«Otra pesadilla», pensó, sin decidirse a mirar en torno.
Sentía la boca seca y un ligero dolor de cabeza.
– ¿Gaia? -unos dedos le rozaron el rostro-. ¿Te sientes bien?
Eri se inclinaba sobre ella, ocultando a medias el resto del consultorio.
– Ya es un poco tarde para esa pregunta -le reprochó débilmente, haciendo un esfuerzo por incorporarse.
– Has dormido casi tres horas. ¿No tienes hambre?
Gaia lo miró con fijeza.
– Esta vez fuiste demasiado lejos -trató de ponerse de pie-. No creo que me interese volver a repetir la experiencia… Tampoco estoy muy segura de que quiera seguir hablando contigo.
– ¿Por qué? -parecía genuinamente sorprendido.
– Ahora sí llegué a mi límite.
– Si te refieres a alguna experiencia desagradable…
– No seas cínico.
– Sólo quise que vieras el mundo de otra manera.
– ¿A base de juegos sádicos?
– A base de cualquier juego. -El la tomó por los hombros-. Escucha, no sé lo que eres capaz de ver o sentir, pero te aseguro que se trata de una ilusión, de un viaje…
– ¡No me digas! -repuso ella con tono burlón-. ¿A otro planeta?
– Al fondo de ti -la observó con fijeza.
– Pues se acabó; yo no vuelvo a esa casa.
– Podríamos…
– Me da miedo. Tú me das miedo. Allí te transformas en otra cosa.
– ¿En qué?
– No te hagas el zorro.
– Lo único que he hecho es tratar de ayudarte. Quien se conoce a sí mismo…
– Para eso está el psicoanálisis.
– La enseñanza del brujo no se hace en una oficina.
– ¡Ah! Por fin llegamos a algo concreto. Resulta que eres brujo y no masajista.
– Puedo ser ambas cosas, y otras más.
En la penumbra de la habitación, Gaia tuvo nuevamente la impresión de que los rasgos del hombre se derretían para transformarse en las facciones de un ser cabrío. Cerró los ojos, decidida a no dejarse embaucar por aquel ardid de las sombras.
– Me gustaría saber cómo lo haces… O mejor, me gustaría saber qué pretendes.
El caminó hasta la ventana.
– Aquí todo el mundo oculta algo -paseó sus ojos sobre la ciudad dormida-, y tú sigues sin aprender.
– No sé a qué te refieres.
– Al desdoblamiento, al juego de las apariencias.
Gaia se le quedó mirando, esforzándose con toda el alma por entender. Y de pronto, en algún punto remoto de su espíritu, surgió un destello: jugar a las apariencias. Fingir. Ser lo que uno no es, lo que nunca ha sido, lo que jamás será. Sonaba familiar, pero… ¡claro que no lo había aprendido! No era parte de su naturaleza. No quería que lo fuera.
– Tienes razón -admitió-. Nunca he podido mentir, Pero no veo ningún vínculo entre lo que dices y tus métodos de enseñanza.
– Quizás ahora no le encuentres sentido porque eres sólo una novicia.
Ella se estremeció.
– Lo que he visto es una pesadilla.
– Son tus demonios interiores, pero enfrentarlos te hará más libre.
Gaia fue hasta la otra ventana. Aquel hombre no cesaba de confundirla; una sola palabra suya era capaz de poner en crisis sus proyectos.
– ¿Quién eres?
– No soy un agente del gobierno, te lo juro.
– No me refiero a eso. ¿Qué cosa eres?
El hombre se inclinó sobre el buró para apagar la lamparita.
– Son casi las dos de la mañana -anunció tras consultar su reloj-. Mejor te llevo hasta tu casa.
– Tenemos que hablar -insistió ella.
– Hoy no.
– ¿Cuándo?
– La semana que viene. El viernes.
– ¿Por qué no puede ser antes?
– Es mi mejor día -respondió enigmático.
– ¿Qué quieres decir? -Un pensamiento la asaltó-. ¿Estás casado?
El soltó una risita.
– ¿Separado? -insistió ella.
El hombre apagó más luces, pero ignoró su pregunta.
– ¿Quién es Oshún?
