Víctor Ribera trataba de registrar, día a día, los rastros que la ciudad, caminando por un camino desconocido, iba dejando tras de sí. Lógicamente los prodigios no se dejaban capturar por su cámara fotográfica pero, como contrapartida, ésta se mostraba apta para desvelar los gestos de un mundo atrapado por los prodigios. A Víctor le interesaban las expresiones, a veces casi convulsas, de unos hombres que en tan sólo unos meses parecían haber recorrido siglos, en un trayecto que era ocioso discernir si conducía hacia el pasado o hacia el futuro. Le interesaban las huellas dibujadas en el fango del desconcierto. Era, en realidad, un observador que se estaba desembarazando, cada vez con menos dificultad, del malestar que en un principio le había producido el hecho de saberse, solamente, un mero observador.
Quizá a causa de ello tampoco le costaba adaptarse a la corriente de descomposición que penetraba en las cosas. El observador se sumía en ella, grabando en su retina los azotes que desataba. En ocasiones, enfrentado a los retazos que se ofrecían al objetivo, echaba en falta que su cámara fuera inútil para hacerse con los olores que desprendía la existencia. Hubiera deseado, en estos casos, una herramienta preparada para hurgar en todas las impresiones sensoriales. Sin embargo, otras veces sentía que su visión incorporaba los demás sentidos y que sus fotografías estaban en posesión de los ruidos, de los aromas, de los sabores, hasta hacerse, incluso, palpables. Cuando esto sucedía Víctor creía percibir los matices más íntimos que descubrían la transformación de la ciudad. Las imágenes eran las señales más exteriores, y más brutales, de los cambios acaecidos. Las formas y los colores habían variado. Pero también los sonidos lo habían hecho, acompañando a los olores en su reflejo de la descomposición. La música de la descomposición: por casi imperceptible conseguía aparecer como la señal más inquietante. Aunque Víctor conocía, por experiencia, el aspecto y el hedor de un cuerpo en estado de descomposición, nunca había pensado que la podredumbre tuviera, asimismo, su música. Y, no obstante, la tenía. El sonido de la ciudad ya no era el mismo que antes y quien aguzara el oído podía escuchar el tropel de ecos que, desde todos los rincones, anunciaba el paso del cortejo fúnebre.
El observador cazaba sus presas con escrupulosa tenacidad, aunque sabía, porque así se lo había propuesto, que sólo servirían para engrosar su museo secreto. Estaba dispuesto a no exhibir sus trofeos. Cada día, con la misma meticulosidad con que las capturaba, se deshacía de ellas, como si para él fuera suficiente conservarlas en su memoria. Carrete tras carrete, todos los negativos eran destinados a la caja metálica que, de acuerdo con el rótulo que le había puesto, debía encerrar la memoria del tiempo de los exánimes. En ningún momento tuvo la tentación de revelarlos. Sabía, desde luego, que como fotógrafo esto era una aberración. No obstante, tal consideración le era indiferente: en aquellos días prefería poner la técnica del fotógrafo al servicio del desinterés del observador.
David Aldrey sorprendió a Víctor uno de los miércoles del París-Berlín cuando, tras finalizar el almuerzo, le propuso que fueran a pasear un rato junto al mar.
– Esta tarde no voy al hospital -dijo el doctor Aldrey.
Era la primera vez que sucedía. Durante años únicamente se habían encontrado para comer en el restaurante. Por otro lado David, desde hacía meses, estaba más ocupado que nunca. Víctor puso cara de asombro.
– ¿Tienes tiempo? -preguntó Aldrey.
– Claro -contestó Víctor, mientras pensaba que, a diferencia de su amigo, lo que le sobraba a él era tiempo.
