Daína Chaviano - Casa de juegos

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Siguiendo las instrucciones de su amante, Gaia se encuentra en un parque de La Habana con cierta mujer misteriosa que la conduce a una mansión donde todo cambia continuamente. Pese al desconcierto que le dejará aquella breve visita, la joven regresa al lugar en busca de respuestas que le expliquen algunos fenómenos que comienzan a suceder a su alrededor. Su instinto -o quizá el destino- le indica que la solución del misterio podría estar en la casa. Allí pasará por experiencias surrealistas y aterradoras que, a la manera de los Misterios antiguos, la llevarán a un descubrimiento sobre sí misma. Ceremonias prohibidas, habitaciones mutantes, dioses en cuerpos humanos, humanos con figura de dioses: nada es seguro en ese universo sobrenatural, ni siquiera el amor; pero Gaia se aferrará a él como su última tabla de salvación.
En Casa de juegos, el erotismo permite a los personajes alcanzar niveles místicos que trascienden la experiencia individual. Pero para llegar al fondo de ese conocimiento es necesario atravesar

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Se quedó un rato más, atisbando las siluetas de los peatones que a duras penas adivinaba en el crepúsculo. Nadie entró o salió del edificio; al menos, nadie que la oscuridad le permitiera ver. El ocaso actuaba como un velo que ahumaba la visión y los sonidos. La luz de las primeras estrellas, lejos de contribuir a disipar las tinieblas, reforzaba la vaguedad de los objetos. Era una vigilia sin sentido. No le quedó otro remedio que alejarse del lugar con una sensación de impotencia.

De pronto la asaltó un mal pensamiento. Observó la gente, las calles, incluso el silencio amenazante que se esparcía como el polvo de una tormenta, y temió lo peor: un hueco negro en medio de la isla, un maleficio que la hubiera trasladado de nuevo a otra dimensión. Estaba en La Habana, pero no en La Habana que ella conocía. Se precipitó hacia la parada con la esperanza de deshacer el hechizo. No quería ser arrastrada, una vez más, hacia aquella región imprevisible donde la ciudad se convertía en otra cosa. La multitud que se agrupaba frente a la heladería fue su refugio. Revivió el consuelo de los seres primitivos cuando se reúnen con su tribu después de presenciar un fenómeno inusitado; pero no se sintió del todo segura hasta abordar el ómnibus, esquivando los codazos y las maldiciones de quienes llevaban horas esperando.

En su vecindario no había electricidad, es decir, no había radio, ni televisión, ni ventilador, ni posibilidades de leer. A la luz de un quinqué rememoró sus últimas vivencias, incluyendo la confusa sensación que le dejara aquel encuentro en La Rampa. ¿La engañaba su imaginación o la ciudad estaba llena de entidades fantasmagóricas? Casi volvió a ver la silueta embozada en aquel gabán sombrío. ¿Habrían emigrado al trópico los vampiros, ansiosos de un sustento más ardiente que la sangre europea? Lo pensó con detenimiento. Sí, estaba ocurriendo algo que escapaba a su comprensión. Quizás la noche no fuera sólo una ausencia de luz, sino un modo de revelar esencias ocultas durante el día. La claridad invitaba al estatismo, a la inacción, al estancamiento de las posibilidades. Era como si la llegada del sol paralizara las voluntades. Pero a medida que la oscuridad crecía, más criaturas y acontecimientos extraordinarios pululaban a su alrededor. Era una paradoja. ¿O debía buscar la causa sólo en ella misma? Repasó lecturas esotéricas, lecciones de física, teorías de todo tipo. ¿Y si algo se hubiera alterado en su organismo -la composición del aura, la densidad atómica de sus moléculas- hasta provocar esos saltos de una dimensión a otra? ¿Vagaba sin asidero posible entre lo fantasmal, que se ocultaba del sol, y lo real, que surgía con la llegada de la noche? ¿Se movía entre un espejismo de resplandores y un agujero tenebroso? Su encuentro con Eri debió de desquiciarla por completo. Lo peor es que ya no tenía cabeza para llegar a una conclusión coherente. Si quería refrescarse las entendederas, tendría al menos que dormir bien; y eso sería imposible sin ayuda.

Buscó a su madre para pedirle un meprobramato, pero no estaba en el portal ni en la cocina. La encontró en el patio, removiendo la tierra que rodeaba el limonero. Gaia movió el quinqué que llevaba en la mano. Le pareció que su madre iba echando el agua que llevaba en un cubo, después de escarbar el suelo para airear las raíces. Pero no podía ver bien, ni siquiera con aquella lámpara; por eso se le antojó un milagro que su madre lograra distinguir lo que hacía sin más ayuda que la de sus ojos.

– ¿Un meprobramato? -repitió la mujer, abandonando por un segundo su tarea-. ¿Pero en qué mundo vives, niña? Si ni siquiera hay pan, ¿de dónde voy a sacar un meprobramato?

