– Destrozaron cuanto quisieron, pero a mí no me tocaron.
Esto le consolaba. Tampoco parecía muy afectado por el saqueo de sus pertenencias, a excepción del reloj que, por otra parte, aunque en pésimo estado, había recuperado. Mantenía una inusual dignidad en medio del desorden reinante. Quizá por ello Víctor se atrevió a preguntarle su opinión sobre lo ocurrido. El anciano sonrió plácidamente, y por un momento sus ojos azules adquirieron la luz infantil que poseían los de su nieto:
– Mire, tengo la impresión de que hemos entrado en unos tiempos en que estas cosas suceden con la misma naturalidad con que antes uno tropezaba con el peldaño de una escalera. No creo que seamos mejores ni peores por eso. Simplemente debemos saber que todo está trastornado y actuar en consecuencia. Esta noche, después de que pasara lo que le he contado, me he quedado todo el rato despierto. Al principio no podía dormir de miedo y rabia, pero luego me he tranquilizado. Entonces me he dado cuenta de que no quería dormir. No porque tuviera pánico, pues ya no lo tenía, sino porque era agradable pensar. He dado vueltas a muchos asuntos y he acabado dando gracias por estar vivo. También he pensado en la muerte, que seguramente tengo cerca aunque no lo perciba. Le aseguro que no tengo un temor especial, pero me fastidia perderme el espectáculo de la vida. Sobre todo sus pequeños matices. A medida que me he hecho viejo los matices han sido importantes. Ayudan mucho. Tal vez por esto veo con cierta serenidad lo que nos está pasando. Los matices pueden llegar a compensar un poco la parte más negativa de las cosas. Ya sé que podríamos vivir tiempos mejores, no lo niego. Yo me conformo con éstos. Debe de ser porque soy viejo.
El niño le interrumpió, cogiéndolo de la mano y dándole tirones.
– Vámonos -gritó varias veces.
– Discúlpeme -le dijo el anciano a Víctor-. Ya ve que me arrastran. Muchas gracias por haber cuidado de este diablillo. Dile adiós a este señor.
Cuando empezaban a alejarse Víctor detuvo su marcha cruzándose en el camino.
– ¿Por qué es tan importante este reloj? -preguntó, apercibiéndose inmediatamente de que no tenía ningún derecho a hacer una pregunta de este tipo.
Pero el viejo no se sorprendió. Volvió a sonreír con la misma timidez infantil con la que lo había hecho antes:
– Desde luego no tiene mucho valor y menos tal como ha quedado. Me lo regaló mi padre. A él también se lo había regalado su padre. Algo sentimental, ya sabe. Lo he visto siempre en mi casa y me gustaría continuar viéndolo hasta que pueda.
Volvió a despedirse y, de la mano de su nieto, se puso a caminar sorteando algunos obstáculos que dificultaban el paso por la acera. Cuando ya se habían distanciado lo suficiente Víctor sacó su cámara del estuche e hizo varias fotografías de la pareja. Después, mientras la guardaba de nuevo, estuvo contemplándola. Por fin, abuelo y nieto desaparecieron doblando la esquina. Durante bastante tiempo Víctor permaneció, hierático, en el mismo punto desde el que había tomado las fotografías. Tenía grabada en el oído la voz suave del anciano. Quería retenerla. De pronto constató que quería retenerla como un sedante que le confortaba extrañamente. Le cautivaba el timbre de aquella voz que, desde su absoluta fragilidad, parecía contrarrestar los sonidos tenebrosos que la rodeaban. No sabía cuál era la razón de aquel poder aunque, súbitamente, imaginó una posibilidad: aquel hombre, por las circunstancias que fuera, permanecía fiel a un lugar central contra el que nada podían hacer las fuerzas circundantes. No se oponía a tales fuerzas. Sencillamente, anclado en su centro, dejaba que se aniquilasen entre sí.