El Paseo Marítimo estaba poco concurrido. A pesar del fuerte sol de una primavera ya avanzada los transeúntes eran tan escasos que se podían recorrer centenares de metros sin cruzarse con ninguno. El bullicio habitual había desaparecido dando lugar a una inmovilidad casi absoluta. Prácticamente todos los bares y restaurantes estaban cerrados, y los pocos que permanecían abiertos tenían, como única clientela, a sus propios camareros. Los barcos de recreo, sin turistas a los que transportar, estaban amarrados. Tampoco se divisaban los vendedores ambulantes: nadie estaba dispuesto a vender helados, golosinas o postales a compradores que no acudirían. Una multitud de gatos se deslizaba sigilosamente entre montones de basura.
El mar, ajeno a la desolación que le acechaba, era lo único que poseía vida. Cuando a su alrededor todo parecía haberse secado el mar, roturado por el sol, brillaba con especial fulgor, impasible a los desechos que flotaban en su superficie. Incluso hubiera podido afirmarse que con la intensidad de su color quería desafiar a los contornos sedientos que lo contemplaban. A lo lejos, más allá de este desafío, la línea de horizonte mostraba, de vez en cuando, los neblinosos perfiles de buques que guardaban prudentemente la distancia. En otros tiempos, muy próximos, hubieran puesto la proa hacia un puerto considerado importante. A los marineros les gustaban las diversiones que allí siempre habían encontrado. Pero ahora preferían ignorarlas, siguiendo las directrices que aconsejaban evitar aquel territorio vedado. Sólo escasos barcos se arriesgaban a entrar y, los que lo hacían, una vez descargadas las mercancías, zarpaban precipitadamente en dirección a objetivos más recomendables. Como consecuencia, la actividad del puerto, notable por lo general, se había reducido a su mínima expresión. Los buques locales, algunos de gran tonelaje, permanecían adheridos a los diques como gigantes a los que se hubiera arrebatado el aliento. A su sombra, grúas y cabrestantes participaban de la misma pereza. La inactividad lo impregnaba todo de herrumbre.
Tras recorrer un largo tramo del Paseo Marítimo Víctor y David se adentraron en los muelles, sin otra compañía que la de un coche de la policía que patrullaba cansinamente junto a ellos. No les pidieron la documentación. Se limitaron a seguirles durante un trecho de camino y luego, sin ninguna explicación, el coche dio la vuelta, alejándose con igual lentitud. Libres ya de centinelas alcanzaron un sector del puerto donde usualmente se podían alquilar pequeñas barcas de remos. Las barcas estaban en su sitio pero no los encargados de alquilarlas, a excepción de uno que, sentado en un amarradero, se entretenía tirando piedras a unas gaviotas cercanas. Víctor sugirió dar un paseo en barca. A David le pareció una buena idea. Quien hizo ademán de no compartirla fue el barquero, con un expresivo gesto de fastidio. Claramente se sentía mejor apedreando a las gaviotas.
– ¿No la alquila? -preguntó Víctor.
– Nadie alquila barcas desde hace tiempo -dijo, por toda respuesta, el barquero.
– Pues nosotros queremos alquilarla -insistió Víctor, con cierta irritación.
Sólo entonces el barquero guardó sus proyectiles. Pero no se movió del asiento en el que se sentía cómodo. Sin mediar palabra sacó del bolsillo un mugriento talonario, arrancó un billete y se lo tendió a Víctor. Éste pagó el importe. El intercambio no surgió efecto pues el barquero no hizo el menor movimiento. Daba la impresión de que su cometido se había acabado.
– ¿Cuál es la barca? -interrogó Víctor, impacientándose.
El hombre no se inmutó.
– Aquélla -contestó, señalando una de las barcas -. Si la quieren tendrán que remar ustedes. Si no, les puedo devolver el dinero.
El doctor Aldrey cogió a su amigo por el brazo y lo arrastró nuevamente en dirección a la barca:
– Da lo mismo Víctor. No vale la pena discutir.
Cuando ya se alejaban del muelle, con Aldrey a los remos, oyeron de nuevo la voz del barquero, esta vez condescendiente:
– Pueden tomarse el tiempo que deseen.
Читать дальше