al baño, sobre todo porque se tomó el trabajo de limpiarla con su pañuelo. De nuevo era amable con ella, de nuevo la trataba como a una emperatriz. Gaia le hizo mil mimos y le devolvió la sonrisa, alegre de que él se hubiera liberado del maleficio… y ella de sus avispas. Al final del espectáculo se despidieron a escondidas, besándose en los labios.

Ése fue su primer amor, pero sólo al cabo del tiempo lo sabría.

La huella de aquel recuerdo provocaría un efecto perturbador sobre su madurez, arrojándola a las redes de esos pescadores que siempre buscan en río revuelto. Sus ademanes adultos no hicieron más que exacerbar la ronda de depredadores al acecho de niñas con pretensiones de hembra o de jóvenes con aspecto infantil. Así se convirtió en la presa codiciada de esos arponeros citadinos. Ahora sospechaba que las jugarretas de Eri se originaban en aquel provocativo factor ele su persona que, aunque inconsciente, encendía un aviso -apreciable para ciertos hombres- en alguna zona de su aura.

¿Qué hacer? ¿Le convendría regresar al apartamento? ¿O sería mejor indagar con cualquiera que entrara o saliera del edificio? Necesitaba verle el rostro en pleno día, asegurarse siquiera de que existía, abrumarlo de preguntas, impedir que elaborara sus respuestas, obligarlo a confesar qué había hecho de su voluntad y de ella misma que ahora deambulaba como una obsesa en su búsqueda. Pero tales inquietudes eran apenas el comienzo del enigma. ¿Eran reales la casa y sus habitantes, o sólo un buen truco de prestidigitación?

Lo pensó mejor. No debía involucrarse en ningún tipo de pesquisa. Los exámenes estaban por llegar y su meta era terminar de una vez sus estudios. «Otro encuentro como ése, y soy capaz de suspender el año», reflexionó. Además, ¿cómo saber si aquel individuo podía hacerla desaparecer durante un mes? El tiempo se comportaba como una dimensión ilógica dentro de la casa. Sería mejor armarse de paciencia y aguardar.

Pero mientras descendía por la vetusta escalinata, dejando atrás la imagen del Alma Mater, se dijo que no perdería nada con curiosear de lejos. Así es que atravesó el parque donde se guardaban las cenizas del amante de Tina Modotti, y bajó por todo San Lázaro hasta Infanta. Desde la esquina divisó la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, aunque apenas echó una ojeada a la sobrecogedora efigie que coronaba sus alturas y que siempre la había impresionado. Dobló hacia la izquierda, rumbo a La Rampa.

Allí, a escasas cuadras de la nao eclesiástica, latía el ardiente corazón de su ciudad; y en esa ruta, la más concurrida del país, las miradas de los cubanos -normalmente provocativas-adquirían un brío inusitado. El soplo de los alisios azotaba los cuerpos, levantando oleadas de vapor y sudores almibarados. Multitud de ojos resbalaban sobre pieles ajenas, como una lluvia acida que desgarrara las ropas en plena vía pública. Expuestos a la inclemencia de tales elementos, deambulaban cazadores y víctimas por esa calle lúbrica y siempre húmeda de deseo. Pero Gaia no llegó a sumergirse en ella.

Se detuvo a un centenar de pasos de la avenida y, desde su escondrijo, vio la silueta del edificio. Eran casi las siete. Las luces de la calle destilaban una mortecina luminiscencia que no podía hacer mucho por anular la penumbra de la capital. Bajo las sandalias de Gaia, trozos de cristal crujieron como cocuyos irritados: restos de una farola rota. Sobre su cabeza, un alambre colgaba tristemente de su viejo soporte.

Alguien tropezó con ella… Una figura oscura y masculina. Gaia farfulló una disculpa mientras el desconocido proseguía su camino, y se quedó contemplando los contornos aleteantes de la sombra sin que lograra determinar por qué le habían llamado la atención. Entonces cayó en cuenta: un hombre con sombrero de ala y enfundado en un gabán era algo que sólo recordaba haber visto en los filmes de Humphrey Bogart, nunca en su Habana calurosa y harapienta…

– ¡Dios mío! -murmuró-. Ya estoy alucinando de nuevo.

Exploró el cielo; ni siquiera había luna llena, así es que no podía atribuir aquella visión a esos ciclos delirantes que ponían en estado de alerta a los hospitales y a la policía. Trató de tranquilizarse. Tal vez no fuera un hombre con gabán, sino uno de esos locos que deambulan por las calles envueltos en trapos de toda índole, robados a los latones de basura.

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