– Es que ando medio nerviosa.

– Tómate un buche de benadrilina -le dijo, volviendo a lo suyo.

– ¡Eso es para la alergia, mami!

– Es lo único que tengo para dormir -respondió la mujer, sin dejar de afanarse en su improvisado cultivo de supervivencia-. ¿No es eso lo que buscas?

Gaia no insistió. Se fue al comedor y revolvió el estante de las medicinas. Moviendo la luz sobre su cabeza, localizó el frasco del jarabe y se tomó dos cucharadas, usando la propia tapa del pomo para medirlas. Después regresó al patio y, sin decir palabra, dejó el quinqué sobre la tierra, junto a su madre, con la intención de ayudarla; pero ella la rechazó.

– Vete a dormir -le ordenó-. Prefiero estar sola.

Gaia la besó y se fue a su cuarto.

A tientas se desvistió.

Dos semanas de exámenes pasarían pronto, y ella anhelaba salir de la universidad lo antes posible. Allí el ambiente era cada vez más opresivo, especialmente con aquellas reuniones que acababan de instaurar -las llamaban «asambleas de crítica y autocrítica»- donde todos debían hacerse un mea culpa público, una especie de harakiri obligatorio, so pena de ser acusados de inmodestia: ese mal burgués que derivaba en apatía o subversión… Gaia estaba harta de que la obligaran a sentirse culpable. ¿Culpable de qué? ¿De algún pecado que otros habían cometido? Sospechó que las asambleas eran un plan para transformarlos en neuróticos llenos de complejos; pero por más que pensó, no pudo encontrar la razón. Tenía que graduarse. No quería seguir siendo un cobayo; por eso le daría prioridad a sus clases. Primero, los exámenes; después… Y en ese punto, sus pensamientos se lanzaron en picada por un nuevo derrotero: Eri.

No estaba muy segura de qué la impulsaba a tal cacería. Existían mil razones, y ninguna en especial. ¿O sí? ¿Qué pretendía en el fondo de su corazón: saber si ella le interesaba realmente o que él admitiera su papel en una farsa? ¿Buscar a sus cómplices? ¿Quizás averiguar cómo había creado aquel universo irreverente? ¿O conocer con exactitud dónde se hallaba esa absurda casa de juegos?… Porque había hecho lo imposible por encontrarla; tres veces intentó desandar la misma ruta, pero no logró dar con ella.

Cerró los ojos.

Los efectos del antihistamínico gravitaron dulcemente sobre su conciencia. Era el tiempo sin tiempo, la memoria sin memoria. Se perdió en un sueño vivido; en el trasiego de una corriente algodonosa donde seres invisibles la conducían a través de la maleza, casi a rastras, y luego ataban sus manos a una rama, dejándola inmóvil con los brazos en alto. La oscuridad la rodeaba. Sin embargo, podía ver bien gracias a esa ilógica conveniencia de las pesadillas.

A sus pies, un hombre y una mujer se besaban y mordían sin tocarse. Pronto el duelo de las bocas se convirtió en un asalto de lamidas sobre ella. Gaia vio la forma oscura que emergía entre las piernas del hombre; floreció de la nada como una planta efímera que surge y se esfuma en la primavera del desierto. Así fue el curso de su visión. Por un instante el falo brilló bajo la luna, pero en seguida su resplandor pereció devorado por las nubes. De las alturas bajaron ráfagas de viento; un relámpago estalló en la noche y su destello le permitió reconocerlos: Oshún, emperatriz del gozo, y Shangó, señor supremo de los fuegos terrenales y celestes. Se abandonó al deleite de su propio cuerpo. Ahora se nutrían de sus néctares la criatura de labios dorados que fuera su guía en la mansión y aquel negro hermoso que las persiguiera por sus pasadizos. Y en las brumas de ese sueño, Gaia quedó convencida de la naturaleza deífica de sus captores.

Otro trueno avivó la tempestad que agitó ñeramente los árboles. Gaia cerró los ojos para protegerlos del polvo. La naturaleza respondía a las pasiones de sus amos, conviniendo sus instintos en huracán, como si cada latido de sus vientres provocara un temblor en la atmósfera. Oshún se acercó para lamerle el cuello, filón de suave pendiente que la diosa siguió hasta la curvatura de los pechos. No fue la única invasión sobre su piel. La lengua del dios humedecía -demoníaca y viperina- el umbral de la hendidura posterior, hasta que halló otro sustituto para atravesar la resbalosa entrada. Gaia no protestó. Sólo un suspiro escapó de su boca entreabierta, circunstancia que la diosa aprovechó para atrapar su lengua y retenerla. Más que un beso, fue una penetración; y ella se sometió sin reticencias, entregándose con la mansedumbre de un animalito que sucumbe ante una sierpe.

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