Daína Chaviano - Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación.
En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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Poco a poco, como una princesa que está siendo ataviada para una boda donde cada detalle equivale a la seguridad del reino, fueron escogidas sus ropas. Primero los zapatos, de tacón tan alto que hacían peligrar el equilibrio; después un corsé apretadísimo que afinaba su cintura y daba a sus caderas una aguda prioridad visual. Tras aquel martirio de cordones tirantes, le tocó el turno a una falda transparente. El corpiño de escote bajísimo sirvió de apoyo a las cumbres rosadas. Por último, le ocultaron el rostro bajo un velo.

Ella se dejaba hacer, fascinada por la imagen que le devolvían los espejos. Su voluntad parecía haberla abandonado, aunque al menos era consciente de ello. No pudo dejar de pensar que su actitud era consecuencia de alguna droga… o tal vez ya se había rendido a la emoción del juego. Pensarlo no hizo más que inquietarla. Por un lado, su mente razonaba con total lucidez; por el otro, su cuerpo respondía con un automatismo expectante que la obligaba a acatar cualquier orden. ¿Le atraía el peligro, después de todo, o quizás su sensación de invalidez ante aquel hombre? ¿Acaso la posibilidad de vivir otra realidad que no existía más que en su imaginación?

Cuando terminaron de vestirla, se contempló en un espejo. Sus pechos desnudos, asomándose sobre tanto velo y tanta seda, le otorgaban un aspecto decididamente cretense.

– Imagen inocente y apetecible -Eri tomó un pedazo de soga para atarle las muñecas-, especial para esta noche en que la mansión pertenece a los servidores de Oyá.

Gaia no se sorprendió mucho por esa coincidencia entre sus pensamientos y las últimas palabras de su amante. Tal vez fuera su propia mente quien inventaba todo ese universo…

Cerca de la puerta, aguardaban dos enanos negros en andrajos; uno de ellos le entregó al hombre un trozo de tela con el que éste le vendó los ojos. Primero tuvo que batallar con el velo. Decidió quitárselo momentáneamente para poder dar una doble vuelta a la gasa. Antes de que el velo volviera a cubrirle el rostro, sintió los labios de su amante y la humedad empalagosa de su lengua.

– No creas que te he perdonado la fuga -susurró él.

Ella siguió el sonido de las pisadas, conducida por los enanos que murmuraban en su lengua de pigmeos. A Gaia se le antojaron un par de güijes como esos que, según las leyendas, habitan en las lagunas y los riachuelos de Cuba.

El cuarteto marchó hacia un ala de la casa donde las risas eran menos frecuentes y los ecos estallaban como las olas de un maremoto. Allí, el silencio se convertía en una entidad que a ratos se estremecía con la rotura de una telaraña.

Gaia anduvo con paso incierto, temerosa de chocar contra algún mueble o pared, hasta que escuchó el maullido de una puerta al abrirse. Se detuvo un instante, pero en seguida fue conminada a moverse. El aire pegajoso batió los velos que la cubrían. Bajo sus pies crujió la yerba. Guiada por manos invisibles, caminó sobre unas lajas que formaban un trillo serpenteante. Posiblemente fuera una senda deliciosa a la luz del día; pero toda diversión se perdía en la oscuridad, con aquellos tacones que se hundían en el fango o se atascaban en las ranuras de las losetas. Ya empezaba a preguntarse si no la habrían llevado a otra casa o si deambularían por un parque, cuando alguien la agarró por el brazo para hacerla descender unos escalones.

Su oído le advirtió la presencia de numerosas personas: el murmullo parecía provenir de todas partes. Unos dedos subieron su velo, dejando al descubierto sus pechos para que los labios retozones y las lenguas de sierpe los lamieran metódica y ordenadamente. Quiso oponer resistencia, pero una dolorosa presión en sus muñecas la hizo desistir. Intentó abstraerse, luchar contra esa mezcla de ira y vergüenza que se eternizaba en el goloso cosquilleo sobre su piel. Sus músculos volvieron a tensarse cuando escuchó el inconfundible ruido del líquido que se vierte en una vasija. En un principio se negó a probar la bebida. Parte del licor se derramó sobre sus pechos. Los convidados celebraron el inesperado percance, sorbiendo el zumo que parecía fluir de ella como brota el agua de los grávidos pezones de las diosas en las fuentes públicas. Aun después que retiraron la vasija, la bebida continuó resbalando por su cuello. O eso le pareció. Estaba definitivamente mareada.