– Un momento -la tomó por los hombros-, ya basta de preguntas. Estoy muy cansado… y supongo que tú también. ¿Lo dejamos para el viernes?
Gaia asintió, dominada por la fijeza hipnótica de aquellos ojos, aunque más dispuesta que nunca a descifrar todo aquel misterio.
Tantas dudas ameritaban una nueva visita a la tía Rita. En un principio pensó hablar con Lisa para que la acompañara, pero al final decidió ir sola. Ya era bastante difícil lo que tendría que preguntar para tener que sufrir también las miradas o los interrogatorios de su amiga. Ignoraba si la vieja se acordaría de ella. Después de tres meses no era probable, aunque confió en que el nombre de su ahijada fuera suficiente para refrescarle la memoria.
Nada había cambiado. El camino de grava se desprendía como un afluente de la acera salpicada de charcos, marcando un sendero irregular que a ratos era visitado por libélulas sedientas. La entrada al bajareque mostraba el mismo estado de abandono, con sus yerbazales de guisaso que se enganchaban como alfileres a las ropas y el arrullo de las palomas que se disputaban un espacio sobre el tejado de guano.
Gaia se detuvo ante la puerta abierta, frunciendo los ojos para ver el interior, que era la negación de la claridad que se derramaba por las calles. Un olor a tierra mojada escapaba de la choza.
– ¿Vas a entrar?
La voz surgió de la penumbra. Aunque Gaia no pudo ver a su dueña, supo quién le hablaba.
– No sé si se acordará de mí. Vine…
– Me acuerdo perfectamente. -Un bulto se movió en el suelo-. Pocas veces me he tropezado con una lectura de obí tan rara.
Distinguió a la anciana, que descansaba sobre su estera de siempre, fumando un tabaco ennegrecido. Su vestido blanco se mantenía milagrosamente impoluto en medio de aquella pobreza, generando un foco casi luminoso en la penumbra. Con ademán de reina bíblica, le indicó a Gaia que se sentara.
– ¿Encontraste a tu vivo?
– Sí, señora.
– Pero hay un detalle que te preocupa -hablaba entrecerrando los ojos para concentrarse mejor en sus ideas.
– ¿Lisa le contó?
– Mi ahijada y yo nunca hablamos de problemas ajenos.
– ¿Entonces cómo sabe…? -empezó a preguntar, pero se interrumpió al ver los trozos de coco sobre la esteja.
La otra siguió su mirada y luego se rió suavemente.
– Hay cosas que una sabe sin necesidad de que los santos le cuenten… Ventajas de la vejez.
Chupó su tabaco con expresión satisfecha.
– ¿Me puede ayudar? Quisiera saber si debo continuar viendo a esa persona.
Por toda respuesta, la mujer recogió las cascaras e inició una retahíla de rezos ininteligibles. A Gaia se le antojó que aquella lengua, la más escuchada en su isla después del idioma cervantino, imitaba el toque de los tambores bata. Era un dialecto apegado a la naturaleza, henchido de inflexiones semejantes a un canto, con sílabas que estallaban secamente para sacar chispas del aire. Las palabras se retorcían como serpientes, saltaban entre los labios o se quebraban en fragmentos con un crujido de ramas rotas.
Salió de su ensueño cuando las cascaras se desparramaron por el suelo.
– Eyife -murmuró la vieja con su tabaco en la boca-. Aquí ejtá otra vej mi regente.
Gaia notó el cambio en el modo de hablar de la mujer. Recordaba que algo así había ocurrido la otra vez. Era como si su cercanía al oráculo la alejara del mundo inmediato.
– Elegguá ej el único que pué ayuda'la a salir de este lío. Él le abrió ese camino por el que usté trasiega, y ahora tendrá que contenta’lo si desea que se lo cierre. -Se detuvo para mirarla-. ¿Llegó a ofrecerle la miel que le indiqué?
Gaia negó con cierta vergüenza.
– Pué consiga algún dulce, y déjelo en una esquina de su casa como ofrenda al santo -miró severamente a Gaia-; dipué no se me venga a queja si cae en un embrollo del que no pué salir… Otro de lo’ guerrero’, Ochosi, dice que debe tené mucho cuidao poqque usté a vece cree en loj orisha', y a vece no; pero algún día tendrá la prueba que necesita.
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