Los días posteriores a la noche de fuego fueron extremadamente confusos y, de acuerdo con lo que venía siendo norma habitual, a falta de otros responsables, se señaló como fuente de instigación a los portadores del estigma. Nadie pudo acusar a los exánimes, recluidos en su total pasividad, de la autoría material de los disturbios, pero se hizo patente que su sola existencia se consideraba suficiente motivo de repulsa y también, sin excesivas deliberaciones, de condena. Se fue, por tanto, más allá de aquéllos, apuntando hacia los que supuestamente los toleraban, en un viraje significativo que ponía bajo sospecha, como protectores del mal, a los que eran tenidos por demasiado tibios o complacientes.
Se acusó así, cada vez con mayor encono, a todos los que se resistían a identificar la enfermedad con el crimen. Pero como no bastaban las dudas con respecto a individuos muy pronto el descontento alcanzó a las instituciones públicas, culpables, según los acusadores, por no haber cortado el problema en su raíz. Se pidieron destituciones y, entre los más exaltados, cabezas. Hubo concentraciones de protesta, con airados oradores surgidos del anonimato que reclamaban medidas taxativas. Por primera vez parecía que el Consejo de Gobierno había perdido el control de la situación. Hasta entonces su mandato, pertrechado en la provisionalidad, había sobrellevado con discreción las circunstancias adversas. La máquina legislativa, funcionando a buen ritmo, proporcionaba una sensación de eficacia. Ahora, no obstante, las vacilaciones eran continuas, recurriendo a decretos tan contradictorios que, con frecuencia, se anulaban mutuamente. Un día el Consejo de Gobierno podía alardear de razones humanitarias, pidiendo solidaridad con los exánimes, y, al día siguiente, sumarse a las voces de alarma, acariciando proyectos fulminantes para erradicar el mal. El desconcierto se había erigido en el fiel de una balanza que oscilaba bajo el peso de veleidades que, en cualquier otro momento, hubieran sido tenidas por delictivas cuando no por directamente ridículas.
Examinado desde otro ángulo había que aceptar, sin embargo, que las dudas del Consejo de Gobierno, fatales para su credibilidad, reflejaban cabalmente las dudas que escindían la conciencia de la población en dos percepciones antagónicas que estaban obligadas a coexistir. Max Bertrán, siempre amante de los diagnósticos ante los que creía estar excluido, lo había resumido con perspicacia:
– Unos lo ven todo cada vez más claro y otros lo sienten cada vez más absurdo. No podemos esperar nada ni de unos ni de otros.
Pero nadie quedaba al margen de esta distinción, ni siquiera Max Bertrán, pues todos, a su manera, tomaban partido. Los que se decantaban por la claridad, sin duda la mayoría, hacían continuos progresos en esta dirección. Claridad significaba, para éstos, algo que equivalía a la posesión de una fórmula inminente que supondría la superación de buena parte de las dificultades. Esto los unía, aun cuando procedieran de campos muy diversos de la vida social. Tal vez en períodos anteriores habían tenido una visión más compleja de los fenómenos que los rodeaban. En el presente no podían permitírselo: en el presente su sentido de la existencia pendía de un hilo demasiado delgado como para abandonarse a arabescos. Los que no eran simples por vocación lo eran por necesidad, pero, en cualquier caso, estaban de acuerdo en que esta simplicidad podía otorgarles la llave de la salvación. Atribuirse claridad ante el futuro era descubrir que la situación no era tan complicada como se decía y, sobre todo, que los remedios eran mucho más sencillos.
Curiosamente, después de los desastres del solsticio de verano, el bando de los que defendían esta perspectiva fue engrosando sus filas sin cesar. Tras meses de impotencia ante lo desconocido la población pareció tomar aquella fecha como expresión de su propia saturación, como si, harta de incertidumbres, exigiera, en adelante, una inmediata certeza. Había llegado el momento de la acción, y la acción, naturalmente, tenía que estar dirigida a la erradicación completa del mal. Para el sentir mayoritario la existencia de los exánimes, por invisible que fuera, era realmente el único enemigo. Y éste debía ser batido empleando todos los medios. Se trazaba, así, una frontera de hierro, más allá de la cual se abrían los campos del destierro a los que serían arrojados los adversarios del bienestar. Muchos dedos señalaban, sin ningún pudor ya, hacia este objetivo.
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