El Maestro no salió de inmediato. Antes apareció un presentador que, situándose debajo de la plataforma, pidió al público que dedicara un minuto a la meditación. Víctor miró a Max Bertrán y éste, guiñándole el ojo, le susurró:
– Es el entremés. Meditemos.
Los haces luminosos se apagaron y durante un minuto el público permaneció en absoluto silencio. Muchos de los asistentes tenían los ojos cerrados. Víctor los dirigió todo el tiempo hacia el decorado que representaba la ciudad. Le pareció que la ciudad flotaba, ajena y distante. Era una ciudad vacía, descarnada, que también aparentaba observarle a él con mirada burlona. Pensó que era una ciudad que, en realidad, jamás había estado habitada por nadie. El codazo de Bertrán le sacó de su ensimismamiento.
– Hombre, tampoco exageres.
– Estaba meditando -se disculpó Víctor, sonriendo.
– Ya lo he visto -sentenció Max Bertrán con sorna-. Escucha lo que dice este tipo.
El presentador anunciaba la inminente entrada en el escenario de los que calificaba como suplicantes. Se trataba, según indicó, de hombres y mujeres que se habían presentado voluntariamente para preceder la intervención del Maestro. Cuando se retiró el presentador irrumpieron en el escenario dos grupos, uno masculino y el otro femenino, cuyos componentes iban vestidos con unas singulares túnicas, completamente negras. Eran los que habían sido anunciados como suplicantes. Su misión era difícil de averiguar. Deambulaban de un lugar a otro profiriendo sonidos incomprensibles. Tan pronto parecían sollozar como entonar cantos indescifrables. También ejecutaban extraños movimientos de una supuesta danza cuyo ritmo y significado era imposible establecer. De vez en cuando, espasmódicamente, levantaban los brazos, como solicitando algo a alguien que los contemplaba desde lo alto.
– Están drogados -dijo Víctor al oído de Bertrán.
– Es todo comedia -replicó éste.
El público seguía las evoluciones de los suplicantes con insólita atención. Nadie parecía aburrirse, a pesar de la monotonía de una ceremonia que se prolongó bastante tiempo. Por fin los suplicantes interrumpieron su representación, echándose en el suelo con los brazos en cruz. Hombres y mujeres se habían separado, colocándose cada uno de los grupos a ambos lados de la escalinata que subía hasta la plataforma. Tras un rato de silencio apareció de nuevo el presentador, haciendo caso omiso de los cuerpos tendidos que le rodeaban. Proclamó la inmediata presencia de Rubén, al que en todo momento se refirió como el Maestro. Sin embargo, a diferencia del tono, más bien lúgubre, que había empleado anteriormente, ahora estaba exaltado y quería exaltar a sus oyentes. No había duda de que estaba convencido que, después de su arenga, saldría a escena una gran estrella del espectáculo. El público prorrumpió en aplausos, a los que Bertrán se sumó con malévolo entusiasmo. Víctor tuvo la sensación de que era el único que no aplaudía en todo el auditorio.
Resonó otra vez la música de órgano, más atronadora todavía que la que se escuchaba en las salas que conducían al auditorio. Entonces, desde el fondo del escenario, por un acceso imperceptible situado en la parte inferior del decorado, avanzó Rubén como si surgiera del esqueleto mismo de la ciudad. Iba vestido totalmente de blanco: traje, camisa, zapatos. Esto resaltaba su cara, morena y de rasgos angulosos, coronada por una abundante cabellera de color azabache. Por su aspecto se hubiera podido decir que era un cantante que, famoso en otro tiempo, ignoraba que tanto él como su indumentaria pertenecían a una moda agotada desde hacía años. Pero la reacción del público demostraba lo contrario certificando con sus gritos de apoyo que Rubén era el hombre que, a sus ojos, encarnaba la actualidad. Rubén lo sabía y se movió por el escenario con desenfadada seguridad. Muy despacio, sin prestar atención a los entusiasmos que desataba, subió la escalera de cristal hasta encaramarse en lo alto de la plataforma. Durante el corto ascenso parecía muy concentrado. Cuando se hubo afirmado en el extremo de la plataforma, con los pies a un palmo del vacío que se abría frente a él, cambió súbitamente de actitud, saludando teatralmente a diestra y a siniestra. Sus gesticulaciones hicieron rugir a los espectadores. Luego, en un nuevo cambio, adoptó un aire solemne, pidiendo calma a la audiencia. Víctor pensó que todos sus movimientos estaban toscamente calculados y que, a pesar de ello, conseguía sus objetivos. El Maestro, aposentado encima de la plataforma de cristal y con los focos concentrados sobre su figura, parecía suspendido en el espacio. A su espalda, la silueta de la ciudad había quedado casi oscurecida.
