Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– Pero tú no puedes tomarte la justicia por tu mano, Rafael.

El cambio de Poe a Rafael traía la cuestión al plano de lo real.

– La justicia se la ha tomado la propia vida, Paco. Por eso se dice que es justicia poética, porque nace de la vida y porque es la única justicia que cabe esperar, cuando ya no es posible la otra, a la que todo hombre tiene derecho, la que no tuvo mi padre. El hambre de justicia despierta sed de venganza, y muchos que creen querer vengarse, sólo esperan un poco de justicia. Eso sería suficiente. Nos parece bien que los judíos persigan a los nazis hasta en el último rincón del mundo, que los cacen, que se los lleven a Israel, y que allí los juzguen, los metan en la cárcel y los ahorquen. Es mucho más de lo que tuvieron las víctimas. Y nos parece bien para que no se olviden los crímenes que cometieron. Los crímenes que cometieron las gentes como tu suegro han quedado impunes, porque son la moneda con la que hemos pagado para que se produjera esto que tenemos ahora en España. Una vez preguntaron a uno de esos cazanazis si no podía perdonar. Y dijo, sí, yo puedo, pero no en nombre de los muertos. Aquí es al revés. De modo que una vez más los muertos de hace cuarenta años siguen pagando, muertos, para que nosotros podamos seguir vivos. Se les quitó la vida, y se ensucia su memoria. A algunos puede que esto les parezca bien, pero a otros les resulta excesivo, no porque sea mucho, sino por lo mucho que han soportado durante tanto tiempo. A la democracia no ha llegado todo el mundo de la misma manera. Los hay que han llegado frescos, limpios, en magníficas barcas de salvamento. En cambio otros han llegado derrotados, extenuados, como los náufragos, y algunos han llegado, devueltos por el mar, ya ahogados. Lo que no se les puede decir ahora a los náufragos es que costeen de su dinero y de su dolor los cruceros de placer en los que han viajado tantos durante estos años.

– Pero no puedes vivir toda la vida entre el resentimiento y la sed de venganza. Eso está bien para las novelas policiacas, pero la vida se construye sobre algo más firme. Todo ha de tener un punto final.

– Y yo estoy de acuerdo. Para mí el punto final ya está puesto. Tu suegro ha muerto. Déjalo ahí. ¿A ti qué más te da quién lo haya matado? Ha muerto por España, como mi padre. Si detienen a su asesino, ¿se habrá arreglado algo, la sociedad será mejor? No, peor, porque deteniendo al asesino de tu suegro y castigándolo parecería que tu suegro era mejor de lo que fue, y fue mucho peor de lo que nos imaginamos. Creí que te lo habían dicho en mi pueblo, cuando estuviste preguntando a unos y otros, husmeando en nuestra vida.

Paco fingió que no entendía a lo que se refería Poe, y dijo:

– Sé que estoy muy cerca. Ya lo decía el doctor Boyne, casi nunca he encontrado un criminal que no filosofe.

– Pero yo no soy un criminal ni tampoco he filosofado. Mi pueblo además es pequeño, y todo se sabe. Cuando me contaron que estuviste en Albacete, me dije, pobre Paco, la afición le puede; cree que las novelas y la vida son la misma cosa. Esa noche mi madre ya sabía que había venido alguien de Madrid preguntando por mi padre. Deberías haber ido a ella directamente, te habría contado cómo sucedieron las cosas de verdad. ¿Aún las quieres saber?

Sam Spade hizo un vago gesto de disponibilidad.