La acostaron. Sintió el contacto helado del mármol en sus corvas y, por primera vez, notó un vaho omnipresente: un olor a antigüedad, a vetustez, a catacumba… Se estremeció de frío y miedo.

– Vamos a jugar a la muerte -era la voz del demonio en su oído-. Tu cadáver reposa en el sótano de una cripta…

Algo duro se metió en su boca.

– Es tuyo. Juega con él.

Gaia desplazó su lengua a lo largo del objeto y, al reconocerlo, dejó escapar un grito.

– ¡Es un hueso!

– Es el dedo de una mano -murmuró él-. No seas malcriada.

– Pero es de un muerto.

– Ay, estas discusiones me quitan la ilusión -protestó una voz afeminada.

Las manos del hombre se aferraron a su garganta.

– Chúpalo o te pesará.

Obedeció, llena de asco, y tímidamente chupó ese y otros dedos de la misma mano. Desde su posición, una rendija bajo la venda le permitía observar lo que ocurría. Forzó un poco el cuello, lo suficiente para ver a una figura disfrazada de espectro, extasiada en la contemplación de su entrepierna; giró su cabeza y descubrió una decena de figuras portando máscaras horribles. Era imposible saber quién era quién en aquella muchedumbre espectral.

Los dedos se retiraron bruscamente de su boca.

– No te muevas.

Gaia sintió la lengua del espectro, explorando sus cavernas de goteante humedad. Dientes menudos mordisquearon sus pechos. Su piel se erizó ante la avalancha de caricias, gustosamente obsequiadas por los desconocidos… Una forma de carne azotó sus mejillas; adivinó el entusiasta instrumento de algún mirón.

– Sé obediente y ofrécele tu boca.

Estimulado por la visión de aquellos labios que aceptaban cualquier manjar anónimo, el espectro decidió obsequiar el suyo a la otra entrada que se ofrecía con igual pasividad y, para facilitar su tarea, le hizo abrir más los muslos. Ella soportó sus embates con el estoicismo de una Lucrecia para quien la virtud perdida ya no constituye una preocupación.

El ritmo de las posesiones aumentó a medida que el público se enardecía con el espectáculo de tan complaciente cadáver. A su alrededor crecieron los suspiros. Gaia perdió la cuenta de la cantidad de fantasmas y seres monstruosos que se turnaron entre sus piernas y sobre su rostro; y cuando decenas de ellos se hubieron cebado de sus jugos, se escuchó un chirrido que provocó una estampida de murciélagos en la cripta. Dos sombras cargaban una olla de barro que hervía nauseabundamente y la depositaron en un rincón.

A través del escaso resquicio que le brindaba su máscara, Gaia observó la figura que se acercaba. ¿Sería su imaginación, saturada de vapores venenosos, o era real ese esqueleto de ebúrneo falo? Las falanges le acariciaron los muslos. Se le ocurrió que alguien debía de estar manipulando las articulaciones, exhibiendo su habilidad de titiritero con aquella marioneta macabra, pero ¿de qué manera? No podía abrir del todo los párpados para cerciorarse.

No tuvo tiempo para más reflexiones. Apenas sintió los dientes helados que picoteaban sus pechos y la frialdad ósea que pugnaba por penetrarla, el miedo le nubló los sentidos. Tal vez nunca gritó; tal vez sólo fue su espanto lo que desplegó aquella bandada de alaridos mentales cuando su inconsciencia la trasladó a mil años luz del horror que luchaba por poseerla.

AZUL ERINLE O EL REMEDIO DE DIOS

I

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