Rafael Argullol - La razón del mal

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Premio Nadal 1993
Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Se casaron y tuvieron dos hijos. Acabaron viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid, que ahora el hijo, ya mayor, recuerda con nostalgia. Vuelven a su mente los días luminosos en compañía de la madre, su figura inclinada sobre la tela que estaba cosiendo, sus charlas con las amigas y su figura esbelta que revoloteaba alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambió el día en que uno de los hijos murió en un accidente que nadie pudo evitar. Desde entonces, una locura callada se infiltró en la mente de la madre. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, fue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. El hijo, testigo atento de tanto dolor callado, fue creciendo hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde las emociones se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que la mujer aprovechará para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de quien narra como una muestra más del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede… El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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– Es posible que lleves razón. Pero, entonces, no entiendo por qué te pasas horas y horas en el hospital, luchando contra un enemigo que, según dices tú mismo, no está allí. No tiene sentido.

David fue contundente:

– No lo tiene, es verdad. Al principio no me di cuenta. Ahora lo sé. A pesar de todo, continuaré haciendo lo mismo hasta el final.

¿El final?: tampoco esta palabra, pensó Víctor, tenía mucho sentido. Para que lo tuviera hubiera sido imprescindible averiguar a qué debía ponerse fin y dónde estaba el comienzo de aquello que alguna vez finalizaría. Pasó por su mente la imagen de una infinita sucesión de muñecas rusas conteniendo, cada una de ellas, a las demás. A él, que en el reparto había adoptado el carácter del observador, le resultaba ya completamente imposible desbrozar en qué momento de esta sucesión se encontraba. Su percepción del tiempo estaba embotada: era incapaz de decidir cuál era la primera muñeca y cuál la última.

Pero no añadió ningún comentario a la afirmación de David. A la vuelta fue Víctor quien se hizo cargo de los remos. La corriente había arrastrado la barca hacia la orilla y el camino de retorno fue más rápido de lo que había sido la ida. Cuando llegaron al muelle el barquero persistía en su asiento del amarradero. Puesto que las gaviotas habían desaparecido, ahora se entretenía recortando un madero con una navaja. Pasaron por su lado sin que el barquero levantara la vista. Únicamente después de recorrer unos pasos oyeron una voz ronca que les gritaba:

– Vuelvan cuando quieran. Son mis únicos clientes.

X

Desde mediados de junio el calor se apoderó de la ciudad con el mismo encarnizamiento con que lo había hecho el frío durante el invierno, y bajo el dominio del calor las corrientes corruptoras atravesaron todas las fibras del organismo. El aire ardiente avivaba la podredumbre y quemaba los pulmones. Las inmundicias, esparcidas ya sin distinción de barrios, se acumulaban frenéticamente como si la ciudad se hubiera arrancado los intestinos para mostrarlos sin pudor. A pesar de ello ninguno de sus habitantes trató de respirar fuera de aquella atmósfera irrespirable. Nadie abandonó la ciudad. La lógica de aquel estado de sitio nunca declarado se impuso sin paliativos, anulando cualquier perspectiva de viaje o, simplemente, de vacaciones fuera de la ciudad. El que una costumbre tan generalizada se cercenara de raíz, sin que existiera un impedimento explícito que obligara a ello, formaba parte de aquellos secretos bien guardados a los que los ciudadanos se prestaban con rara obediencia. A lo sumo se oían esporádicos comentarios sobre el deterioro que debían sufrir las casas de recreo, inutilizadas desde el año anterior. Pero nadie tomaba la menor iniciativa para atravesar la muralla invisible que les separaba de ellas. Como si se respondiera a una determinación común se daba por descontado que el único territorio que existía era el de la ciudad.

El creciente calor hizo que pronto este territorio se asemejara a una olla a presión cuya temperatura se acercaba peligrosamente al punto de ebullición. De la mañana a la noche una densa capa de vaho circulaba pesadamente por las calles, inoculando veneno a través de puertas y ventanas. Cuando la neblina se hizo permanente el Consejo de Gobierno trató de restringir el tráfico de automóviles, pero el colapso de los transportes públicos hizo que cualquier medida perdiera de inmediato su eficacia. Se decía que escaseaba el carburante, sin que esa posibilidad apartara a los ciudadanos del uso de sus vehículos. Bien al contrario: éstos constituían, al parecer, un caparazón protector en el que uno podía sentirse seguro con respecto al desamparo del viandante, cada vez menos frecuente, que se arriesgaba a caminar sin coraza.

