Andrés Trapiello - La brevedad de los días

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Durante cincuenta y dos semanas un hombre va relatando una vasta y misteriosa historia, extraña y cotidiana, a unas cuantas personas, a muchas de las cuales ni siquera conoce. Ese hombre sabe, como Sherezade, que todo consiste en vencer la noche y sus temibles fantasmas con palabras de asombro, de sueño y de silencio, un día y otro día, un año y otro año. Le va en ello su suerte. La brevedad de los días, reunión de cincuenta y dos momentos más o menos intensos a lo largo de doce meses, constituye para Andrés Trapiello otro paso más de la novela en marcha que él ha titulado Salón de pasos perdidos, y como tal quiere que figure en ella, porque desde el principio ha creído que la literatura ha de servirnos para rescatar aquello que el tiempo y el olvido tratan de destruir. Así pues, La brevedad de los días no es más que un acto de restitución, de devolverle a la vida lo que de la vida tomamos prestado, bueno y malo, grande y pequeño, luminoso y sombrío.

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Cerca de donde uno vive, en la corta, sombra y derrengada calle de la Libertad de Madrid, hay una tienda que vende postales antiguas. Es una tienda preciosa, pequeña, muy ordenada, uno de esos paraísos para los coleccionistas. Además de postales, en el escaparate hay una multitud de pequeños objetos que han sobrevivido no se sabe cómo al paso de los tiempos. En realidad sí se sabe cómo. Ahora hablaremos de eso. Es un conglomerado heterogéneo de minucias y curiosidades, etiquetas de viejos hoteles, botellas de Anís del Mono con las paredes como la Casa de los Picos, sagrados corazones que parecen vitolas de puro, cajas de dulce membrillo orladas con el rojo y el gualda, mueblajes en miniatura para equipar las casas de las muñecas, visores de caoba, bolas de cristal, banderitas carlistas y banderas republicanas o carnets de viejos cenetistas… En medio de ese pacífico ejército estaba la insignia con el «No me cuente usted su vida». Por el aspecto parecía muy anterior, tal vez de la guerra de 1914, donde también se imprimieron otras chapas parecidas con un «No me hable usted de la guerra».

La tienda de Libertad tiene mucho, para el coleccionista, de casita de chocolate, cuyo propietario, persona pacífica y atenta, parece en todo momento a la altura de esa afición silenciosa que es coleccionar tarjetas postales. Hay allí dentro miles de ellas, catalogadas en sus ficheros, por épocas, por países, por ciudades, por temas. Los compradores son personas misteriosas, educadas, se dirían incluso que son gentes que no han salido jamás de Madrid, ni siquiera de ese barrio, y que coleccionan postales para ver un poco de mundo sin el agobio de tener que tomar un tren o un avión. Llegan, saludan con la familiaridad de los parroquianos habituales y el dueño pone en sus manos un montón de postales, se sientan en una silla y las van pasando con fascinación y evidente nostalgia, como si hubiesen sido ellos mismos los que las enviaron hace ochenta o cien años y se reencontraran con su pasado, más satisfactorio que el presente, que, como se ve, les desaloja hacia los años pretéritos, pues las postales tienen algo que las ha hecho más invulnerables al tiempo que las cartas: son siempre testigos y mensajeras de los momentos felices de la vida.

Todos somos coleccionistas, y de hecho atrapamos los momentos felices de la nuestra, los conservamos y los repasamos de vez en cuando, como si estuvieran en su postalero. Acaba de aparecer en España, y antes había sido un best-seller en Francia, un libro de Philippe Delerne sobre El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida . En este libro, como en el escaparate de Libertad, se exponen unos cuantos pequeños placeres: el olor de las manzanas, el cruasán de la mañana, el ir a coger moras, los lúkums en las tiendas de los moros… Son, como se ve, placeres modestos, al alcance de todo el mundo, como comprar una postal vieja.

Razón y fe ha titulado el Papa su encíclica. El pensamiento navarro , que diría Baroja. Por la fe, se nos ha predicado la resignación, el valle de lágrimas; la razón nos conduce a los pequeños placeres, uno de los mayores, sin duda alguna, es cuando alguien nos cuenta su vida, asunto del que se hablará el próximo domingo, y que viene más a cuento de lo que parece.

El Papa, Cervantes y la Recompensa

Razón y fe es el título de la última encíclica de este Papa. Un oxímoron copulativo, aclarábamos: El pensamiento navarro , decía don Pío de aquel periódico de su pueblo, que o era pensamiento o era navarro.

Uno no ha leído esa encíclica. Aparte de algunos curas, algunas monjas y algunos cristianos, ¿habrá alguien que lea las encíclicas? ¿Dónde se comprará una encíclica? ¿Se venderán en los kioscos del Vaticano? Estará bien seguramente. Todas las encíclicas están bien, como todas las cosas que no sirven de mucho. Unas son un poco más reaccionarias que otras, pero en general todas ellas están llamadas a ser pasto del olvido, incluso las que aún se recuerdan, como las de León Xiii. Podría decirse, entonces, que las encíclicas son un género literario, cada vez más abstracto, como la filosofía o la crítica de arte.

