Andrés Trapiello - La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Once años después el dueño de un guardamuebles ofreció a un librero de viejo de la Cuesta de Moyano sesenta cajas de libros ingleses, y dos más de papeles viejos. Sin saber lo que compraba, el librero pagó por las sesenta lo que le pidieron, menos que nada, y dejó las otras dos. Ya en su casa, al abrir uno de los libros cayó al suelo una fotografía de Hemingway, y el librero, uno de los que hace once años pasaron por aquel piso, comprendió al fin. Volvió al guardamuebles. Buscó las dos cajas restantes, tiradas en un contendedor de la calle. Había llovido esos días, pero pudo rescatarlas. Es la historia de la familia, cartas de Hemingway, de Pollock, de Connolly, de Bregan, de Peggy Guggenheim, el manuscrito de Losey del guión de Á la recherche dedicado a B. D., las entregas en Life de Dangerous Summer , que Ernst escribió en La Cónsula, las cartas del hijo a sus padres desde Eton, donde le mandaron a estudiar, las agendas del padre (y en ellas muchas más novelas, teléfonos de Ava Gadner, de Orson Welles, la dirección de E. H. en La Habana…), escrituras de propiedad, pasaportes, testamento, fotos, incluso un sobre con polvo blanco. Le he pedido a mi amigo librero que mande analizarlo. En ese sobre puede que esté la primera parte de una novela y el final de dos vidas. El del hijo, ¿cómo lo reconstruiremos? Alguien, sin duda, es su depositario, alguien que nunca conocerá estas pequeñas virutas de la historia.

Un tema de nuestro tiempo

A menudo uno se pregunta si seremos lo bastante modernos, si los demás nos consideraran dignos contemporáneos suyos, si nos encontraremos a la altura de nuestro tiempo. Hasta hace unas horas tenía para este artículo tres o cuatro temas posibles. Temas no sé si modernos, pero sí actuales. En cierto modo los que escribimos esta clase de artículos no somos muy diferentes de los viejos pintores, que con el caballete de campaña debajo del brazo, marchan en busca de un rincón que les parezca significativo, bien sea la montaña de Sainte Victoire, bien el Cours Mirabeau, para no salirnos del país provenzal ni del impresionismo, en este caso de Cézanne o Van Gogh. A veces incluso el articulista no tiene que ser más que uno de aquellos atentos, obedientes y mal llamados ambulantes, porque no eran ellos los ambulantes, los transitorios, sino los demás, ellos permanecían fijos en la misma plaza, en el mismo rincón durante largos años, donde se les encontraba a la espera de la anunciación del verbo, de la vida.

¿Cuáles eran los temas que uno ha postergado? Desde luego no eran en absoluto originales. Es muy difícil ser original si se quiere ser actual, y es muy raro ser actual si se quiere ser verdaderamente moderno. Por ejemplo, a Van Gogh, lo acaban de expulsar del Museo de Arte Moderno de Nueva York, y sin embargo sigue siendo todavía muy moderno y muy original, y por eso ha sido represaliado por el MOMA: demasiado original para ser actual y demasiado nuevo para ser moderno. Éste era uno de los temas, cómo se puede ser moderno sin tener que pasar el fielato de la actualidad.

Cuando escribo estas líneas no se sabe cuál será la suerte inmediata de Pinochet. Cuando se publiquen puede incluso que se haya olvidado ya. Así que es muy probable que ni yo ni ninguno otro vuelva a ocuparse de él en mucho tiempo. Habría sido alentador, no obstante, verlo juzgado, como uno de esos vulgares genocidas nazis que la tenacidad y la responsabilidad histórica de unos cuantos judíos descubren en un apartado lugar de Sudamérica, llevando una vida ejemplar, como sin duda la llevan ahora Pinochet y su señora, que no olvida pedirle a la Virgen en sus oraciones por la suerte de su marido. Doña Carmen Polo era también una mujer muy piadosa. ¿Qué hicimos mal los españoles para no llevar a Franco también a un banquillo? ¿A qué año deberemos remontarnos para olvidarlo todo?

Cerca de mi casa hay un pasaje subterráneo en el que se pasa horas y horas un hombre que toca la flauta travesera. Allí, en la sórdidez de aquel túnel de paredes de cemento, desatendido de todos los transeúntes que cruzan delante de él con prisas, de pie, se está horas enteras interpretando a Mozart y a Haydn. Era otro de los temas de los que pensaba escribir. De éste quizá pueda hacerlo la semana que viene. Se irá Pinochet, en cambio él seguirá tocando su flauta. Tal vez sea un músico chileno, una de las miles de personas a las que el general estropeó su vida para siempre. En cualquier caso alguien se la ha estropeado, puesto que sigue allí.