– Después de la guerra a mi padre se lo llevaron a un campo y luego a la cárcel. Casi un año sin saber de qué le acusaban, sin saber si lo iban a matar, viendo cada día cómo sacaban para picarlos a hombres como mi padre, ni mejores ni peores, con el mismo delito que ellos, haber luchado por sus ideas. Y un año en aquellas cárceles no es para contarlo. Pero se libró bien, lo soltaron y se reunió con mi madre, que acababa de perder a su segundo hijo. Ella dijo que era de la miseria y de lo que les hicieron pasar. Empezó a trabajar. Se compró con muchos sacrificios un camión viejo. No le iban mal las cosas. Nacieron mis dos hermanos, y cuando todo parecía que iba mejor, cuando ya nadie se acordaba de la guerra ni de nada, cuando se habían olvidado de los falangistas y parecía que les iban a dejar vivir, pasó lo que le pasó en Madrid. Desde que le detuvieron hasta que se murió pasaron dos meses. Mi padre no entendía por qué le había sucedido aquello cuando mejor estaban.Tenía dos hijos que se le habían criado bien y otro estaba en camino. Y no hacía más que hablar de aquel policía que volvía a cruzarse en su vida por segunda vez. Mientras mi padre estuvo enfermo mi madre luchó. Pero al morirse mi padre, se vino abajo. Tuvo que vender el camión y sacarnos adelante como pudo. Fue a ver a todos los abogados del mundo, porque decía que iba a demandar a la policía por haberle hecho a su marido lo que le habían hecho, pero ni un solo abogado quiso coger ese caso, ni tampoco los médicos quisieron firmarle un certificado en el que dijeran que la neumonía era consecuencia del estado lamentable en el que lo devolvieron, porque hasta lo de las dos costillas rotas dijeron que se las había podido romper de cualquier manera, bajando una escalera. Eso era España en 1960. Ahora, dos de los abogados que no quisieron defender a mi madre entonces son diputados en el Parlamento, desembarcaron en el Parlamento en un buque de lujo, los votos, y dicen que son demócratas de toda la vida, y piden pensiones y reconocimiento para los del «otro lado» porque aquélla fue una guerra «incivil». ¿Quién la hizo incivil? ¿No es chistoso? Y el que era Jefe de Servicio en el hospital cuando mi padre murió y que no quiso firmar un parte de defunción contando todo lo que tenía y por qué, es hoy el director del Hospital Provincial.

– ¿Y vais a matarlos a todos? ¿Vais a matar a los abogados, al médico, a todos los que en 1960 no quisieron reconocer el atropello que habían cometido con tu padre?

– Yo no he asesinado a nadie ni voy a matar a nadie. Tu suegro hacía el mal a sabiendas. Los otros actuaban sólo por miedo.

– Mi suegro también actuaba por miedo. Ya se sabe que cuando te subes a un tigre, no puedes bajarte de él. Y eso les ocurrió a todos los del Régimen. Vivieron en permanente amenaza. Yo he visto a mi suegro descomponerse porque pensaba que en cualquier momento volverían los comunistas y harían con él lo que ellos hicieron después de la guerra con los comunistas y con todos los demás. Y por eso seguían reprimiendo. También tenían miedo.

– Sí, Paco, el miedo de los verdugos. Tú lo has dicho. Entonces, al miedo de las víctimas, ¿cómo hay que llamarle? Hay que elegir entre víctimas y verdugos, no entre miedos. Y no todos los que estaban a favor de Franco eran unos asesinos, hasta ahí estoy dispuesto a concederte. Pero aún debes conocer más. A mi padre lo mataron en 1960. Fue una víctima más de la guerra. Pero lo peor vino luego. A mi madre le rompieron la vida. Adoraba a mi padre, no podía vivir sin él. La gente lo decía, llevaban casados veintidós años y seguían como si fuesen novios. Yo he crecido viéndola saltársele las lágrimas cada vez que salía a la conversación mi padre, y todavía ahora no se las puede aguantar, y hay fotos de mi padre por toda la casa, yo me he criado no en una casa sino en un panteón. Mi madre tenía entonces treinta y cinco años. Treinta y cinco años. Se casó con mi padre cuando era una niña y no ha conocido a otro hombre. Pero entonces se le acabó la vida. Y mi madre no supo nunca por qué le había sucedido a ella, pero sí supo quién lo hizo. Y para ella ése es el culpable. No le hables de Historia de España ni de la guerra. En cambio sabe que en 1940 llegó alguien a Albacete, y que sembró la ciudad de muertos y que veinte años después volvió a encontrarse a mi padre y creyó que aquél venía a matarle por lo que había hecho entonces, y se lo dijo a mi padre, en cuanto comprobó de dónde era y los antecedentes penales. Le dijo, os conozco a todos y creéis que os vais a tomar la justicia por vuestra mano. Sois vengativos, alimañas, malos. Y mi padre le dijo que ni siquiera se acordaba de él. Y eso era verdad cuando lo dijo. Quiero decir que se dio cuenta de que era él, pero llevaba diecinueve años sin acordarse de él, había logrado sacarlo de su vida. Porque para sobrevivir tuvieron que olvidar todo lo que había pasado y todo lo que sabían. Ellos no. El criminal sólo puede vivir en el día del crimen y en el escenario del crimen. Pero a mi padre se le había olvidado ya. Porque inocencia es olvido. Y tu suegro hizo que se acordara otra vez, y de qué manera. Me habría gustado que alguien hubiese juzgado aquellos crímenes, porque somos las víctimas. No ha sido así, y no lo será. Habríamos sido felices si alguien hubiese asesinado a Franco, pero tuvimos que conformarnos asistiendo a aquella agonía espantosa. Y a eso le llamamos también justicia poética, que es como decir, sucedáneo de justicia. Y la muerte de tu suegro ha sido otro sucedáneo.

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