Sin embargo, el poderío del bochorno se manifestaba más allá de las pieles sudorosas y los asfaltos humeantes. El bochorno saturaba el espacio de las conductas incitando a movimientos extremos. Las noticias, fundadas o no, sobre nuevas y fulminantes extensiones del mal crisparon hasta tal punto los ánimos que el coro de voces violentas se hizo notar con más fuerza que nunca. Parecía inevitable que un mazazo brutal fuera descargado sobre la ciudad. Y lo que se venía anunciando finalmente ocurrió la noche del solsticio de verano.

La mecha prendió con rapidez. Unas pocas hogueras festivas con las que algunos grupos de adolescentes se empeñaban en continuar una arraigada tradición fueron, según se adujo con posterioridad, el detonante. Lo cierto es que la ciudad estaba preparada para el fuego, y el fuego, impulsado por el aire propicio, tomó posiciones con facilidad. Las hogueras se multiplicaron como un juego embriagador en el que jóvenes cada vez más audaces descubrían la mayor excitación. Cuando ardieron muchos de los montículos de escombros que estaban diseminados por doquier empezó a cundir la alarma. Sin embargo, a aquellas alturas de la noche, el instinto se había ya desbocado. Las autoridades, tras su inicial pasividad, reaccionaron tardíamente, en un momento en que la muchedumbre ya no estaba dispuesta a abandonar su juego sólo porque las autoridades hubieran reaccionado. Pasada la medianoche el cielo estaba enteramente enrojecido.

En el seno de la selva de fuegos la violencia estalló limpia, contundente, con la prodigalidad de aquellos deseos largamente inhibidos. Y bajo su reclamo las calles, casi desiertas desde hacía tiempo, se llenaron de gente que parecía haber esperado pacientemente la hora oportuna de la devastación. El pillaje y las algaradas se sucedieron en todos los barrios. Las agresiones sin motivo causaron muertes sin justificación: la presencia inerme de los sacrificados alimentaba el vigor de los sacrificadores. La sangre exigía su protagonismo y lo lograba con creces. Pero por encima de la violencia sobre los cuerpos reinaba la violencia del grito. Todos gritaban. La ciudad gritaba como si se retorciera en un espasmo, en un exceso de dolor colectivo que había acabado convirtiéndose en un alarido de alegría.

A medida que transcurría la noche la revuelta se avivaba con nuevos episodios. A las habituales sirenas de las patrullas y de las ambulancias se sumaron las de los coches de bomberos. Pero éstos, hostigados por los revoltosos, tenían grandes dificultades para controlar las llamas que afectaban a numerosos edificios. Los enfrentamientos se prolongaron hasta el amanecer, en medio del griterío ensordecedor. Únicamente tras la salida del sol los gritos fueron amainando hasta diluirse en un silencio que tan sólo era rasgado por los chirridos de las sirenas. Horas más tarde, sofocados el fuego y la revuelta, la ciudad comenzó a interrogarse sobre lo que había sucedido. Para entonces, no obstante, las secuelas de la destrucción eran respuestas demasiado evidentes. El humo se había adueñado del paisaje posterior a la batalla y nublaba cualquier mirada sobre el futuro.

Tampoco alguien, como Víctor Ribera, que había asumido deliberadamente ser un mero espectador, negándose a formar parte de ninguna de las corrientes que chocaban entre sí, pudo sustraerse a la penosa impresión de aquel brutal inicio de verano. Estuvo a punto de renunciar a su diaria crónica fotográfica dado que, de una manera que no lograba definir, sentía vergüenza de sí mismo. No había participado, claro está, en los disturbios pero no por ello se sentía menos cómplice ante ellos. Con una incertidumbre que le enervaba se reconocía miembro de un cuerpo que se extendía más allá del suyo propio y del que, a pesar de intentarlo, no podía desgajarse. Estaba sumido en la avalancha que, sin rumbo, lo arrollaba todo a su paso.

Venciendo, finalmente, sus escrúpulos se decidió a salir cerca del mediodía. Ángela trató de retenerlo alegando probables riesgos. Víctor la tranquilizó:

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