Max Bertrán, según pudo constatar Víctor, tenía razón: Rubén era el actor más dúctil y con mayor repertorio que había visto en su vida. A lo largo de una hora, sin mostrar el menor síntoma de fatiga, interpretó los más variados papeles, pasando de la pantomima burlesca a la entonación trágica con pasmosa facilidad. Tenía los dones de la palabra y de la mímica, y los utilizaba sin cesar como una locomotora retórica que avasallaba velozmente cuanto le salía al paso. Lo que más llamaba la atención era el lenguaje, absolutamente peculiar, con que se expresaba. Resultaba sorprendente que lograra hacerse entender, como aparentemente ocurría, con aquella mezcolanza de formas en las que no se sabía dónde encajaba la seriedad de lo que decía y dónde la parodia. Pasaba sin transición de una a otra, de la misma manera en que superponía los más diversos recursos para comunicarse con sus admiradores. El Maestro controlaba con pericia lo que para cualquiera hubiera constituido un imposible rompecabezas expresivo: recitaba, cantaba, gritaba, hablaba con acentos altisonantes, susurraba frases inaudibles. Como el más habilidoso de los ventrílocuos jugaba con varias voces al mismo tiempo, de modo que, en lugar de un solo individuo, parecía que fuera un coro el que estaba actuando. En consonancia con esta versatilidad verbal también conseguía multiplicarse como si reuniera bajo su apariencia varios personajes. Advertía, bromeaba, sentenciaba: al histrión de feria, que contaba chistes mientras vendía sus productos, le sucedía el fiscal implacable que prometía inminentes milagros. Al preocupado ciudadano que se expresaba con un lenguaje llano y expeditivo le acompañaba el sabio enigmático que, con determinadas alusiones, mantenía en secreto la procedencia de su saber. Rubén no se concedía respiro.
Víctor, pese a sus reservas, se reconocía atrapado por el torrente verbal que fluía desde el escenario. Le admiraba, por encima de todo, que ello sucediera, cuando, para él, se hacía evidente que aquel torrente no contenía nada en absoluto. El arte de Rubén consistía, precisamente, en que esto no tuviera la menor importancia. Era palabra pura, gesto totalizador y envolvente, desnudo de todo contenido. Desprovisto, por completo, de ideas. A este respecto la capacidad de Rubén era, posiblemente, inigualable, porque, por los caminos que fuera, y que tantas leyendas estaban levantando, había perfilado su técnica hasta el máximo refinamiento. El antiguo prestidigitador, si es que lo había sido, como se rumoreaba, había utilizado su magia para convertir la palabra en una formidable corteza vacía por dentro. En una casa sin moradores pero con una fachada rutilante de cartón-piedra. Como un químico del lenguaje Rubén había experimentado en su retorta, agigantando las formas y diluyendo los significados.
Viéndolo en lo alto de su plataforma de cristal era fácil aceptar que durante una hora había dicho cosas decisivas. Incluso podría aceptarse que, en lugar de una hora, había estado hablando un día entero. En realidad, había hablado de casi todo: del amor, de la solidaridad, del mal, del bien, de la ciudad infeliz, de remotos episodios, de antídotos para el presente y de fórmulas para el porvenir. El Maestro había bromeado y enardecido, declarándose filósofo y payaso, teólogo y científico. Sin embargo, al hablar de todo, todo lo había desmenuzado, troceando los conceptos de tal manera que, dueño de un caos de fragmentos, había reordenado a su voluntad las cáscaras huecas de las palabras. Y este universo de cáscaras, ofrecido como si fuera un jardín de frutos primordiales, embelesaba a los espectadores.
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