Daína Chaviano - Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación.
En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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– No, no es el escritorio.

Ella acarició la superficie del vaso, olvidando por un momento el ambiente anómalo. Quizás no valiera la pena insistir; sospechaba que él siempre terminaría saliéndose con la suya… ¡Dios! ¡Qué mentecata era! Después de todo lo ocurrido, estaba decidida a seguir viéndolo. Ésa había sido su decisión desde el inicio. ¿A quién pretendía engañar? Se tomó el último sorbo. Un trozo de hielo se deslizó entre sus encías y ella lo acarició con la lengua, sin morderlo, disfrutando la sensación que le anestesiaba los labios. ¿Le estaría cogiendo el gusto a aquel juego?

Para colmo de males, los objetos lucían cada vez más raros. ¿Era la iluminación que oscilaba o los muros que comenzaban a inclinarse? Un balanceo tenue, y arriba se oscurecía… ¿O no? Las ventanas le hicieron guiños, ansiosas por revelarle las claves de aquel minué sobrecogedor. La puerta insistía en escapar de su prisión, y todo el marco iba detrás con su peso. Ni cortas ni perezosas, las molduras del techo hicieron crecer sus adornos vegetales por los que corrían diablillos de yeso, eufóricos tras haber cobrado vida. El artesonado adquirió curvaturas góticas, como telarañas lavadas por un aguacero. Gaia suspiró. Seguramente se había dejado medicar de nuevo… Sonrió al repetir el verbo: medicar. ¡Qué terapéutico! Casi le gustó su correspondencia con el entorno.

– ¿Por qué sonríes?

– Nada. Algo que pensé.

– Es tarde, vamos ya.

– Me drogaste.

– ¿Cómo?

– Volviste a drogarme. La vez pasada me hipnotizaste. No sé cómo, pero lo hiciste.

– ¿De qué estás hablando?

– No soy tan lerda como imaginas.

– Eres porfiada, pero jamás he pensado que seas lerda.

– ¿Para qué entonces esto? -levantó el vaso al nivel de sus ojos.

– Yo también tomé -y le mostró el suyo.

– Hay antídotos.

– Lees demasiadas novelas policíacas.

Le arrebató el vaso y lo dejó sobre la neverita.

– ¿Trabajas para Seguridad del Estado?

– Santo cielo -susurró él, tomándola por un brazo-. Yo creo que estás borracha, y eran sólo dos dedos de menta.

V

Sabía que volver a aquella casa era realizar una incursión a una comarca peligrosa; como bajar a los infiernos, al reino de la muerte, a los dominios de Oyá… a esa región donde las almas transitan a la sombra de sus pasiones.

El recorrido por las calles de La Habana volvió a despertar su sospecha de que había atravesado algún paso transdimensional. Fantaseó con la idea de que viajaba por el subconsciente de una ciudad cuyo acceso sólo era posible por la gracia de un guía que se ofreciera a mostrarlo, como hiciera Virgilio con el bardo florentino. En su fugaz recuento de odiseas espirituales, evocó la mística de los rosacruces, de los desdoblamientos, de Alian Kardec, de las experiencias en estado de coma… Y sospechó que aquel mulato de ojos claros podía ser su ángel de la guarda que la conducía -Orfeo engañoso- a una mansión atemporal donde los muertos coexistían con los vivos.

Curioso y más que curioso, le hubiera gustado decir cuando llegó frente a la casona; y es que, igual que en el País de las Maravillas, algo que anteriormente no existía, después surgía de repente o cambiaba de aspecto. Por ejemplo, estaba segura de haber transitado ese mismo camino en numerosas ocasiones sin lograr descubrir la mansión. Tantas veces repitió la experiencia que llegó a convencerse de que la casa debía estar en otro sitio. ¿Cómo es que Eri había dado ahora con ella?