¿De qué se hablará en ésta? Es verdad que bastaría leerla para salir de dudas, pero seguramente ocurrirá lo contrario, que servirá para confundir un poco más las cosas. Uno cree que la razón y la fe están tan alejadas de sí, como suelen estarlo ambas alejadas de la vida, a la que a menudo ni la razón ni la fe sirven de nada. La razón es un ideal que se veneró en Grecia, la fe es un producto genuino de las religiones semíticas. La razón nos lleva a creer que este mundo podría y debería ser mejor, racionalizando un poco el consumo, las riquezas, el poder de los hombres. La fe, por el contrario, viene a ser algo así como un analgésico que se ingiere para que nos resignemos a la falta de racionalidad en todas las cosas. Esta encíclica probablemente tratará de unir dos imposibles, la alegría de vivir y la tristeza de creer, o sea, la vida y el valle de lágrimas, con una tercera vía: cómo ser feliz sufriendo, cómo resignarse al valle de lágrimas. Sabemos que Cristo lloró tres veces, pero ¿por qué no se rió jamás, o por qué no nos ha llegado noticia de esto? Hay que desconfiar de los hombres que no tienen sentido del humor. Lo mejor de Cervantes fue precisamente eso, que, sufriendo como sufrió en su vida, quisiera dejar una literatura alegre y humorada.

Uno se siente cómodo con el Dios de San Francisco de Asís, porque se siente cómodo con el propio San Francisco, por lo mismo que Juan Xxiii despierta en nosotros unas simpatías que están lejos de hacernos sentir este otro papa polaco, pero ¿cómo creer en el mismo Dios a que le estará rezando Pinochet estos días para que le dejen en libertad, el mismo Dios sin duda que le va a dejar volver a Chile de rositas? ¿Cómo pensar que el Dios de los obispos vascos, jesuíticos, retóricos, oportunistas, es el mismo que el que alienta a un puñado de monjas sonrientes en la leprosería de una tierra lejana?

La fe, por lo que se ve, está más ligada a la vida de lo que suponemos, a las vidas habría que decir, por simpatías, por antipatías, ligada en nosotros a un cura estúpido de nuestra infancia, a la memoria de unos obispos que se ponen a saludar brazo en alto, a un cardenal que cenaba a diario con los invasores nazis… Así que un buen día uno deja de creer en todo eso, y perdemos la fe no en un arranque teatral, no, como Unamuno, sino de una manera humilde, cuando comprendemos que la fe es algo así como un lujo al que no tenemos derecho, es decir, que más que pérdida, es una renuncia, por lo mismo que dejamos de creer en los Reyes Magos. Por eso no sería extraño que si hay cielo, entrarán, antes que otros, para sorpresa de los fideístas, los garbanceros, aquellos que se desprendieron de todo para vivir, hasta de la fe, sin renunciar al compromiso que tenían para con sus semejantes, es decir, aquellos que trabajaron, pero no por la recompensa, porque su razón les llevó a ser nada más que decentes… No sé. La verdad es que uno entiende poco de teología.

El guardamuebles

Después de once años, llegaron al fin a la playa los restos de aquel naufragio… ¿De quién podría ser esta historia? Habría que escribir con ella un relato de Henry James. De hecho en aquella casa estaban todas sus primeras ediciones, con las de otros muchos escritores ingleses y americanos de la primera mitad del siglo. Pertenecían a un hombre que se llamaba Bill D., un americano enamorado de España, uno de esos millonarios americanos que después de descubrirla, no quieren abandonarla, Llegó aquí, con su mujer, Anny B., en 1947. La recorrieron pueblo por pueblo. Al fin se quedaron en Churriana, donde compraron una finca y una gran casa a la que llamaron La Cónsula. Quedan fotografías de la fiesta que dieron allí a Hemingway, su huésped perpetuo y para el que mandaron fabricar un escritorio a la medida de su manía estatutaria. Bill D. y su mujer murieron el mismo día de mayo de 1985, con doce horas de diferencia, los dos de un ataque al corazón, y dos años después yo entraba en el suntuoso piso que el matrimonio tenía en Madrid, aquí al lado, en la Plaza de las Salesas. Aparecí por allí de casualidad, alguien nos dijo que un americano rico vendía la biblioteca de sus padres, que acababan de morir… Lo que encontramos dentro fue algo que excedía cualquier episodio novelesco. Nos abrió la puerta el heredero. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, rubio, muy guapo, como un actor de Hollywood. Se había estropeado la calefacción, y se las apañaban con una sola bombilla. Su novia, una modelo holandesa de unos veinte años, tan alta como él, era bellísima. La heroína les hacía moverse por la casa como zombis. Llevaba gastados en droga y en parásitos veinte millones de pesetas en un año. La casa se le había llenado de gorrones, putas, golfos, ex presidiarios. Nos los encontrábamos tirado por las habitaciones, la droga corría como el vino en la parábola del hijo pródigo. Había en la casa cuadros de las grandes firmas de la pintura americana del siglo, estaban los libros de Hemingway dedicados, de Pound, de Eliot, de Spender, de la Sitwell, de Cyril Connolly. Éste, concuñado de Bill D., había sido padrino del mismo que nos abrió la puerta. Más que una ruina, más que una autodestrucción, parecía una venganza. El piso se cerró, vendieron cuadros, libros, muebles, los golfos desaparecieron, las putas volvieron a la esquina, los ex presidiarios a la cárcel, pero no volvimos a tener noticias de aquel hombre.

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