¿Qué le ha impedido a uno hablar de esto y de lo otro, asuntos de actualidad, candentes como se dice en los periódicos? Lo ha impedido un tema de nuestro tiempo: el otoño, que este año está siendo templado y suave. Hemos encendido el primer fuego de la chimenea, y la noche se echa encima. Estamos a gusto y nos amamos como mejor sabemos. Ni siquiera sentimos vergüenza de ello por haber encontrado un espacio entre tantas muertes, de ayer y de hoy, mientras recordamos el poema de Yeats sobre la guerra civil española, la guerra de los genocidios, que a todos preocupaba, menos a él, que sólo pensaba en cómo abrazar a la muchacha de aquella reunión, y hacerla suya.

Carlos el melancólico

Sabemos muy poco, por no decir nada, de algunos personajes con los que nos tropezamos a diario en los periódicos y las revistas. De Carlos de Inglaterra, de Diana, de la familia real inglesa, ¿cuántos libros se habrán publicado hasta la fecha? Casi todos nos van llegando envueltos en revelaciones tan escandalosas y espectaculares como poco fiables. Por otro lado, se han traicionado tantas veces entre ellos mismos, amantes, amigos íntimos y consortes, hijos contra padres, madres contra hijos, cuñadas contra cuñados, secretarias contra antiguos jefes, niñeras contra señoras, han conspirado tanto unos contra otros, que la mayoría, a estas alturas, sin confidentes leales en los que descansar, son sólo unos seres neuróticos, desquiciados y sin sosiego.

Muchos creen que el mundo de la monarquía británica es un asunto que incumbe únicamente a amas de casa no menos neuróticas y desquiciadas, algo menos serio en cualquier caso que El Gran Nacional. Se vio cuando murió Lado Di la saña y el desdén de la mayor parte de los intelectuales. Pero se engañan, porque tenemos ante nosotros, los ávidos de novelas, una de esas historias con las que Shakespeare fabricaba sus dramas, puesto que en ella los deseos (de poder, de fama, de amor) son tan fuertes como adversa es la realidad que impide que puedan cristalizar en algo.

Hace quince o dieciséis años Carlos de Windsor hizo un viaje privado desde Inglaterra a Recanati. Ese viaje, incluso para un Príncipe de Gales, tuvo que ser fatigoso y complicado, pues se hace largo, siempre por carreteras sinuosas y secundarias, atravesando pueblecillos de poca monta hasta llegar a esa marca cimera desde donde se contemplan, los días despejados, el Adriático y los azules montes Sibilinos. ¿Qué iba a hacer este príncipe de Gales en Recanati, patria del conde Giacomo Leopardi? Rendir un homenaje al príncipe de los poetas, el más melancólico, dulce y desengañado de todos los hombres. Ya estaba casado con Diana Spencer, y se dijo que en realidad Carlos había viajado para reunirse en Milán con una amante italiana. ¿Quién sabe? Sabemos que estuvo en Recanati y que declaró que adoraba a Leopardi, lo otro fue algo que aseguraron los periodistas y que olvidaron, con la misma alegría, unas cuantas semanas después.

¿Sabrá nuestro Rey quién es Leopardi, lo habrá leído, lo tendrá entre sus lecturas predilectas, le gustará a nuestro rey la literatura, se aburrirá leyendo poesía, entre moto y moto habrá tenido tiempo de leer un poema? Tal vez para ser rey no haga falta tanto. Al contrario, es casi seguro que haber leído «El infinito», uno de los diez más hermosos poemas de la historia de la poesía, sea un estorbo para calarse la corona. Y de ahí, de esa anomalía, nació la admiración que siente uno hacia un hombre del que en realidad conocemos muy poco, nada, sombras, cenizas, y que es un príncipe triste, melancólico, desengañado. Le gusta pintar paisajes del natural, que es una afición también de solitarios, de silenciosos. Ni siquiera pinta al óleo, como Churchill, sino mínimas acuarelas. Tiene, pues, el alma femenina. La mujer de la que ha estado siempre enamorado es una mujer fea, que prefirió a la suya, tan hermosa y elegante. A menudo, en las audiencias y actos sociales a los que acude, se queda ausente y su cara expresa entonces una tristeza inabarcable. Es posible que no reine jamás. Al pueblo no le gustan los reyes tristes ni los hombres sensibles, porque la verdad del dolor es más elocuente, y la gente no quiere oír hablar de la verdad ni de lejos. Por eso piensan ya en su hijo Guillermo, el Deseado, del que aún saben menos que de su padre. Carlos, el Melancólico, si tiene el alma sensible que parece tener, quizá piense, como Leopardi, que habiendo nacido para tenerlo todo, en el fondo no tiene apenas nada cuando ha empezado el tercero y definitivo acto de su tragedia.

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