Con ademán gentil, el hombre la ayudó a evadir las altas yerbas de la entrada y, juntos, sortearon la maleza que se derramaba sobre la tierra opulenta y oscura. Todo continuaba inalterado: las ramas de los álamos se entretejían para cobijar el jardín, la verja colonial seguía apuntando hacia las nubes, y el vago rumor de las risas recordaba una fiesta de duendes en la espesura del bosque. Ahora, sin embargo, no llegaron a la puerta. Se desviaron hacia un sendero custodiado por un muro vegetal que iba y venía describiendo curvas y ángulos. El camino era un enigma. Podían verse las torrecillas de la casa por encima del amasijo de plantas, pero la visión era irregular. A veces parecían dirigirse a ella; a veces parecían alejarse. ¿Iban hacia allí o buscaban otro rincón del jardín?

Gaia sintió unos latidos en su cabeza. Cada vez que su memoria luchaba por sacar a flote algún recuerdo, sus sienes palpitaban dolorosamente… Finalmente el sendero los condujo a la mansión. En su interior volvían a multiplicarse las galerías de techos neogóticos, las lámparas como estalactitas, los vitrales de colores violentos y los corredores atestados de siluetas que parecían escabullirse furtivamente entre los ecos.

Gaia pensó que sus sienes estallarían y, de pronto, la presión se hizo insostenible: un laberinto. Eso eran la casa y el jardín: laberintos. Creta en La Habana. La posibilidad de hallar un Minotauro hambriento o enamorado. Laberintos. Internarse en un sitio perdido, a orillas del lago Moeris. Egipto en el Caribe. Centros iniciáticos de múltiples significados. ¿Cuál sería el de la casa? Quizás sus pasajes enmarañados sirvieran de protección. Eso decían en la antigüedad. Los laberintos se construían para salvaguardar el culto que se albergaba en su centro. De esa manera ningún espíritu malintencionado podría penetrar su secreto. Pero los laberintos tenían otra función: preparaban el alma en la iniciación de los misterios.

Comprendió por qué no había podido memorizar los pasadizos. Aquella casa no estaba hecha para visitantes. Más bien, existía a prueba de profanadores. Penetrar allí era olvidar el raciocinio y aprestarse a conocer demonios propios. Sus recovecos imitaban el caos primordial, la inconsciencia de los deseos, el abrigo incierto de la matriz. Cada porción de su territorio la alejaba del mundo y la protegía de él; pero aquella protección era un arma de doble filo porque la dejaba inerme y desorientada, expuesta a los vaivenes de seres invisibles con los que ni siquiera lograba comunicarse -criaturas ciegas y sordas a sus súplicas-. Ya podía gritar, clamar sus iras, pedir ayuda, que nadie la escucharía. En el laberinto quedaba aislada. Estaba en el centro del mundo, pero lejos de él. Era como vivir una maldición.

Iba pensando todo aquello mientras observaba los hombros de Eri, perfectos y difusos en la penumbra. Lo seguía pese al miedo, porque era peor quedarse sola en esa marejada de senderos que parecía un nudo gordiano sin solución.

El perfume estallaba en las fuentes, anegando la mente de brumas. Salvo algunas siluetas que escaparon hacia las sombras, no vio a nadie. Trató de no preocuparse. Era un juego, le había asegurado Eri la primera noche; pero aquello no dejaba de asustarla. Nada parecía seguro en aquel duelo de voluntades.

Su guía empujó una mampara que los separaba de un aposento, donde una rolliza matrona llenaba cuencos de cerámica. Las paredes del local parecían bañadas en espejeante azogue. Doquiera que Gaia miraba, las superficies esmeriladas le devolvían su imagen, como ocurre en esos tradicionales laberintos de feria.

– Vamos a ensayar algo distinto -susurró él, haciendo un ademán a la escanciadora.

La mujer abandonó su tarea para acercarse a un arcón tallado con bajorrelieves, cuyo contenido estuvo revolviendo unos instantes. Gaia no pasó por alto aquel mudo entendimiento: era evidente que buscaba algo acordado de antemano. ¿Se trataba de un servicio que la doña prestaba a cualquier huésped o era resultado de un acuerdo exclusivo? ¿Era ella la primera mujer que él traía a esa casa o ya habría venido con otras?

Un amasijo de gasas se desparramó sobre el suelo y Gaia supo que esos atuendos estaban destinados a transformarla. ¿Con qué objetivo? Ni siquiera intentó adivinar. Ya sabía que sus pretensiones agoreras nunca daban resultado. Era preferible aguardar, en vez de lanzarse a una descabellada aventura imaginativa.

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